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El Saab de Paul descendía por California Street a toda velocidad. Desde que salieron del restaurante, no había pronunciado ni una palabra. Onega apoyó la mano en su pierna y le acarició suavemente el muslo.

– No te preocupes, no puede ser tan grave.

Paul no contestó, giró en Market Street y subió hacia la calle Veinte. Estaban cenando en lo alto de la torre del Bank of America cuando sonó el móvil de Paul. Una enfermera le advirtió que el estado de salud de Arthur Ashby había empeorado; el paciente no se encontraba en condiciones de soportar la intervención a la que debían someterlo. Como Paul figuraba en su ficha de admisión, debía presentarse allí lo antes posible y firmar la autorización para la intervención quirúrgica. Dio su conformidad por teléfono y, después de abandonar precipitadamente el restaurante, corrió a través de la noche en compañía de Onega.

El Triumph aparcó bajo la marquesina de Urgencias. Un agente de seguridad se acercó a la puerta para indicar a la conductora que no podía estacionar en aquel sitio. Lauren apenas tuvo tiempo de responder que era interna del hospital y estaba herida. El agente pidió ayuda a través del walkie-talkie: Lauren acababa de desmayarse.

Granelli se inclinó sobre el monitor de control y Fernstein detectó de inmediato la inquietud que endurecía los rasgos del anestesista.

– ¿Algún problema? -interrogó el cirujano.

– Una ligera arritmia ventricular. Cuanto antes terminemos, mejor, desearía despertarle lo más pronto posible.

– Hago todo lo que puedo, estimado colega.

Detrás del cristal, Betty, que había conseguido que la sustituyeran unos minutos, no se perdía un detalle de lo que estaba ocurriendo en el quirófano. Consultó el reloj: Lauren no tardaría en llegar.

Paul entró en el vestíbulo de Urgencias y se presentó en recepción. La auxiliar le pidió que aguardara en la sala de espera. La enfermera jefe estaba en otra planta y no tardaría en volver. Onega le rodeó la cintura con un brazo y se lo llevó a una silla. Lo dejó solo unos instantes e insertó una moneda en la rendija de la máquina de bebidas calientes. Eligió un café corto sin azúcar y fue al lado de Paul con el vaso en la mano.

– Toma -le dijo con su hermosa voz grave-, no has tenido tiempo de tomártelo en el restaurante.

– Lamento lo de nuestra velada -dijo Paul con tristeza, levantando la cabeza.

– No tienes por qué lamentarlo, y además, ese pescado no estaba muy bueno.

– ¿De veras? -preguntó Paul, con aspecto preocupado.

– No. Pero al menos pasaremos la noche juntos. Bebe, que se te va a enfriar.

– ¡Ha tenido que pasar el único día en que no he podido venir a verlo!

Onega acarició con infinita ternura la cabellera revuelta de Paul, mientras él la miraba con el aire de niño abandonado en medio de un universo de adultos.

– No puedo perderlo, sólo le tengo a él.

Onega encajó el golpe sin decir nada; se sentó al lado de Paul y lo estrechó entre sus brazos.

– En nuestra tierra tenemos una canción que dice que mientras pensemos en una persona, esa persona no muere nunca. Así que piensa en él, no en tu dolor.

El doctor Stern entró en la cabina número 2, avanzó hasta la camilla y cogió la ficha de admisión del paciente.

– Su cara me suena -dijo.

– Trabajo aquí -contestó Lauren.

– Sí, pero yo acabo de llegar: el viernes pasado todavía era residente en Boston.

– Entonces no nos hemos visto nunca, yo llevo ocho días de baja forzada y jamás he puesto los pies en Boston.

– Hablando de pies, el suyo está en pésimo estado, ¿cómo se ha hecho esta herida?

– De la forma más tonta.

– ¿Lo que significa…?

– Pisando un vaso de cristal… ¡descalza!

– ¿Y el contenido de ese vaso se halla dentro de su estómago?

– Más o menos.

– Sus análisis hablan por sí mismos: tiene un poco de alcohol en la sangre.

– Tampoco hay que exagerar -dijo Lauren, intentando enderezarse-, sólo he bebido unos sorbos de burdeos.

La cabeza le dio vueltas, sintió que le venían náuseas y el interno tuvo el tiempo justo de ponerle una palangana delante. Le tendió un pañuelo de papel y sonrió.

– Deje que lo ponga en duda, estimada colega. Según los resultados del laboratorio que tengo aquí delante, yo diría que también ha ingerido la mitad de los cangrejos de la bahía y una botella de cabernet sauvignon usted sólita. Muy mala idea, la de mezclar esos dos colores en una misma noche. ¡El rojo y el blanco no hacen buenas migas!

– ¿Qué está diciendo…? -contestó Lauren.

– Yo, nada; su estómago, en cambio…

Lauren se tumbó y se sostuvo la cabeza con las manos, sin comprender nada de lo que le pasaba.

– Tengo que salir de aquí lo antes posible.

– Haré lo que pueda -replicó Stern, pero primero tengo que coserla y ponerle una vacuna antitetánica ¿Prefiere anestesia local o…?

Lauren le interrumpió para emplazarlo a cerrar esa herida rápidamente. El joven residente se procuró un kit de sutura y tomó asiento a su lado, en un taburete. Estaba cerrando el tercer punto cuando Betty entró en la cabina.

– ¿Pero qué te ha pasado? -preguntó la enfermera jefe.

– ¡Creo que una buena turca! -contestó el doctor Stern en su lugar.

