– ¡Tengo que irme!
Los rasgos de Arthur habían cambiado y Lauren adivinó en su rostro las huellas de un dolor repentino.
– ¿Algo va mal?
La alarma de la tienda sonaba cada vez más fuerte, zumbaba en el interior de sus oídos.
– No puedo explicártelo, pero es necesario que me vaya.
– ¡No sé adonde vas, pero te acompaño! -dijo ella mientras se levantaba.
Arthur la cogió entre sus brazos, con los ojos fijos en ella fue incapaz de dilatar el abrazo.
– Escúchame, cada segundo cuenta. Todo lo que te he dicho es cierto. Si puedes, querría que me recordaras. Yo no te voy a olvidar. Otro instante contigo, aunque fuese muy breve, valdría la pena.
Arthur se alejó.
– ¿Por qué dices otro instante? -gritó Lauren, aterrorizada.
– Ahora el mar está lleno de maravillosos cangrejos.
– ¿Por qué dices otro instante, Arthur? -aulló Lauren.
– Cada minuto contigo fue como un momento robado. Nada me lo podrá quitar. Haz girar el mundo, Lauren, tu mundo.
Dio unos pasos más y echó a correr. Lauren gritó su nombre y Arthur se dio la vuelta.
– ¿Por qué has dicho otro instante contigo?
– ¡Sabía que existías! Te amo, pero es algo que no te concierne.
Y Arthur desapareció entre las sombras a la vuelta de una callejuela.
La persiana metálica finalizó lentamente su trayecto hasta el tope de la acera. El comerciante dio vuelta a la llave en el pequeño cajón pegado a la pared y la sirena infernal se calló. En el interior de la tienda, la central de la alarma continuaba emitiendo un bip a intervalos regulares.
Un monitor difundía un halo de luz verde en la penumbra de la habitación. El electroencefalógrafo emitía una serie de pitidos estridentes a intervalos regulares. Betty entró en la estancia, encendió la luz y se precipitó hacia la cama. Consultó el papel que salía de la pequeña impresora y descolgó el teléfono de inmediato.
– Reanimación en la 307, localícenme a Fernstein, esté donde esté, y díganle que venga lo antes posible. Avisen a la cabina de neuro y que suba un anestesista.
La niebla se extendía por los barrios bajos de la ciudad.
Lauren abandonó el banco y atravesó la calle, donde todo parecía en blanco y negro. Cuando entró en Green Street, la noche se estaba cargando de nubes. La lluvia fina fue reemplazada por una tormenta de verano. Lauren levantó la cabeza y miró el cielo. Se sentó en el murete de un cercado y permaneció allí largo rato, bajo el chaparrón, contemplando la casa victoriana que se erigía en lo alto de Pacific Heights.
Cuando cesó el aguacero, penetró en el vestíbulo, subió los peldaños de la escalera y entró en su apartamento.
Tenía el pelo empapado, dejó toda la ropa en el salón, se frotó la cabeza con un trapo que cogió de un colgador de la cocina y se arropó con una manta que le quitó al respaldo de un sillón.
En la cocina, abrió un armario y descorchó una botella de burdeos. Se sirvió un gran vaso, avanzó hasta la alcoba y contempló las torretas de Ghirardelli Square, allá abajo. A lo lejos, retumbó en la bahía la sirena antiniebla de un gran carguero que zarpaba hacia China. Lauren lanzó una mirada de soslayo al sofá que le abría los brazos. Lo ignoró y avanzó con paso decidido hacia la pequeña biblioteca. Cogió un libro, lo dejó caer a sus pies, comenzó con otro y, dominada por una cólera fría, dejó caer todos los manuales al suelo.
Cuando las estanterías estuvieron vacías, empujó la biblioteca y liberó la ventanita que se escondía detrás. Luego la emprendió con el sofá y, echando mano de toda su fuerza, lo hizo girar noventa grados. Titubeante, recuperó el vaso que había dejado en la repisa de la alcoba y se dejó caer en cima de los cojines. Arthur tenía razón: desde allí, la vista de los tejados de las casas era espléndida. Se bebió el vino casi de un trago.
En la calle todavía húmeda, una anciana que paseaba a su perro levantó la vista hacia una casita donde una sola ventana dispensaba aún un rayo de luz en la noche gris. La mano de Lauren, entorpecida por el sueño, se abrió lentamente y el vaso vacío rodó a los pies del sofá.
– Me lo llevo a la cabina -le gritó Betty al interno de anestesia.
– Déjeme que le suba primero la saturación.
– No tenemos tiempo.
– Diablos, Betty, yo soy el interno aquí.
– Doctor Stern, yo era enfermera cuando usted aún llevaba pañales. ¿Y si le subimos la saturación sanguínea al mismo tiempo que lo llevamos arriba?
Betty empujó la camilla hacia el pasillo y el doctor Philipp Stern la siguió arrastrando el carro de reanimación.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Todo era normal.
– ¡Si todo fuese normal estaría en su casa y consciente! Esta mañana estaba soñoliento y he preferido someterlo a observación encefálica, que es el trabajo de la enfermera, pero saber lo que ha pasado es tarea del médico.
Las ruedas de la camilla giraban a toda velocidad; las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse cuando Betty gritó.
– ¡Esperen, es una urgencia!
Un interno retuvo los batientes metálicos, Betty se metió en la cabina y el doctor Stern hizo girar el carro de reanimación para hacerse un hueco.
– ¿Qué clase de urgencia? -interrogó el médico, curioso.
Betty lo miró de arriba abajo y contestó: -De esa clase que uno necesita una cama -y pulsó el botón de la quinta planta.
