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– Pero a éste no lo engañáis -la boca se tuerce con una intención de sarcasmo-. Éste sabe más de números que todos vosotros.

El plural y la mirada sin dirección precisa de Baltasar parecen aludir a una congregación de fantasmas, no a las dos personas que estaban a su lado cuando yo entré. La boca es grande, de dientes enormes que se entreven cuando los labios forman muy despacio las palabras, dejando salir el aliento enfermo. Son como los dientes crueles de los burros cuando retraen los belfos porque están en celo o a punto de morder. Otras veces, en los últimos meses, Baltasar me ha llamado para que venga a repasar las cuentas que le hacen proveedores o aparceros, incluso las que su sobrina o su mujer traen de la tienda. Tiene miedo de que le estafen, de que le sisen, de que se aprovechen de su vista debilitada y de la somnolencia que le provocan las pastillas, las inyecciones de morfina que alivian la mordedura del cáncer que se lo está comiendo le permiten dormir un poco por las noches. Quien algo teme, algo debe, dice mi abuela, y mi madre la mira como asustada por su falta de compasión hacia un hombre que se está muriendo.

Ahora la respiración se va convirtiendo en un sordo mugido. El sudor brilla en la frente de Baltasar, como reblandecida en un líquido caliente, empapa su pelo escaso. Una baba blanca se adhiere a las comisuras de su boca. Un corazón puede seguir latiendo varios días en el interior de un cadáver, decía esta mañana un médico en la radio, en un programa sobre trasplantes. "La ciencia española asombra al mundo: el doctor Barnard y un padre dominico, afortunado beneficiario de un trasplante de corazón, asisten en Madrid a un congreso internacional presidido por el marqués de Villaverde". Me imagino cómo será oír el corazón de Baltasar con el fonendoscopio que tiene todavía en sus manos el médico.}?Dónde puso Dios el soplo de la vida?}, preguntaba untuosamente el locutor, que hablaba como un cura.}?En el corazón o en el cerebro? ¿Por dónde empezamos a morirnos?} Y mi abuela le dijo a mi madre, "hija mía, quita la radio, que no quiero oír esas cosas tan tristes".

– Le pondré ahora una inyección -dice el médico.

El otro hombre ha dejado sobre la mesa la balanza y mira a Baltasar, con el aire de incomodidad de quien tiene que irse y no sabe cómo hacerlo, cómo desprenderse de una situación que se le va volviendo pegajosa, igual que el sudor en la cara de ese hombre que está agonizando en la siesta tórrida de julio. -Nada de inyecciones hasta que no estén hechas las cuentas -la voz de Baltasar ha recuperado una parte de su rudeza autoritaria, y sus ojos, abiertos de nuevo, diminutos entre la carne rojiza de los párpados, se han vuelto con reprobación hacia donde está el médico, el lugar lejano de donde proviene su voz-. Qué más quisiera éste que quedarse con lo que es mío.

– Ni que fuera uno un ladrón, Baltasar -dice el hombre del blusón negro-. Como si usted no me conociera.

– El dinero no conoce a nadie -dice la voz lóbrega, el aire escaso silbando en los bronquios enlodados-. Las cuentas son las cuentas.

El dedo índice, la uña curvada, señalan la mesa, donde hay una libreta de hojas cuadriculadas, un cabo de lápiz.

– Repásalas tú. Cuenta bien los quesos, y que los vuelva a pesar delante de ti -me ordena Baltasar-.

Éste sabe mucho de números -ahora parece que se dirige vagamente al médico-. No como su abuelo.

– Pero Baltasar, si los quesos ya estaban pesados, si usted mismo ha vigilado la balanza -el manchego, impaciente, agobiado por el calor y los hedores del aire en la sala cerrada, se limpia la frente con el faldón de su blusa negra. Hombres como él pasan con mucha frecuencia por la calle, llegados a Mágina desde el norte, desde el otro lado de la Sierra Morena. Cargan al hombro sacos de lona blanca en los que abultan los quesos que vienen a vender, y llevan también balanzas o romanas para pesarlos.

– Que los peses, cojones -por un momento Baltasar se incorpora y tiene el mismo vozarrón grosero que la enfermedad ha ido minando en los últimos meses: la autoridad brutal que no tolera desobediencia o dilación, que ni siquiera las concibe.

