– Sí. Muy bonito, ahora vas de sobrado, pero ya me gustaría verte en mi pellejo; no sé muy bien lo que me pasa, tengo frío, tengo calor, tengo las manos húmedas, me duele la barriga y tengo la boca seca.
– ¡Estás enamorado!
– Ya sabía yo que no estaba hecho para esto: me pone enfermo.
– Ya verás que los efectos secundarios son magníficos.
Una interna pasó por delante del cristal de la habitación.
Paul abrió los ojos de par en par.
– ¿Molesto? -preguntó Lauren, entrando en la estancia.
– No -dijo Paul.
Precisamente se disponía a ir a buscar un café a la máquina. Le ofreció uno a Arthur, y Lauren contestó en su lugar que no era muy recomendable. Paul se eclipsó.
– ¿Se ha herido? -se inquietó Arthur.
– Un accidente absurdo -confesó Lauren, descolgando la hoja del historial del pie de la cama.
Arthur miró la tablilla.
– ¿Qué le ha pasado?
– ¡Una indigestión en la fiesta del cangrejo!
– ¿Y uno puede destrozarse el pie con eso?
– No es más que un corte traicionero.
– ¿Es que la pellizcaron con unas tenazas?
– No tiene ni la más remota idea de lo que le estoy contando, ¿no es así?
– No mucha, la verdad, pero si tiene a bien explicarse un poco más…
– Y usted, ¿cómo ha pasado la noche?
– Ha sido bastante movida.
– ¿Salió de su cama? -preguntó Lauren, llena de esperanza.
– Más bien me he hundido en ella; mi cerebro se ha recalentado, por lo que parece, y han tenido que subirme de urgencia al quirófano.
Lauren lo miró atentamente.
– ¿Qué pasa? -preguntó Arthur.
– Nada, una estupidez.
– ¿Hay algún problema con mis resultados?
– No, no se preocupe, no tiene nada que ver con eso -dijo ella con voz suave.
– Entonces, ¿de qué se trata?
Lauren se apoyó en la barandilla de la cama.
– ¿No recuerda nada de…?
– ¿De qué? -la interrumpió Arthur, febril.
– Déjelo, es completamente ridículo, no tiene ningún sentido.
– ¡Dígamelo de todas formas!
Lauren se dirigió a la ventana.
– Yo nunca bebo alcohol, y ya ve, creo que agarré la mayor borrachera de mi vida.
Arthur permaneció en silencio; ella se dio la vuelta y las palabras surgieron de su boca sin que pudiese siquiera retenerlas.
– No es muy sencillo de…
Una mujer entró en la estancia oculta detrás de un inmenso ramo de flores. Lo dejó encima de la mesa con ruedas y avanzó hasta la cama.
– ¡Dios mío, cuánto miedo he pasado! -exclamó CarolAnn, al tiempo que abrazaba a Arthur.
Lauren observó la sortija cargada de diamantes que adornaba el dedo anular de la mano izquierda de la mujer.
– Era una tontería -murmuró Lauren-, sólo quería saber cómo estaba, lo dejo con su prometida.
Carol-Ann abrazó a Arthur más fuerte todavía y le acarició las mejillas.
– ¿Sabías que en algunos países, perteneces para siempre a la persona que te ha salvado la vida?
– Carol-Ann, me estás ahogando.
La joven, algo confusa, aflojó su lazo, se enderezó y se atusó la falda. Arthur buscó la mirada de Lauren, pero ya no estaba allí.
Paul, que venía por el pasillo, vio a Lauren a lo lejos avanzando hacia él. Al cruzarse con ella, le dedicó una sonrisa cómplice que ella no le devolvió. Él se encogió de hombros, prosiguió su camino hacia la habitación de Arthur y no dio crédito a sus ojos cuando descubrió a Carol-Ann sentada en la silla que había junto a la ventana.
– Buenos días, Paul -dijo Carol-Ann.
– ¡Dios mío! -gritó éste, dejando caer el café.
Se agachó para recoger el vaso de plástico.
– Las catástrofes nunca llegan solas -dijo, mientras se enderezaba.
– ¿Debo tomármelo como un cumplido? -preguntó Carol-Ann en un tono tirante.
– Si estuviera bien educado te diría que sí, pero ya me conoces: ¡soy de naturaleza grosera!
Carol-Ann se levantó de la silla, ofendida, y miró fijamente a Arthur.
– ¿Y tú no dices nada?
– Carol-Ann, realmente me pregunto si no me traerás mala suerte.
Ella recuperó el ramo de flores y abandonó la habitación dando un portazo.
– Y ahora, ¿qué piensas hacer? -continuó Paul.
– ¡Salir de aquí lo antes posible!
Paul dio una vuelta a la habitación.
– ¿Qué te pasa?
– No me lo perdono.
– ¿Qué?
– Haber tardado tanto en comprender…
Y Paul empezó a recorrer la habitación de Arthur de un lado a otro.
– Comprenderás, para mi disculpa, que nunca os había visto juntos, en fin, quiero decir conscientes a los dos al mismo tiempo. No deja de ser algo bastante complicado para vosotros.
Pero al verles a los dos a través del cristal, Paul lo había comprendido: tal vez ni siquiera ellos mismos lo sabían, pero era evidente que Lauren y Arthur formaban una pareja única.
– Así que no sé lo que debes hacer, pero no pases de largo, Arthur.
– ¿Y qué quieres que le diga? ¿Que nos quisimos el uno al otro hasta el punto de planear juntos todos los proyectos del mundo, pero que ella ya no se acuerda?
– Dile mejor que para protegerla te marchaste a construir un museo al otro lado del océano y que no podías dejar de pensar en ella; dile que al volver de ese viaje seguías tan loco por ella como antes.
