El inspector se levantó para volver a llenarse la taza. Dio la espalda a Lauren y vertió una cucharadita de azúcar en polvo en el brebaje.
– ¡Sólo faltaría! – dijo, con una voz que ocultaba el sonido de la cuchara-. Le faltan tres meses para el retiro y ya tenemos los billetes para París; sé que es casi un deporte para ustedes dos, pero no nos van a arruinar el viaje.
– No recuerdo que nos hayamos conocido antes y no comprendo ninguno de sus comentarios; ¿podría aclarármelos?
Pilguez puso un vaso de café en la mesa y lo empujó hacia Lauren.
– Cuidado, está ardiendo. Bébase esto y la llevo.
– Ya he causado bastantes problemas por esta noche, ¿está seguro de que…?
– Llevo cuatro años retirado, ¿qué quiere que me hagan ahora? ¡Ya me han quitado mi puesto de trabajo!
– Entonces, ¿de veras puedo volver?
– ¡Además de cabezona, sorda!
– ¿Por qué hace esto?
– Usted es médica, su trabajo consiste en curar a las personas. Yo soy policía, lo que me concede el privilegio de hacer las preguntas. Vamonos, tengo que devolverla aquí antes del cambio de turno, dentro de cuatro horas.
Lauren siguió al policía por el pasillo. Nathalia levantó la cabeza y miró a su compañero.
– ¿Qué estás haciendo?
– Te has dejado la puerta de la jaula abierta y el pájaro ha echado a volar, querida.
– ¿Te hace gracia?
– ¡Tú eres la que se queja de que nunca me río! Vendré a buscarte cuando acabe tu turno y aprovecharé para devolverte a la chica.
Pilguez le abrió la puerta a Lauren, rodeó el vehículo y se instaló detrás del volante del Mercurio Grana Marques. Un aroma de cuero almizclado flotaba en el interior.
– Huele un poco a nuevo, pero es que el viejo Toronado estiró la pata este invierno. Tendría que haber oído el ruido de los trescientos noventa y cinco caballos que galopaban bajo su capó. Hicimos hermosas persecuciones los dos juntos.
– ¿Le gustan los coches antiguos?
– No, sólo era para entablar conversación.
Una lluvia fina empezó a caer sobre la ciudad, y una miríada de pequeñas gotitas se depositó en el parabrisas como un velo brillante.
– Sé que no tengo derecho a hacerle preguntas, pero ¿por qué me ha sacado de mi celda?
– Usted misma lo ha dicho: será más útil en el hospital, que bebiendo café malo en comisaría.
– Veo que tiene un agudo sentido de la utilidad pública.
– ¿Prefiere que la devuelva a la centralita?
Las aceras desiertas resplandecían en la noche.
– Y usted -continuó él-, ¿por qué ha hecho todo eso esta noche? ¿Tiene un agudo sentido del deber?
Lauren se calló y volvió la cabeza hacia la ventanilla.
– No tengo ni la menor idea.
El viejo inspector sacó el paquete de cigarrillos.
– No se preocupe, llevo dos años sin fumar. Me conformo con masticarlos.
– Está bien que prolongue su esperanza de vida.
– No sé si voy a llegar a viejo, pero en cualquier caso, entre la jubilación, la dieta contra el colesterol y el dejar de fumar, el tiempo se me hace más largo.
Tiró el cigarrillo por la ventanilla. Lauren activó los limpiaparabrisas.
– ¿Alguna vez se ha sentido a gusto en compañía de alguien a quien no conocía?
– Un día, cuando era joven, llegó una mujer a la comisaría de Manhattan donde yo era inspector. Mi despacho estaba cerca de la entrada y vino a presentarse. Acababan de destinarla a distribución. Durante todos los años que estuve recorriendo las calles de Midtown, ella era la voz que crepitaba en la radio del coche. Yo me las apañaba para que mis horas de servicio coincidieran con las suyas. Estaba chiflado por ella. Como sólo la veía muy raramente, detenía a cualquiera por cualquier cosa, simplemente para volver a comisaría y presentarlo ante ella. Se dio cuenta de mi artimaña enseguida y me propuso ir a tomar algo antes de que enchironara al quiosquero de la esquina por vender cerillas húmedas. Fuimos a un pequeño café detrás de la comisaría, nos sentamos a una mesa y ya está.
– ¿Ya está, qué? -quiso saber Lauren, divertida.
– ¿No dirá nada si me enciendo uno?
– ¡Dos caladas y lo tira!
– ¡Trato hecho!
El policía se llevó un nuevo cigarrillo a la boca, lo dejó apoyado sobre el encendedor del coche y continuó su relato.
– Había varios colegas en la barra del bar e hicieron como que no nos veían, aunque ella y yo sabíamos que al día siguiente seríamos la comidilla. Me llevó tiempo admitirme a mí mismo que me faltaba algo cuando ella no estaba en comisaría. ¿He respondido ahora a su pregunta?
– Y una vez lo comprendió, ¿qué hizo?
– Seguí perdiendo mucho tiempo -contestó el antiguo inspector.
Se hizo un silencio. Pilguez tenía la mirada fija en la calle.
– Ese hombre al que me he llevado… apenas lo he visto. Lo he examinado brevemente y se ha marchado con esa cara tan extraña y ese aspecto un poco perdido. Y luego me ha telefoneado su amigo. No tenía muy buenas noticias.
El inspector giró lentamente la cabeza.
– No puedo explicarle por qué -dijo ella-, pero al colgar, estaba contenta de saber dónde se encontraba.
