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– ¿Es usted quien me ha llamado?

– Sí, ¿cómo lo sabe?

– No hay nadie más en el vestíbulo. Y usted, ¿cómo ha sabido quién era yo?

Incómodo, Paul clavó la mirada en la punta de sus zapatos.

– Llevo dos horas rogando a todos los dioses de la tierra que alguien venga en mi ayuda, y usted es el primer Mesías que se ha presentado… He visto cómo se quitaba la bata en el aparcamiento.

– ¿Está Brisson por aquí? -quiso saber Lauren.

– No anda muy lejos, está arriba.

– ¿Y su amigo?

Paul señaló la primera cabina detrás de la garita de la enfermera.

– ¡Vamos allá! -dijo Lauren, arrastrándole.

Pero Paul vaciló. En su altercado con Brisson le había prohibido franquear la línea amarilla a la entrada del pasillo, bajo pena de hacer que le expulsara la policía. Se preguntaba si, en caso de infracción, Cybile ejecutaría la sentencia. Lauren suspiró; aquella actitud de pequeño sargento encajaba muy bien con el interno al que había conocido en el cuarto curso de la facultad. Invitó a Paul a no complicar más la situación; iría a su encuentro ella sola y se presentaría como la novia del paciente.

– Me dejarán pasar -lo tranquilizó.

– Al menos será mejor que procure llamarle por su nombre; lo de «paciente» podría despertar sospechas.

Paul temía que Brisson no se tragara sus argucias.

– Hace muchos años que no nos hemos visto, y teniendo en cuenta el tiempo que pasa contemplándose a sí mismo, dudo que reconociera el rostro de su propia madre.

Laureen fue a presentarse a la garita de Cybile. La enfermera de guardia dejó su libro y salió de su jaula de cristal.

La zona que estaba a sus espaldas sólo era accesible para el personal médico. Pero en veinte años de carrera había adquirido un olfato infalible: que la joven a la que estaba acompañando al box fuese o no la novia del paciente, poco importaba. Ante todo, era una médica. Brisson no podría reprocharle nada.

Lauren entró en la habitación donde estaba descansando Arthur. Estudió los movimientos de la caja torácica. La respiración era lenta y regular, y el color de la piel, normal.

Con el pretexto de cogerle la mano a su novio, Lauren le comprobó el pulso. El corazón latía más lento que en el examen anterior. Si lograba sacarlo de aquel atolladero, le practicaría un electrocardiograma de control, de buen grado o a la fuerza.

Se acercó al panel luminoso donde estaban colgadas las radiografías del cráneo. Le preguntó a Cybile si eran «las fotos» del cerebro de su prometido las que estaban expuestas en la pared.

Cybile la miró, dubitativa, y levantó los ojos al cielo.

– Voy a dejarla con su «prometido»; supongo que necesitarán intimidad.

Lauren le dio las gracias de todo corazón.

En el umbral de la puerta, la enfermera se dio la vuelta y miró a Lauren de nuevo.

– Puede estudiar las placas más cerca, doctora; lo único que le aconsejo es que termine su examen antes de que Brisson vuelva. No quiero tener problemas. Dicho esto, espero que sea usted mejor médica que comediante.

Lauren oyó sus pasos alejándose por el pasillo. Se acercó a la pantalla para estudiar las radios atentamente. Brisson era aún más inútil de lo que había imaginado. Un buen interno habría sospechado un derrame hemorrágico en la parte posterior del cerebro. El hombre que yacía en la cama debía ser operado lo antes posible; incluso dudaba que el cerebro no se hubiese afectado por el tiempo perdido. Para confirmar su diagnóstico, había que practicarle un escáner con la mayor urgencia.

Brisson entró en la garita de Cybile con las manos en los bolsillos de la bata.

– ¿Ese aún está ahí? -se sorprendió, señalando a Paul, que estaba sentado en una silla al otro extremo del pasillo.

– Sí, y su amigo aún está en la cabina, doctor.

– ¿Se ha despertado?

– No, aunque respira con normalidad y sus constantes son estables: acabo de comprobarlo.

– ¿Cree que hay riesgo de hematoma intracraneal? -quiso saber Brisson con voz débil.

Cybile rebuscó entre sus papeles para no cruzar su mirada con la del médico; su fe en el género humano se acercaba al límite de lo tolerable.

– No soy más que una enfermera, y usted ya me lo ha recordado lo suficiente desde que trabaja con nosotros, doctor.

Brisson adoptó de inmediato una actitud más segura.

– ¡No sea insolente! ¡Puedo hacer que la trasladen cuando me dé la gana! Ese tipo sólo está inconsciente y se recuperará. Por la mañana le practicaremos un escáner, por precaución. Relléneme una ficha de traslado y búsqueme un escáner libre en una clínica del barrio o en un centro de radiodiagnóstico. Diga que el doctor Brisson en persona desea que el examen se realice a primera hora.

– No dejaré de mencionarlo -rezongó Cybile.

Mientras avanzaba por el pasillo, oyó que la enfermera le gritaba que había autorizado a la compañera del paciente para que lo visitara en la sala de reconocimiento.

– ¿Su mujer está ahí? -preguntó Brisson, dándose la vuelta.

– ¡Su novia!

– ¡No chille de este modo, Cybile, estamos en un hospital!

– Sólo estamos nosotros, doctor -dijo Cybile-. Afortunadamente -murmuró cuando se alejó Brisson.