– Qué herida más fea -comentó Betty, mirando el pie que estaba curando Stern.

– ¿Cómo está? -le preguntó Lauren, ignorando al interno.

– Acabo de bajar del quirófano. Aún no está todo ganado pero creo que saldrá adelante.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Transpiración encefálica postoperatoria, le retiraron el drenaje demasiado pronto.

– Betty, ¿puedo hacerte una pregunta?

– ¿Acaso tengo alternativa?

Lauren le agarró la muñeca al doctor Stern y le pidió que las dejara a solas un momento. El residente pretendía terminar primero su trabajo. Betty le quitó la aguja de los dedos, ella misma concluiría la sutura. En el vestíbulo de Urgencias había una multitud de pacientes que le necesitaban más que Lauren.

Stern miró a Betty. Abandonó el taburete. Después de todo, ella sólo tendría que encargarse del vendaje y de la vacuna del tétanos. Las enfermeras jefe de los servicios hospitalarios tenían cierta autoridad sobre los jóvenes residentes.

Betty se sentó junto a Lauren.

– Te escucho -le dijo.

– Sé que te parecerá raro lo que te voy a preguntar, pero ¿es posible que el paciente de la 307 haya esquivado tu atención durante el día de hoy? Te juro que esto quedará entre nosotras.

– ¡Sé más concreta! -replicó Betty, con un tono casi indignado.

– No lo sé, tal vez podría haber metido una almohada en su cama para hacerte creer que seguía allí y desaparecer algunas horas sin que tú te dieras cuenta. Parece muy capaz de algo así.

Betty echó una mirada a la palangana que había junto a la pila y levantó los ojos al cielo.

– ¡Lo siento mucho por ti, querida!

Stern reapareció en la cabina.

– ¿Está segura de que no nos hemos visto en alguna parte? Yo hice unas prácticas aquí hace cinco años y…

– ¡Fuera! -ordenó Betty.

El profesor Fernstein consultó su reloj.

– ¡Cincuenta y cuatro minutos! Ya puede despertarlo -dijo Frenstein mientras se alejaba de la mesa.

El profesor saludó al anestesista y salió del quirófano de mal humor.

– ¿Qué pasa? -preguntó Granelli.

– Está cansado -contestó Norma con voz triste.

La enfermera se encargó del vendaje mientras Granelli devolvía a Arthur a la vida.

Las puertas de la cabina del ascensor se abrieron en la planta de Urgencias. Fernstein atravesó el pasillo con paso rápido. Entonces oyó una voz que le llamó la atención. Receloso, asomó la cabeza por la cortina de la cabina y descubrió a Lauren sentada en la camilla, conversando con Betty.

– ¿Es que no lo ha entendido? ¡Tiene prohibido el acceso a este hospital! ¡Todavía no se ha reincorporado a sus funciones!

– Me he reintegrado yo misma como paciente.

Fernstein la miró, dubitativo. Lauren alzó orgullosamente la pierna en el aire, y Betty le confirmó al profesor que acababa de aplicarle siete puntos de sutura en el talón.

Fernstein refunfuñó.

– Realmente, es usted capaz de hacer cualquier cosa por el solo placer de llevarme la contraria.

Lauren sintió deseos de replicar, pero Betty, que le daba la espalda al profesor, le hizo un gesto con los ojos para que callara. Fernstein ya había desaparecido y sus pasos sonaban en el pasillo. Atravesó el vestíbulo y avisó con tono autoritario a la recepcionista de que se iba a casa; no quería que lo molestasen, ni aunque el gobernador de California se partiera el cráneo durante su sesión de gimnasia.

– ¿Qué le he hecho yo? -se preguntó Lauren, afectada.

– ¡Te echa de menos! Desde que te suspendió, se las tiene con todo el mundo. Aquí todos le molestan, excepto tú.

– Vaya, pues preferiría que no me echase tanto de menos, ¿has oído cómo me ha hablado?

Betty recogió las vendas sobrantes y las guardó en los cajones del armario.

– ¡Pues tú, querida, tampoco puede decirse que andes corta de vocabulario! El vendaje ya está listo, puedes ir a corretear por donde te plazca, excepto en las plantas superiores de este hospital.

– ¿Crees que lo habrán bajado a su habitación?

– ¿A quién? -inquirió Betty con voz hipócrita mientras volvía a cerrar la puerta del botiquín.

– ¡Betty!

– Iré a comprobarlo, si tú me juras que te irás de aquí en cuanto tenga la información.

Lauren lo prometió haciendo un gesto con la cabeza y Betty salió de la cabina de exploración.

Fernstein atravesó el aparcamiento. El dolor lo embargó de nuevo cuando estaba a unos metros de su coche. Era la primera vez que se había manifestado en el transcurso de una operación. Sabía que Norma había adivinado en sus rasgos la punzada que le mordía la parte baja del vientre. Los seis minutos que había ganado a la intervención sólo fueron para su paciente. Gruesas gotas perlaban su frente y la vista se le nublaba un poco más a cada paso. Un sabor metálico le invadió el paladar. Doblado, se llevó la mano a la boca, tuvo un acceso de tos y la sangre se filtró entre sus dedos. Sólo unos metros más, rezaba Fernstein para que el vigilante no lo viera. Se apoyó en la puerta y buscó el mando a distancia en el bolsillo. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, se sentó detrás del volante y esperó a que pasara la crisis. El paisaje desapareció detrás de un velo opaco.

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