Pilguez miró a su pasajera con una sonrisa en los labios, se inclinó para abrir la guantera y sacó un faro rojo que acopló al techo del coche.
– Hagámosle una jugarreta a su impaciencia.
Encendió el cigarrillo. El vehículo avanzaba en la noche y ningún semáforo interrumpiría su carrera.
Norma enjugó la frente del profesor. Unos minutos más y la sonda alcanzaría su destino; la pequeña anomalía vascular ya estaba a la vista. El electrocardiógrafo emitió un breve sonido. Todo el equipo contuvo el aliento. Granelli se inclinó sobre el aparato y observó el trazo. Golpeó con la palma de la mano la parte superior del monitor y la onda recuperó su curvatura normal.
– Esta máquina está tan cansada como usted, profesor -dijo, volviendo a su sitio.
Pero aquel comentario no aplacó la inquietud que reinaba en la sala. Norma comprobó el nivel de carga del desfibrilador. Cambió la bolsa que recogía la sangre extraída del hematoma, desinfectó de nuevo el contorno de la incisión y volvió a su puesto, al lado de la mesa.
– El acceso es mucho más complicado de lo que imaginaba -precisó Fernstein-, esta circunvolución no se parece a nada que conozca.
– ¿Cree que puede ser un aneurisma? -preguntó el anestesista, mientras miraba la pantalla del neuronavegador.
– Seguro que no, más bien diría que es una pequeña glándula, voy a rodearla para estudiar sus puntos de afianzamiento, no estoy del todo seguro de que haga falta extirparla.
Cuando la sonda alcanzó la zona delimitada por Fernstein, el electroencefalógrafo que medía la actividad eléctrica del cerebro de Arthur llamó la atención de Norma. Uno de los trazos se puso a oscilar levemente y marcó un brusco pico de una envergadura inaudita. La enfermera imitó el gesto del anestesista y golpeó el monitor. El trazo ondulado se hundió de forma vertiginosa antes de remontar a una altura razonable.
– ¿Algún problema? -quiso saber el profesor.
La impresora del aparato debería haber impreso la primera anomalía y, sin embargo, no había reaccionado. El extraño trazo huía hacia la derecha de la pantalla. Norma se encogió de hombros y pensó que, en aquella sala, todo estaba tan agotado como ella.
– Creo que voy a practicar la incisión; no estoy seguro de querer quitar esta cosa -dijo el profesor-, pero al menos podremos practicar una biopsia.
– ¿No quiere hacer una pausa? -sugirió el anestesista.
– Prefiero acabar lo antes posible; no deberíamos haber emprendido una intervención semejante con un equipo tan reducido.
Granelli, a quien gustaba trabajar con grupos pequeños, no compartía la opinión de su colega. Los mejores cirujanos de la ciudad estaban reunidos en aquella sala. Pero decidió guardarse ese punto de vista para él. Pensó que aquel fin de semana iría a navegar en su velero por la bahía de San Francisco. Acababa de comprarse una gran vela nueva.
El Mercury Grand Marquis se detuvo en el aparcamiento del hospital. Pilguez se inclinó para abrir la puerta de Lauren, que descendió del vehículo y se quedó mirándolo unos instantes.
– Lárguese de aquí -le ordenó el inspector-, tiene cosas mejores que hacer que mirar el coche. Yo me iré a tomar un café ahí enfrente, cuento con usted para que se reúna allí conmigo antes de que mi carroza se transforme en calabaza.
– Le estaba mirando a usted. ¡Buscaba las palabras para agradecérselo!
Lauren huyó hacia el vestíbulo de Urgencias, lo atravesó corriendo y se metió en el ascensor. Cuanto más se elevaba la cabina, más rápido le latía el corazón en el pecho. Se preparó a toda prisa, se puso una bata que se ató ella misma y cogió unos guantes.
Sin aliento, apretó con el codo el botón que controlaba el acceso al quirófano y la puerta de la sala se abrió en el acto.
Nadie pareció prestarle atención. Lauren esperó unos instantes y carraspeó debajo de su mascarilla.
– ¿Molesto?
– No, pero es inútil; de hecho, es peor -contestó Fernstein-. ¿Se puede sabe qué la ha retenido todo este tiempo?
– ¡Los barrotes de la celda de una comisaría de policía!
– ¿Y al final la han soltado?
– ¡No, es mi fantasma el que está aquí! -dijo ella en tono seco.
Esta vez, Fernstein, levantó la cabeza.
– Ahórreme sus insolencias -replicó el profesor.
Lauren se acercó a la mesa de operaciones, recorrió con la mirada los distintos monitores y le preguntó a Granelli por el estado general del paciente. El anestesista la tranquilizó enseguida. Hacía un momento se había asustado ante una pequeña alarma, pero las cosas habían vuelto a la normalidad.
– Ya no nos queda mucho tiempo -dijo Fernstein-, renuncio a la biopsia, el riesgo es demasiado importante.
Este hombre seguirá viviendo con una ligera anomalía, y la ciencia con este desconocimiento.
Sonó un pitido estridente. Norma se precipitó hacia el desfibrilador. El anestesista consultó la pantalla; el ritmo cardíaco era crítico. Lauren cogió las asas de manos de Norma y las frotó una con otra antes de colocarlas sobre el tórax de Arthur.
– ¡Trescientos! -gritó, transfiriendo la corriente.
Bajo el impulso de la descarga, el cuerpo de Arthur se curvó antes de volver a caer pesadamente sobre la mesa. La línea de la pantalla permanecía inalterable.