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Betty no estaba. Lauren se deslizó al pasillo y renqueó hacia el vestuario. Abrió una taquilla y se llevó la primera bata que encontró, antes de volver a salir tan discretamente como había entrado. Abrió una puerta de servicio, atravesó un largo corredor donde multitud de conductos desfilaban por encima de su cabeza y apareció en el servicio de pediatría, en otra ala del edificio. Cogió los ascensores de la parte oeste hasta la tercera planta, tomó un pasadizo, sólo para el personal médico en sentido inverso y, por fin, salió al servicio de neurología. Se detuvo ante la puerta de la habitación número 307.

Paul se puso de pie de un salto con el rostro aturdido por la inquietud. Pero la sonrisa de Betty, que se dirigía hacia él, era apaciguadora.

– Lo peor ya ha pasado -dijo.

La intervención se había desarrollado bien y Arthur ya descansaba en su habitación. Ni siquiera tuvo que quedarse en reanimación. El incidente de esa noche no era más que una pequeña complicación postoperatoria sin consecuencias.

Podría hacerle una visita al día siguiente. Paul habría querido quedarse toda la noche a su lado, pero Betty lo tranquilizó de nuevo: no había ningún motivo para preocuparse. Ella tenía su número y lo llamaría si sucedía cualquier cosa.

– Pero ¿me promete que no le ocurrirá nada grave? -presunto Paul con voy, febril.

– Venga -dijo Onega, cogiéndolo del brazo-, vamonos a casa.

– Todo está bajo control -afirmó Betty-, vaya a descansar, está usted blanco como el papel. Una noche de sueño le sentará de maravilla. Yo me ocuparé de él.

Paul cogió la mano de la enfermera y la sacudió enérgicamente, deshaciéndose en agradecimientos y disculpas, mientras Onega casi tenía que empujarle a la fuerza hasta la salida.

– ¡Si lo llego a saber me quedo con el papel de mejor amigo! ¡Eres mucho más expresivo en este terreno! -dijo ella, mientras atravesaban el aparcamiento.

– Nunca he tenido ocasión de cuidarte estando enferma -contestó él con una espantosa mala fe al tiempo que le abría la puerta.

Paul se instaló detrás del volante y miró con perplejidad el coche que estaba aparcado al lado del suyo.

– ¿No arrancas? -preguntó Onega.

– Mira a ese tipo de la derecha: no tiene muy buen aspecto.

– ¡Estamos en el aparcamiento del hospital y tú no eres médico! Tu tonelito de San Bernardo ya está vacío por hoy, vámonos.

El Saab abandonó su plaza y dobló la esquina de la calle.

Lauren empujó la puerta y entró en la estancia. La habitación silenciosa estaba sumida en la penumbra. Arthur entreabrió los ojos, pareció sonreírle y se volvió a dormir al instante. Ella avanzó hasta el pie de la cama y lo miró, atenta. Algunas palabras de Santiago surgieron de su recuerdo: al abandonar la habitación de su hija, el hombre de pelo cano se había dado la vuelta una última vez para decir en español: «Si la vida fuese como un largo sueño, los sentimientos serían su orilla». Lauren avanzó en la penumbra, se inclinó sobre el oído de Arthur y murmuró: -Hoy he tenido un ensueño muy extraño. Y desde que me he despertado, sueño con volver a él, sin saber por qué ni cómo hacerlo. Me gustaría volver a verte, allá donde duermes.

Depositó un beso en su frente y la puerta de la habitación se cerró lentamente tras sus pasos.


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