La madre de Lauren se sentó en un banco. Fernstein tomó asiento a su lado. La mirada del profesor se perdía en las aguas tranquilas del pequeño puerto deportivo.
– ¡Me quedan dieciocho meses, en el mejor de los casos! Cuando yo ya me haya ido, haga lo que le plazca.
– Creí que se jubilaba a finales de año…
– No me refiero a la jubilación.
La señora Kline puso la mano sobre la del viejo profesor, cuyos dedos estaban temblando. Él sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
– He salvado a muchas personas en mi vida, pero creo que nunca he sabido amarlas; lo único que me interesaba era curarlas. Así ganaba la partida a la enfermedad y la muerte. Era más fuerte que ellas… en fin, hasta ahora. Ni siquiera he servido para tener un hijo. ¡Qué revés para alguien que pretende haberse consagrado a la vida!
– ¿Por qué convirtió a mi hija en su protegida?
– Porque ella es todo cuanto yo habría deseado ser. Es valerosa donde yo sólo era obstinado, ella inventa donde yo sólo aplicaba, ella ha sobrevivido donde yo voy a morir, y tengo un miedo atroz. Me despierto por las noches con el miedo en el cuerpo. Me entran ganas de dar un puntapié a los árboles que me van a sobrevivir. He olvidado hacer tan tas cosas…
La señora Kline cogió al profesor de la mano y se lo llevó por el camino.
– ¿Adonde vamos?
– Sígame y no diga nada.
Regresaron siguiendo Marina. Delante de ellos, cerca del malecón, un parquecito acogía a un tropel de niños de corta edad. Tres columpios se elevaban en el cielo a costa de los esfuerzos sobrehumanos de unos padres agotados, que empujaban sin descanso; el tobogán estaba atascado, a pesar de la buena voluntad de un abuelo que trataba de regular su acceso; la construcción de cuerdas y madera sufría el asalto de unos robinsones en ciernes, mientras un crío se había quedado atrapado en un tubo de color rojo y chillaba, presa del pánico. Un poco más lejos, una madre intentaba convencer a su querubín, sin resultado, de que abandonara el recinto de arena para venir a buscar su merienda. Aderezado con cánticos indios, un corro infernal giraba sin piedad alrededor de una joven canguro mientras dos chicos se disputaban un balón. El concierto de llantos, aullidos y gritos rozaba la cacofonía.
Con los codos apoyados en la barrera, la señora Kline espiaba aquel infierno en miniatura; con el rostro iluminado por una sonrisa cómplice, miró al profesor.
– ¡Ya ve lo que se ha perdido!
Una niña pequeña que estaba cabalgando sobre un caballo con resorte alzó la cabeza. Su padre acababa de empujar la puerta del área de juegos. Abandonó su montura, se precipitó a su encuentro y se arrojó en sus brazos, abiertos de par en par. El hombre la alzó a su altura y la niña se acurrucó contra él, hundiendo la cabeza en el hueco del cuello con infinita ternura.
– Buen intento -dijo el profesor, sonriendo a su vez.
Miró el reloj y se disculpó: la hora de su cita con Lauren se estaba acercando. Su decisión la sacaría de sus casillas. A pesar de que la había tomado en su interés. La señora Kline lo miró alejarse, solo, por el paseo; atravesó el aparcamiento y subió a su coche.
Los árboles alineados en las aceras de Green Street se doblegaban bajo el peso del follaje. En aquella época del año, la calle era un estallido de colores. Los jardines de las casas victorianas estaban abarrotados de flores. El profesor llamó al interfono del apartamento de Lauren y subió al primer piso.
Sentado en el sofá del salón, adoptó su actitud más grave y le comunicó que estaba suspendida; tenía prohibido acercarse al Memorial Hospital durante dos semanas. Lauren se negó a creerlo: una decisión semejante tenía que ser ratificada por un consejo disciplinario, ante el cual ella podría defender su causa. Fernstein le pidió que escuchase sus argumentos. Sin demasiada dificultad, había obtenido por parte del administrador del Mission San Pedro que se abstuviera de emprender cualquier acción legal, pero para convencer a Brisson de retirar su denuncia, había hecho falta una moneda de cambio. El interno había exigido un castigo ejemplar.
Dos semanas de suspensión sin sueldo eran un mal menor en comparación con la suerte que habría corrido si él no hubiera podido sofocar el asunto. Por más que la invadiera la cólera al pensar en las amargas exigencias de Brisson. Lauren, escandalizada ante tamaña injusticia, que dejaba al bastardo de su colega al abrigo de toda sanción por sus inadmisibles negligencias, sabía que su profesor estaba protegiendo su carrera.
Se resignó y aceptó la sentencia. Fernstein le hizo jurar que la respetaría al pie de la letra: en ningún caso se aventuraría cerca del hospital, como tampoco entraría en contacto con los miembros de su equipo. Hasta el Parisian Coffee le estaba vedado.
Cuando Lauren le preguntó a qué tenía derecho durante esos quince días, Fernstein le dio una respuesta irónica: por fin podría descansar. Lauren miró a su profesor, agradecida y furiosa, pues estaba salvada y vencida. La entrevista no había durado más de un cuarto de hora. Fernstein alabó su apartamento; le parecía mucho más femenino de lo que había imaginado. Lauren le señaló la puerta con gesto autoritario. Ya en el rellano, Fernstein añadió que había dado instrucciones precisas a la centralita para que rechazaran cualquier llamada que hiciera. Tenía prohibido practicar la medicina, incluso por teléfono, mientras durase la sanción. En cambio, podía beneficiarse de aquella temporada para compulsar sus últimas clases de final de internado.
