Paul oyó a lo lejos el aullido de la sirena, miró por el espejo retrovisor y vio el centelleo intermitente de las luces giratorias que se aproximaban. Aceleró, tamborileando inquieto en al volante. Su coche se detuvo por fin delante del edificio dónde vivía Arthur. La puerta del vestíbulo estaba abierta, se precipitó hacia la escalera, subió los peldaños corriendo y llegó al apartamento jadeando.
Su amigo estaba tumbado a los pies del sofá y la señora Morrison le tenía la mano cogida.
– Nos has dado un susto de muerte -le dijo-, pero creo que está mejor. He llamado a una ambulancia.
– Ya viene -dijo Paul, acercándose-. ¿Cómo te encuentras? – Le preguntó, con una voz que disimulaba muy mal su inquietud.
Arthur volvió la cabeza en su dirección y Paul se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien.
– No te veo -murmuró.