El médico de guardia le rogó de inmediato que fuese a esperar en la zona reservada para los acompañantes. Paul replicó que en ese hospital desértico no sucedería nada porque él sobrepasara unos metros una línea amarilla trazada sobre un suelo, por otra parte, bastante deslucido. Brisson hinchó el pecho y le dijo, con tono autoritario, que si quería que hablasen, se mantuviera al otro lado de la línea en cuestión.
Dudando entre estrangular al interno ahí mismo o esperar a conocer el diagnóstico, Paul obedeció. Satisfecho, el joven médico señaló que, de momento, no podía decir nada. Enviaría a Arthur a radiología lo antes posible. Paul mencionó el escáner, pero el hospital no disponía de tales aparatos. El doctor Brisson lo tranquilizó lo mejor que pudo: si las placas radiográficas dejaban entrever el menor problema, transferiría a Arthur a un centro más especializado a la mañana siguiente.
Paul preguntó por qué no lo hacía ahora, pero el médico no lo creía oportuno. Desde su ingreso en el Mission San Pedro Hospital, Arthur estaba bajo su responsabilidad. Paul, entonces, pensó dónde podría ocultar el cuerpo del interno después de estrangularlo.
Brisson dio media vuelta y subió a otra planta. Iba a buscar un aparato de radiografías portátil. Cuando desapareció, Paul entró en el box y sacudió a Arthur.
– No te duermas, no debes dejarte llevar, ¿me oyes?
Arthur levantó los párpados; tenía la mirada vidriosa y…
– Paul, ¿recuerdas el día exacto en que terminó nuestra adolescencia?
– No es muy difícil: ¡fue hace dos días! Estás mejor, ahora deberías descansar.
– Cuando volvimos del internado, ya nada estaba en su sitio y dijiste: «Llega un día en que la casa de uno ya no es donde creció». Yo quería volver atrás, pero tú no.
– Conserva las fuerzas, ya tendremos tiempo de hablar de todo eso más tarde.
Paul miró a Arthur, cogió una toalla y abrió el agua del grifo del lavabo. Una vez escurrida, la colocó sobre la frente de su amigo. Arthur pareció aliviado.
– Hoy he hablado con ella. Durante todo este tiempo, algo en mi interior me decía que tal vez estuviera alimentando una ilusión. Que ella era un refugio, una forma de estar tranquilo, porque deseando alcanzar lo inaccesible no se corre ningún riesgo.
– Fui yo quien te dijo eso el fin de semana, cretino; pero ahora olvídate de mis necedades filosóficas, sólo estaba enfadado.
– ¿Y qué es lo que te hacía enfadar?
– Que ya no pudiéramos ser felices al mismo tiempo.
– Para mí, eso es envejecer.
– Está bien envejecer, ¿sabes? Es una gran suerte. Voy a confiarte un secreto: cuando miro a personas ancianas, a menudo las envidio.
– ¿Por su vejez?
– ¡Por haber llegado a ella, por haber vivido hasta entonces!
Paul miró el tensiómetro: la presión sanguínea había vuelto a bajar. Apretó los puños, convencido de que había que actuar. Ese matasanos estaba a punto de acabar con lo más preciado que tenía en el mundo, el amigo que constituía su única familia.
– Incluso si no salgo de ésta, no le digas nada a Lauren.
– Si es para decir estas chorradas, mejor ahórrate las palabras.
Arthur ladeó la cabeza y perdió el conocimiento. Eran las dos menos cuarto y, en el reloj de la cabina de exploración, la aguja proseguía con su tictac burlón. Paul se levantó y forzó a Arthur a abrir los ojos.
– Vas a envejecer mucho tiempo aún, estúpido, yo me ocuparé de ello y cuando estés podrido por el reuma, cuando ya no puedas ni siquiera levantar el bastón para pegarme, te diré que sufres por mi culpa, que una de las peores noches de mi vida podría haberte evitado todo eso. Pero tú empezaste.
– ¿Empecé qué? -murmuró Arthur.
