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no vuelvas nunca. Te pueden dañar el cerebro irreparablemente. Mira cómo han dejado al país. ¿Qué te gusta estudiar? -}No hables}, pienso, me acuerdo de una expresión que usan mi padre y mi abuelo: el médico es un hombre de ideas. Uno de esos que se van de la lengua y por razones que yo no llego a entender y que se parecen a la fatalidad de la desgracia acaban en la cárcel o en algún sitio peor, en las tapias del cementerio, que está a las afueras de Mágina, un poco más allá de mi colegio. En la pared blanca he visto desconchones y agujeros que según mi padre eran impactos de balas.

Si se raspara la cal podrían encontrarse las salpicaduras secas de la sangre.

– Me gustan mucho la Historia y las Ciencias Naturales.

– ¿La Astronomía? -Sí, señor.

– Habrás visto hoy a mediodía el despegue del Apolo Xi. ¿Sabes quién es Wernher von Braun? -Sí, señor. El ingeniero del cohete Saturno.

– Gran invento. ¿Y sabes qué inventó antes? Ya parece que se le ha olvidado a todo el mundo. Las V-1 y las V-2. Las bombas propulsadas por cohetes que los nazis mandaban contra Londres al final de la guerra. Millares y millares de muertos. Quemados, deshechos por las explosiones, aplastados por los edificios que se hundían. El arma secreta de Hitler, producto del talento del ingeniero Von Braun. Un nazi. Un coronel de las SS. Un criminal de guerra. Fabricaban las V-1 y las V-2 en cuevas excavadas bajo las montañas. Excavadas por trabajadores esclavos que morían a millares, de hambre y de agotamiento, azotados con los látigos de los amigos y colegas del coronel Von Braun. Y en vez de estar en la cárcel, o de haber sido ahorcado, como se merecía, ahora es un héroe del mundo libre. Un pionero del espacio. Así que no te lo creas cuando te digan que los nazis perdieron la guerra. Uno de ellos está a punto de conquistar la Luna…

El médico apura la limonada, se limpia la boca con un pañuelo blanco que luego dobla y vuelve a poner en el bolsillo superior de la chaqueta clara. Abre su maletín, quizás para comprobar que no olvida nada, y vuelve a cerrarlo con un golpe enérgico.

– Pobre hombre -dice, señalando vagamente hacia el interior de la casa-.

Se resiste tanto a morir que se le hace más dolorosa la agonía. Ha sido muy fuerte y el cáncer tarda mucho en acabar con él.

– ¿Cuánto le quedará de vida? -No es vida lo que le queda -el médico se encoge de hombros, ya de pie, el maletín de cuero negro y usado bajo el brazo-. Es pura resistencia orgánica. ¿Cuántos años tienes? -Trece. Trece años y medio. -El cáncer de este hombre crece más rápido que tú.

Cuando ya había apartado la cortina sonora de cuentas, el médico se vuelve hacia mí, con su expresión conspirativa de curiosidad y de burla.

– Escápate cuanto antes de los curas. Todavía estás a tiempo. El cerebro humano es un órgano demasiado valioso como para estropearlo con rezos y supersticiones eclesiásticas.

Desaparece por fin al otro lado de la cortina, y creo escuchar, mezclada con el ruido de las cuentas, su voz que vuelve a renegar contra Wernher von Braun, la voz de un hombre acostumbrado a dirimir a solas sus discordias con el mundo:

– ¿Un héroe del espacio? Un criminal de guerra…

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