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– ¡Lo perdemos! -dijo Norma.

– ¡Cargue a trescientos cincuenta! -pidió Lauren, apoyándose de nuevo sobre las asas.

El tórax de Arthur se alzó hacia el cielo. Esta vez, el trazo verde se hundió antes de dibujar una línea tan recta como triste.

– Recargamos a cuatrocientos, quiero cinco miligramos de adrenalina y ciento veinticinco de Solumedrol en esa perfusión -gritó Lauren.

El anestesista obedeció de inmediato. En un instante, bajo la mirada sesuda de un profesor al que nada escapaba, la joven de urgencias acababa de tomar el mando de la sala de operaciones.

En cuanto el desfíbrilador volvió a estar cargado, Lauren se apoyó sobre las asas. El cuerpo de Arthur se levantó, en un último esfuerzo por retener la vida que se alejaba.

– ¡Norma, otra ampolla de cinco miligramos de adrenalina y una unidad de lidocaína, ahora mismo!

Fernstein miró el trazo, que seguía igual. Se aproximó a Lauren y le puso una mano en el hombro.

– Me temo que ya hemos hecho más de lo necesario.

Pero la joven interna arrancó la jeringa de manos de Norma y la clavó sin vacilar en el corazón de su paciente.

El gesto fue de una precisión tremenda. La aguja se deslizó entre dos costillas, atravesó el pericardio y penetró unos milímetros en el tabique que rodea el corazón. Al instante, la solución se propagó por todas las fibras del miocardio.

– ¡Te prohíbo que abandones! -murmuró Lauren, en colerizada-. ¡Aguanta!

Volvió a coger el desfibrilador, pero Fernstein retuvo su gesto y se lo quitó de las manos.

– Ya basta, Lauren, deje que se vaya.

Ella empujó al profesor con vehemencia y se enfrentó a él.

– ¡Esto no se llama irse, se llama morirse! ¿Cuándo aprenderemos a utilizar las palabras correctas? Morir, morir, morir -repitió, al tiempo que golpeaba con el puño el pecho inerte de Arthur.

El sonido continuado que emitía el electrocardiógrafo se interrumpió bruscamente y lo sustituyó una sucesión de pitidos breves. El equipo permanecía inmóvil. Todos miraban fijamente el trazo verde, que era casi plano. Entonces empezó a oscilar por uno de los extremos, se curvó y por fin adoptó un aspecto casi normal.

– ¡A esto no se lo llama volver, sino vivir! -estalló Lauren, recuperando el desfibrilador de manos de Fernstein.

El profesor abandonó al instante la sala, gritando que no lo necesitaba para suturar. La dejaba con su paciente y volvía a meterse en una cama que nunca debería haber dejado. Se instaló un pesado silencio, interrumpido por los pitidos del electrocardiógrafo que respondían como un eco a los latidos del corazón de Arthur.

El doctor Granelli volvió a colocarse detrás de su consola y comprobó la saturación de los gases sanguíneos.

– Lo menos que puede decirse es que nuestro joven viene de muy lejos. Personalmente, siempre me ha parecido que cierta dosis de cabezonería podía tener su encanto. Le dejo diez minutitos, estimada colega, para cerrar las incisiones, y luego lo devuelvo a la superficie del mundo.

Norma ya estaba preparando las grapas cuando Lauren oyó un gemido a sus pies.

Se agachó y divisó un brazo que se agitaba debajo de ella.

Luego vio a Paul con la cara blanca como el papel y acurrucado debajo del faldón de la mesa de operaciones.

– ¿Qué está haciendo ahí? -le preguntó, estupefacta.

– ¿Ya ha vuelto? -consiguió articular Paul con una voz apenas audible, antes de desvanecerse.

Lauren le apretó con fuerza la mandíbula, lo que le provocó un dolor mucho más eficaz que cualquier sal de amoniaco. Paul volvió a abrir los ojos.

– Quisiera salir de aquí -suplicó-, pero tengo las piernas terriblemente débiles, no me encuentro muy bien. Lauren reprimió las ganas de reír y le pidió al anestesista que por favor le preparase una sonda de oxígeno.

– Debe de ser el olor a éter -dijo Paul, con voz temblorosa-. Porque aquí huele un poco a éter, ¿no?

Granelli alzó las cejas, ajustó la sonda y abrió el flujo de aire al máximo. Lauren le colocó la mascarilla, y Paul empezó a recuperar un poco el color.