– A dejar de divertirte con las mismas cosas que yo, a ser feliz de una forma que yo no comprendía, a obligarme a envejecer también a mí.
Brisson entró en la cabina de exploración acompañado por la enfermera, que empujaba el carrito con el aparato de radiografías.
– ¡Usted, salga ahora mismo! -le gritó a Paul en un tono iracundo.
Paul lo miró de pies a cabeza, echó un vistazo al aparato que la enfermera Cybile estaba colocando en la cabecera de la cama y se dirigió a ella con voz afectada:
– ¿Cuánto pesará esta cosa?
– Demasiado para mis ríñones, que tiemblan cada vez que he de empujar este aparato del demonio.
Paul se volvió bruscamente, agarró a Brisson por el cuello de la bata y le detalló de forma resuelta las enmiendas al reglamento del Mission San Pedro Hospital, que entrarían en vigencia en el instante en que él lo soltara.
– ¿Ha entendido bien lo que acabo de decir? -añadió, ante la mirada divertida de la enfermera Cybile.
Ya liberado, Brisson exageró un acceso de tos que cesó al primer movimiento de ceja de Paul.
– No veo nada que me preocupe -dijo el interno diez minutos después, consultando las placas de las radiografías a través de la pantalla luminosa.
– Pero, ¿le preocuparía a un médico? -preguntó Paul.
– Todo esto puede esperar a mañana por la mañana -contestó Brisson con un tono agudo-. Su amigo sólo está grogui.
Brisson ordenó a la enfermera que devolviera el aparato a la sala de radiología, pero Paul intervino.
– ¡Puede que un hospital no sea el último refugio de la caballerosidad, pero al menos vamos a intentarlo! -exclamó.
Disimulando mal su rabia, Brisson sucumbió y le arrebató a Cybile el carrito de las manos. En cuanto hubo desaparecido en el ascensor, la enfermera dio unos golpecitos en el cristal de la garita y le hizo una seña a Paul para que se acercara.
– Está en peligro, ¿verdad? -preguntó Paul, cada vez más ansioso.
– Yo sólo soy enfermera; ¿de veras cuenta mi opinión?
– Más que la de ciertos médicos -le aseguró Paul.
– Entonces, escúcheme bien -murmuró Cybile-. Necesito este trabajo, así que si un día demanda a ese bestia, no podré testificar. Son más corporativistas que los polis; los que hablan, en caso de negligencia, pueden pasarse toda la vida buscando un puesto de trabajo. Ya no los contrata ningún hospital. Sólo hay sitio para los que cierran filas cuando hay dificultades. Los ejecutivos olvidan que aquí las dificultades son seres humanos. Dicho esto, lárguense los dos antes de que Brisson mate a su amigo.
– No veo cómo hacerlo, ¿adonde quiere que vayamos?
– Me sentiría tentada de decirle que sólo el resultado cuenta, pero fíese de mi instinto: en su caso, el tiempo también cuenta.
Paul iba de un lado a otro, furioso consigo mismo. Cuando entraron en ese hospital, supo que era un error. Trató de recobrar la calma, pues el miedo le impedía hallar una solución.
– ¿Lauren?
Paul se precipitó a la cabecera de Arthur, que estaba gimiendo. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija en otro mundo.
– Lo siento, sólo soy yo -dijo Paul, cogiéndole la mano.
Arthur habló con voz entrecortada.
– Júrame… por mi alma… que nunca le dirás la verdad.
– En este momento prefiero jurar mejor por la mía -dijo Paul.
– ¡Mientras mantengas tu promesa!
Estas fueron las últimas palabras de Arthur. Ahora, la hemorragia anegaba la parte posterior de su cerebro. Para proteger los centros vitales aún intactos, esa máquina extraordinaria optó por dejar fuera de servicio todas sus terminales periféricas. Los centros de la vista, el habla, el oído y la motricidad habían dejado de ser operativos. Eran las dos y veinte en el reloj de la sala de exploración. Arthur había entrado en coma.