Arthur tenía un nudo en la garganta y no podía responder a las palabras de su amigo. Entonces, la voz de Paul se elevó un poco más en aquella habitación de hospital.
– Has soñado de tal forma con esa mujer, que me has convencido de entrar en tu sueño. Un día me dijiste: «Mientras uno hace cálculos y analiza los pros y los contras, la vida pasa sin que pase nada». Así que piensa deprisa. Fue gracias a ti que le di mis llaves a Onega. Sigue sin telefonearme y, sin embargo, no me he sentido tan ligero en toda mi vida. Ahora deja que te devuelva el favor, amigo. No renuncies a Lauren antes de haber tenido tiempo siquiera de amarla en la vida real.
– Estoy en un callejón sin salida, Paul. Jamás podría vivir a su lado en la mentira, pero tampoco puedo explicarle todo lo que ocurrió realmente… ¡y la lista es larga! Curiosamente, a menudo nos enfadamos con la persona que nos cuenta una verdad difícil de escuchar, o imposible de creer.
Paul se acercó a la cama.
– Lo que te asusta es decirle la verdad respecto a su madre, amigo mío. Acuérdate de lo que nos decía Lili: es mejor luchar por hacer realidad un sueño que un proyecto.
Paul se levantó y avanzó hacia la puerta, apoyó una rodilla en el suelo y, con una picara sonrisa en los labios, declamó: – ¡Si el amor vive de esperanza, también perece con ella! ¡Buenas noches, Don Rodrigo!
Y salió de la habitación de Arthur.
Paul estaba buscando las llaves del coche en el fondo del bolsillo y sólo encontró su teléfono móvil. Un pequeño sobrecito parpadeaba en la pantalla. El mensaje de Onega decía: «¡Hasta ahora, date prisa!» Paul miró el cielo y lanzó un grito de alegría.
– ¿Por qué está tan contento? -preguntó Lauren, que estaba esperando un taxi.
– ¡Porque he prestado mi coche! -contestó Paul.
– ¿Qué cereales se ha tomado esta mañana para desayunar? -dijo ella, imitándole en la sonrisa.
Un vehículo de la Yellow Cab Company se paró delante de ellos. Lauren abrió la puerta y le hizo una seña a Paul para que subiera.
– ¡Le llevo!
Paul se instaló a su lado.
– ¡Green Street! -le dijo al chofer.
– ¿Vive en esa calle? -preguntó Lauren.
– ¡Yo no, pero usted sí!
Lauren lo miró, desconcertada. Paul tenía una expresión pensativa y susurraba con voz apenas audible: «¡Me va a matar; si hago esto, me va a matar!»
– ¿Si hace qué? -replicó Lauren.
– Abróchese primero el cinturón -le aconsejó Paul.
Ella lo miró fijamente, cada vez más intrigada. Paul vaciló unos segundos, luego respiró hondo y se acercó a ella.
– Ante todo, una aclaración: la loca furiosa de la habitación de Arthur con ese ramo de flores inmundas era una de sus ex, una ex que data de la prehistoria, en resumen, un error.
– ¿Qué más?
– No puedo. Realmente me va a asesinar si continúo.
– ¿Hasta tal punto es peligroso su compañero? -se inquietó el conductor del taxi.
– Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Si Arthur no pisa ni a una mosca! -replicó Paul, con tono irritado.
– ¿De veras que hace eso? -preguntó Lauren.
– ¡Está convencido de que su madre se reencarnó en mosca!
– ¡Ah! -dijo Lauren, mirando a lo lejos.
– Es absolutamente estúpido que le haya dicho eso, le va a parecer de lo más extraño, ¿no es así? -prosiguió Paul con voz incómoda.
– Ahora que lo dice -interrumpió el chofer del taxi-, la semana pasada llevé a mis hijos al zoo y el niño me dijo que uno de los hipopótamos era clavadito a su abuela. ¡Tal vez vuelva para verlo bien!
Paul lo fustigó con una mirada a través del retrovisor.
– En fin, qué más da, yo me lanzo -dijo, cogiéndole la mano a Lauren-. En la ambulancia que nos llevaba al San Pedro, usted me preguntó si alguien cercano a mí había estado en coma, ¿lo recuerda?
– Sí, perfectamente.
– ¡Pues bien, en este preciso instante, esa persona está sentada a mi lado! Ya es hora de que le explique dos o tres cosillas.
El coche abandonó el San Francisco Memorial Hospital y subió hacia Pacific Heights. En ocasiones, el destino necesita que le den un empujoncito; aquel día, era una cuestión de amistad tenderle la mano.
Paul le contó cómo, una noche de verano, se había disfrazado de enfermero y Arthur de médico para llevarse a bordo de una vieja ambulancia el cuerpo de una joven que estaba en coma, y a la que querían desenchufar de los aparatos que la mantenían con vida.
Las calles de la ciudad desfilaban al otro lado del cristal.
De vez en cuando, el chofer lanzaba una mirada perpleja a través del retrovisor. Lauren escuchó el relato, sin interrumpir en ningún momento. En realidad, Paul no había traicionado el secreto de su amigo. Si bien Lauren conocía desde ahora la identidad del hombre que la estaba velando cuando despertó, lo continuaba ignorando todo respecto a lo que había vivido con él mientras ella estaba en coma.
– ¡Deténgase! -suplicó Lauren con voz temblorosa.
– ¿Ahora? -preguntó el chofer.
– No me encuentro bien.
El vehículo dio un volantazo antes de aparcar en el arcén con un estridente chirrido de neumáticos. Lauren abrió la puerta y fue cojeando hacia una parcela de césped que bordeaba la acera.