– ¡Oh, qué agradable! -dijo-. Esto sienta muy bien, es un poco como en la montaña.

– Cállese y respire hondo.

– He oído unos ruidos espantosos, y luego esa bolsa de ahí, toda llena de sangre…

Paul, de nuevo, perdió el conocimiento.

– No quisiera interrumpir esta pequeña reunión, querida, pero ya es hora de suturar al paciente que se encuentra en la mesa de operaciones.

Norma sustituyó a Lauren. Cuando Paul se encontró mejor, le vendó los ojos, lo ayudó a levantarse y lo escoltó torpemente hasta la salida del quirófano.

La enfermera lo instaló en la cama de una habitación contigua y consideró preferible mantenerlo con el oxígeno.

Cuando le estaba colocando una mascarilla, no pudo resistir la curiosidad de preguntarle cuál era su especialidad. Paul miró la bata manchada de Norma y sus ojos se pusieron en blanco otra vez. Ella le dio unos golpecitos en las mejillas.

Cuando hubo vuelto en sí, lo dejó para regresar al quirófano.

Eran las seis de la mañana cuando Lorenzo Granelli emprendió el delicado proceso del despertar. Veinte minutos más tarde, Norma se llevó a Arthur, envuelto en una sábana, hacia el servicio de reanimación.

Lauren salió en compañía del anestesista. Los dos fueron a la sala adyacente. Se quitaron los guantes y se lavaron las manos sin pronunciar palabra. Cuando estaba a punto de abandonar la sala de preoperatorio, Granelli se volvió hacia Lauren y la miró, atento, antes de confiarle que volvería a operar con ella cuando lo deseara, pues le gustaba mucho su forma de trabajar.

La joven neuróloga se sentó en el borde de la pila, exhausta. Con la cabeza entre las manos, esperó a estar completamente sola y se echó a llorar.

La sala de reanimación estaba sumida en el silencio de primera hora de la mañana. Norma ajustó la sonda nasal y comprobó el flujo de oxígeno. El globo del extremo de la mascarilla se inflaba y desinflaba al ritmo regular de la respiración de Arthur. Ella le sujetó las vendas y comprobó que la gasa no comprimía el drenaje. El líquido del gota a gota se iba introduciendo en la vena. Rellenó la hoja del informe del postoperatorio y confió su paciente a la enfermera de turno que la relevaba. En el extremo del largo pasillo, vio a Fernstein avanzar a paso lento. El profesor empujó las puertas batientes que conducían al quirófano.

Lauren levantó la cabeza y se frotó los ojos. Fernstein se sentó a su lado.

– Ha sido una noche complicada, ¿eh?

Lauren se miró las zapatillas esterilizadas que todavía llevaba en los pies. Las movió como si fueran dos absurdas marionetas y no contestó. Había corrido riesgos sin reflexionar, pero el final de la intervención le había dado la razón, prosiguió el profesor. La invitó a sacar de ello una satisfacción personal. Aquella noche, había recogido los frutos de las enseñanzas que él le había dispensado. Lauren miró a su profesor, perpleja. El se irguió y le pasó el brazo por encima del hombro.

– ¡Usted ha salvado una vida que yo habría perdido! Ha llegado la hora de retirarme, y de que le enseñe una última cosa.

Las arrugas alrededor de sus ojos delataban aquella ternura que tanto se esforzaba por ocultar.

– Tenga la serenidad de aceptar lo que no pueda cambiar, el coraje de cambiar lo que sí pueda y, sobre todo, la sabiduría para conocer la diferencia.

– ¿Y a qué edad se consigue eso? -le preguntó Lauren.

– Marco Aurelio lo consiguió al final de su vida -dijo, alejándose con las manos a la espalda-. Eso le deja aún un poco de tiempo -continuó, antes de desaparecer tras las puertas que se cerraron a su paso.

Lauren se quedó sola unos instantes. Consultó su reloj y se acordó de su promesa. Un inspector de policía la estaba esperando en un café, delante del hospital.

Se adentró en el pasillo y se detuvo delante del cristal de la sala de reanimación. Sobre una cama, junto a la ventana con las persianas bajadas, un hombre cubierto de tubos y de cables regresaba a la vida, decididamente tan frágil. Se lo quedó mirando y, cada vez que Arthur inspiraba, el pecho de Lauren se llenaba de júbilo.


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