Mientras la cabina se elevaba, quiso coger el teléfono móvil que llevaba en el fondo del bolsillo de la bata, pero entonces se abrieron las puertas en la planta del Servicio de Neurología. Empujó con todas sus fuerzas la camilla hacia la cabina situada en el otro extremo del pasillo. Granelli la esperaba en la entrada de la sala de preoperatorio. Se inclinó sobre el paciente.
– Nos conocemos, ¿verdad?
Y como Arthur no contestara, Granelli miró a Betty.
– Lo conozco, ¿no?
– Reducción de un hematoma subdural fulgurante el lunes pasado.
– Ah, en ese caso tenemos un problemilla. ¿Está avisado Fernstein?
– ¡Ya vuelve a estar aquí! – dijo el cirujano, entrando a su vez-. Supongo que no vamos a tener que operarle todas las semanas.
– ¡Opérele de una vez por todas! -gruñó Betty, abandonando el lugar.
Corrió al pasillo y bajó a toda prisa a la planta de Urgencias.
El timbre del teléfono arrancó a Lauren del sueño. Buscó el auricular a tientas.
– ¡Por fin! – dijo la voz de Betty-. Es la tercera vez que llamo, ¿dónde estabas?
– ¿Qué hora es?
– Fernstein me va a matar si se entera de que te he avisado.
Lauren se incorporó en el sofá y Betty le explicó que había tenido que subir a cirugía al paciente de la 307, al que ella había operado recientemente. El corazón de Lauren empezó a latir a mil por hora.
– ¿Pero por qué le habéis dejado salir tan pronto? -preguntó, encolerizada.
– ¿De qué estás hablando? -interrogó Betty.
– ¡No tendríais que haberle autorizado a salir del hospital esta mañana, y sabes muy bien de qué estoy hablando, tú le has dado mi dirección!
– ¿Has bebido?
– Un poquito de nada, ¿por qué?
– ¿Qué me estás contando? No he dejado de ocuparme de tu paciente, ni siquiera se ha levantado de la cama. ¡Además, yo no le he dicho nada en absoluto!
– ¡Pero si he almorzado con él!
Hubo un momento de silencio y Betty carraspeó.
– ¡Lo sabía, no tendría que haberte avisado!
– Por supuesto que sí, ¿por qué dices eso?
– Porque, conociéndote como te conozco, te presentarás aquí en media hora y borracha perdida no vas a servir de nada.
Lauren miró la botella que había dejado sobre la encimera de la cocina; sólo faltaba el contenido de un vaso grande de vino, nada más.
– Betty el paciente del que me estás hablando, ¿es…?
– ¡Sí! ¡Y si me dices que has desayunado con él cuando se encuentra bajo observación desde esta mañana, te hospitalizo en cuanto llegues aquí, y no en su habitación!
Betty colgó. Lauren miró alrededor. El sofá no estaba en el mismo sitio y cuando vio los libros amontonados al pie de la biblioteca, creyó que alguien había entrado a robar en su apartamento. Se negó a abandonarse a la absurda sensación que la invadía. Había una explicación racional para lo que estaba viviendo, sólo había que encontrarla. Siempre había una. Al levantarse, pisó el vaso vacío y se hizo un profundo corte en el talón. Su sangre roja manchó la alfombra de coco.
– Sólo me faltaba esto.
Fue brincando sobre una sola pierna hasta el cuarto de baño, pero no salía agua del grifo. Metió el pie en la bañera, tendió el brazo hacia el botiquín, cogió el frasco de alcohol y lo vació sobre la herida. Sintió un dolor enorme, respiró hondo para ahuyentar el vértigo y retiró uno por uno los pedazos de vidrio que tenía incrustados en la carne. Curar a otros era una cosa, pero intervenir en el propio cuerpo era otra. Transcurrieron diez minutos sin que lograse contener la hemorragia. Miró el corte de nuevo; una simple compresión no bastaría para volver a cerrar los bordes: habría que suturar. Se levantó y desplazó todos los frascos de una estantería en busca de un paquete de gasas esterilizadas, pero no había. Se enrolló el tobillo con una toalla de baño, hizo un nudo que apretó lo mejor que pudo y salió a la pata coja en dirección al ropero.
– ¡Duerme como un angelito! -dijo Granelli.
Fernstein consultó las imágenes de la resonancia magnética.
– Temía que se tratase de esa pequeña anomalía que no operé, pero no es el caso; el cerebro ha supurado, le retiramos el drenaje demasiado pronto. Es una pequeña superpresión intracraneal, le aplico una nueva vía de extracción y todo debería volver a su sitio. Póngale una hora de anestesia.
– Con mucho gusto, estimado colega -replicó Granelli, de un humor excelente.
– Esperaba darle el alta el lunes, pero tendremos que prolongar su estancia al menos una semana y eso no me acaba de gustar -protestó Fernstein, practicando una incisión.
– ¿Y por qué? -preguntó Granelli, mientras comprobaba las constantes vitales en los monitores.
– Tengo mis motivos -dijo el viejo profesor.
Ponerse los vaqueros no fue una tarea sencilla. Con un jersey, un pie calzado y el otro desnudo, Lauren cerró la puerta del apartamento. De pronto, la escalera le pareció de lo más hostil. En el segundo piso, el dolor se hizo demasiado vivo como para mantenerse erguida. Se sentó en los escalones y se dejó caer como por la pendiente de una jornada caótica. Cojeó hasta el coche y accionó el mando a distancia del garaje. Bajo un cielo tormentoso, el viejo Triumph circuló en dirección al San Francisco Memorial Hospital. Cada vez que necesitaba cambiar de marcha, el dolor era tan punzante que casi le hacía perder la conciencia. Bajó la ventanilla en busca de un poco de aire fresco.