Camino de vuelta a su casa, Fernstein sintió un violento dolor. El «cangrejo» que lo estaba carcomiendo le acababa de morder. Aprovechó un semáforo en rojo para secarse la frente perlada de sudor. Detrás de él, un automovilista impaciente hizo sonar la bocina para invitarlo a avanzar, pero él no encontró fuerzas para pisar el acelerador. El viejo doctor bajó la ventanilla e inspiró a pleno pulmón en un intento de recuperar el aliento que le faltaba. El dolor era espantoso y se le nublaba la vista. Con un último esfuerzo, cambió de carril y logró detenerse en un aparcamiento reservado para la clientela de una tienda de flores.
Cerró la llave de contacto, se aflojó la corbata, se desabrochó el botón del cuello de la camisa y apoyó la cabeza encima del volante. El próximo invierno, le gustaría viajar con Norma a los Alpes y ver una vez más la nieve, y luego la llevaría a Normandía donde su tío médico, que tanto lo había marcado en la infancia, descansaba en un cementerio, rodeado de nueve mil tumbas más. El malestar remitía por fin, puso el coche en marcha y dio gracias al cielo porque la crisis no hubiera tenido lugar durante una operación.
Al atardecer, en medio de una temperatura suave, Paul condujo hacia Marina. A aquella hora, encantadoras criaturas aprovechaban para correr por los paseos que bordeaban el pequeño puerto deportivo. Una joven paseaba en compañía de su perro. Paul aparcó en el área de estacionamiento y la alcanzó a pie.
Lauren, que estaba perdida en sus pensamientos, se sobresaltó cuando él la abordó.
– No quería asustarla -le dijo-, lo siento.
– Gracias por venir tan deprisa ¿Cómo está Arthur?
– Mejor, ya ha salido de reanimación, se ha despertado y no parece sufrir.
– ¿Ha hablado con el interno de guardia?
Paul sólo había podido conversar con una enfermera, y ésta se mostraba optimista. Arthur se estaba recuperando muy bien. Mañana le quitarían el gota a gota y empezarían a alimentarlo por la boca.
– Es una buena señal -dijo Lauren, soltando la correa de Kali .
La perra se marchó a retozar detrás de unas gaviotas que practicaban el vuelo rasante encima del césped.
– ¿Se ha tomado un día de descanso?
Lauren le explicó que el rapto le había costado dos semanas de suspensión. Paul no supo qué decir.
Dieron algunos pasos, el uno junto al otro y en silencio.
– Me comporté como un cobarde -acabó admitiendo Paul-. Ni siquiera sé cómo agradecerle lo que ha hecho esta noche. Todo es culpa mía. Mañana iré a presentarme en la comisaría y les diré que usted no tiene nada que ver.
– Llega tarde: Brisson ha retirado la denuncia y la ha cambiado por un castigo. Los lameculos de la primera fila del colegio cuando llegan a adultos siguen levantando el dedo a la primera ocasión.
– Lo lamento -dijo Paul-. ¿Puedo hacer algo?
Lauren se detuvo para mirarle atentamente.
– ¡Pues yo no lo lamento! Creo que jamás me he sentido tan viva como en las últimas horas.
A varios metros de distancia, había un chiringuito donde vendían helados y refrescos. Paul pidió una soda, Lauren un cucurucho de fresa y, mientras Kali le hacía aspavientos a una ardilla que la miraba de reojo desde la rama de un árbol, se sentaron a una de las mesas de madera.
– A ustedes dos los une una bonita amistad.
– No nos hemos separado desde la infancia, excepto cuando Arthur se marchó a vivir a Francia.
– ¿Por amor o en viaje de negocios?
– Los negocios son más bien mi campo, y la evasión el suyo.
– ¿Huía de algo?
Paul la miró directamente a los ojos.
– ¡De usted!
– ¿De mí? -preguntó Lauren, estupefacta.
Paul bebió un largo sorbo de soda y se limpió la boca con el dorso de la mano.
– ¡De las mujeres! -improvisó Paul, huraño.
– ¿De todas las mujeres? -replicó Lauren, con una sonrisa.
– De una en particular.
– ¿Una ruptura?
– Es un secreto, me mataría si me oyera hablar así.
– Entonces, cambiemos de tema.
– ¿Y usted? – preguntó Paul-. ¿Hay alguien en su vida?
– No estará ligando conmigo… -contestó Lauren, divertida.
– ¡Desde luego que no! Soy alérgico al pelo de los perros.
– Hay alguien, sí; se trata de una historia que no ocupa un gran lugar en mi vida -contestó Lauren-, pero me imagino que encuentro cierta forma de equilibrio en esta situación renqueante. Mis horarios de trabajo no dejan mucho espacio para otra cosa que no sea la medicina. Tener pareja exige muchísimo tiempo.
– ¿Sabe una cosa? ¡Cuanto más tiempo pasa, me parece que la soledad, aunque disfrazada, hace que pierdas más! Vivir para el trabajo no debería ser una finalidad en sí misma.
Lauren llamó a Kali , que se estaba alejando demasiado.
Luego se volvió hacia Paul.
– Teniendo en cuenta la noche que acabo de pasar, no estoy seguro de que su amigo comparta esta opinión. Y además, no hemos intimado lo bastante como para continuar esta conversación.