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– Lo lamento, no quería ir de moralista, es sólo que…

– ¿Qué? -lo interrumpió Lauren.

– ¡Nada!

Lauren se levantó y le dio las gracias por su invitación.

– ¿Puedo pedirle algo? -dijo la joven.

– Todo lo que quiera.

– Sé que esto podrá parecerle impertinente, pero si pudiera llamarle de vez en cuando para tener noticias de mi paciente… Es que no me permiten llamar al hospital.

El rostro de Paul se iluminó.

– ¿Por qué sonríe de este modo? -preguntó Lauren.

– Por nada, me temo que no hemos intimado lo bastante como para que este tema sea objeto de conversación entre nosotros.

Permanecieron unos minutos en silencio.

– Llámeme cuando quiera… ya tiene mi número.

– Lo siento, me lo dio Betty, pero estaba en la ficha de ingreso de su amigo, «Persona de contacto en caso de urgencia».

Paul garabateó el de su domicilio en el reverso de un recibo de la tarjeta de crédito y se lo entregó a Lauren; podía llamar cuando le pareciera. Ella se metió el papel en el bolsillo de los vaqueros, le dio las gracias y se alejó por el paseo.

– Su paciente se llama Arthur Ashby -dijo Paul, casi burlón.

Lauren sacudió la cabeza; lo saludó con un gesto amistoso y se marchó a buscar a Kali . Cuando estuvo lo bastante lejos, Paul llamó al Memorial Hospital y pidió que le pasaran con el departamento de enfermería del servicio de neurología. Tenía que comunicar un mensaje muy importante al paciente de la habitación 307. Había que dárselo lo antes posible, incluso por la noche si se llegaba a despertar.

– ¿Cuál es el mensaje? -quiso saber la enfermera.

– ¡Dígale que la tiene en el bote!

Y Paul volvió a colgar, muy satisfecho. No lejos de él, una mujer lo estaba observando con expresión triste e indignada. Paul reconoció la silueta que se levantaba de un banco y se iba hacia la calle. A pocos metros de él, Onega paró un taxi. Corrió a su encuentro, pero no pudo alcanzarla y el vehículo se alejó.

– ¡Mierda! -exclamó, a solas, en el aparcamiento de Marina.


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