La enfermera regresó a su garita. Paul se la quedó mirando y ella se encogió de hombros. Oyó que la puerta de la cabina de exploración se cerraba tras los pasos del interno.

Estuvo dudando unos segundos y luego se levantó para franquear con paso resuelto la famosa línea amarilla.

Brisson se presentó a la joven que estaba sentada en el taburete al lado de su prometido.

– Hola, Lauren. Hace mucho tiempo.

– No has cambiado nada -contestó ella.

– Tú tampoco.

– ¿A qué estás jugando con este paciente?

– ¿Y qué puede importarte eso a ti? ¿Andáis escasos de clientes en el Memorial?

– He venido porque este hombre ha sido mi paciente esta tarde; quizá te parezca desconcertante, pero algunos de nosotros estamos en este oficio por amor a la Medicina.

– Querrás decir que os da miedo tener problemas porque quizá hayáis subestimado el estado clínico de un herido antes de permitir que abandonara vuestro servicio.

La voz de Lauren subió un tono y su voz retumbó en el pasillo.

– Te equivocas, pero al parecer no será ese el error de apreciación más grave que hayas cometido esta noche. Estoy aquí porque el compañero de este tipo me ha pedido auxilio, e incluso por teléfono he podido darme cuenta de que habías errado el diagnóstico.

– ¿Acaso tienes algo que pedirme y por eso te muestras tan amable?

– ¡Pedirte no, sino aconsejarte! Voy a llamar al Memorial para que me envíen una ambulancia con la que llevarme a este hombre, que seguramente deberá ser sometido a una punción intracraneal en el plazo más breve. Vas a dejarme intervenir, y en contrapartida, te dejaré modificar el informe de tu examen. Habrás prescrito el traslado tú mismo y tu jefe de servicio te felicitará. Piénsalo: un paciente salvado no puede hacerle ningún daño a tu carrera.

Brisson acusó el golpe, avanzó hacia Lauren y le arrebató de las manos las placas de las radiografías.

– Es lo que habría hecho de haber pensado que su estado de salud justificaba semejante gasto. Pero no es el caso, está bien y se despertará mañana por la mañana con una migraña espantosa. Mientras tanto, te autorizo a salir de mi hospital y a que regreses al tuyo.

– ¡Este sitio es poco más que un dispensario! -replicó Lauren.

Arrancó una radio de manos de Brisson y la colgó de la pantalla luminosa. La imagen estaba tomada de frente. Delimitó la epífisis calcificada. La pequeña glándula debería encontrarse perfectamente a caballo de la línea mediana que delimita los dos hemisferios del cerebro, pero en aquella imagen aparecía desplazada. Esto hacía presumir una compresión anormal en la parte posterior del cerebro.

– ¿No eres capaz de interpretar esta anomalía? -continuó ella, gritando.

– Eso es sólo un defecto de la película: el aparato móvil es de mala calidad -contestó Brisson, con la voz de un niño pequeño al que han sorprendido con la mano dentro del tarro de mermelada.

– La epífisis está desplazada de la línea mediana, y la única explicación posible es la formación de un hematoma parieto-occipital. Tu cabezonería va a matar a este hombre y te juro que me encargaré de que lo lamentes.

Brisson se apaciguó, henchido de orgullo, y avanzó hacia Lauren, obligándola a retroceder hacia la puerta de la cabina.

– Primero, tendrás que justificar tu intrusión en este lugar, y tu presencia en una cabina en la que no tienes autoridad ni legitimidad. Dentro de cinco minutos llamo a los polis para que te echen de aquí, a menos que prefieras ir a algún sitio a tomar un café conmigo. Es una noche muy tranquila, puedo ausentarme un ratito.

Lauren miró al residente de arriba abajo, con los labios temblorosos de cólera. Apoyado en la pared, con el brazo negligentemente posado sobre el hombro de ella, Brisson aproximó su rostro. Ella lo empujó sin miramientos.

– En la facultad, Patrick, ya transpirabas concupiscencia y celos. La persona a la que más has decepcionado en tu vida es a ti mismo, y has decidido hacérselo pagar a los demás. Si continúas así, este hombre se irá en silla de ruedas en el mejor de los casos.

Con un gesto brutal, Brisson la arrojó hacia la puerta.

– Lárgate de aquí antes de que te haga detener. Vete, y dale recuerdos míos a Fernstein; dile que, a pesar de sus severos juicios, me está yendo muy bien. En cuanto a él -dijo, señalando a Arthur- se queda aquí: ¡es mi paciente!

Las venas de Brisson sobresalían de rabia. Lauren había recobrado la calma. Puso una mano compasiva sobre el hombro del interno.

– Dios, cómo compadezco a los que te rodean; te lo suplico, Patrick: ¡si todavía hay en ti una pizca de humanidad, quédate soltero!

Paul entró bruscamente en la estancia, con los ojos ebrios de emoción. Brisson se sobresaltó.

– ¿Acabo de oírles decir que Arhur va a quedarse paralítico?

Miraba a Brisson con un irresistible deseo de estrangularlo, cuando apareció la enfermera Cybile. Se disculpó ante el residente: había hecho todo lo posible por retener a Paul, pero no había tenido la fuerza física necesaria para prohibirle el acceso al pasillo.

– Esta vez han ido los dos demasiado lejos. ¡Cybile, llame a la policía ahora mismo! Voy a poner una denuncia.

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