El hombre pone, uno por uno, los quesos en un platillo de la balanza, va añadiendo o quitando pesas de hierro en el otro hasta que los dos quedan equilibrados: yo he de comprobar la exactitud de la operación, y repasar los números torpemente escritos con un cabo de lápiz en la libreta sobada, en las hojas oscurecidas por las manos sudorosas del vendedor ambulante, y hacer de nuevo cada una de las sumas y multiplicaciones. A mi espalda escucho el aliento pedregoso de Baltasar, tan sombrío como si brotara del fondo de una cueva, el afán con que aspira el aire caliente que traspasa con tanta dificultad las cavernas arruinadas de sus pulmones y sus bronquios, donde ahora mismo siguen proliferando las células del cáncer. Se remueve en el sillón de mimbre, queriendo incorporarse para ver más de cerca las lentas operaciones del pesado y anotación del importe de su mercancía, queriendo vigilar que la balanza no está siendo manipulada y que va a obtener la compensación exacta que merece su dinero. El médico observa, y cuando sus ojos se encuentran con los míos sonríe ligeramente y se encoge de hombros. El manchego, rojo de calor y tal vez de furia, transpira con un olor que se confunde con el de la corteza humedecida de sus quesos y mira de soslayo a Baltasar, que ahora, agotado por un empeño excesivo, ha vuelto a dejarse caer contra el respaldo del sillón y tiene la boca abierta y los ojos entornados, la papada colgando como un odre viejo y vacío de sus quijadas de muerto. Pero sigue respirando, ahora casi inaudiblemente, y la mano abatida sobre el regazo se alza de nuevo hacia mí en un gesto imperioso, ordenándome que me acerque, que le enseñe las cuentas del cuaderno. Huele tanto a podrido, a sudor, a heces, a orines de viejo, que he de contener la respiración para que no me den arcadas. El médico le toma el pulso a Baltasar y nos indica al manchego y a mí que salgamos de la habitación. Ha llenado una jeringa con un líquido incoloro y palpa con las yemas de los dedos el rastro de una vena violácea en el brazo muy pálido del moribundo, tan flaco ahora como las piernas de su sobrina tullida. El cuerpo casi muerto y el corazón todavía latiendo, el cerebro hirviente de maquinaciones y recelos.}El trasplante de cerebro es una posibilidad que está siendo objeto de sobrecogedores experimentos con animales}, dice en una noticia que recorté del periódico en casa de mi tía Lola.}Científicos soviéticos han conseguido injertos de cabeza de perro. Un cerebro de mono conectado a un sistema de irrigación sanguínea se mantuvo vivo durante dos semanas}.

– Ven al jardín -dice la sobrina-.

He preparado una limonada.

– Es que tengo que irme.

– Cállate y ven conmigo.

De frente la cara de la sobrina está cruzada de arrugas diminutas, y sus ojos acuosos tienen un cerco de carne floja y piel enrojecida. Por detrás parece una niña rara y algo monstruosa, sin cuello, con la cabeza muy grande, con un andar a saltos por culpa de la cojera que tiene algo de juego infantil. La sigo por un corredor en penumbra, que termina en una cortina de cuentas, más allá de la cual la luz violenta de la tarde es tamizada por las hojas de la parra, y por las de la glicinia que trepa por las paredes y se enrosca al armazón de hierro de una pérgola. Los racimos de la glicinia son de flores moradas: los de la parra aún no han empezado a madurar. Hay macetas con jazmines y con aspidistras de grandes hojas de un verde oscuro reluciente. En casa de Baltasar también las plantas tienen un aire de prosperidad que les falta a las de la mía. Entre las hojas de la parra zumban las avispas y en un plano algo más lejano se oye un rumor de palomas o tórtolas, de agua saltando en una fuente de taza.

El médico se está lavando las manos en una palangana, y se las seca luego con un paño que le pasa respetuosamente la sobrina. Humedece el paño en el agua y se lo pasa por el cuello y la frente, y cuando la sobrina entra de nuevo con dos vasos de limonada en una bandeja -oscila tanto que parece a punto de volcarla- el médico le ayuda a ponerla sobre la mesa de mármol.

Alza el suyo hacia mí, en un vago gesto de brindis.

– Así que dicen que eres muy buen estudiante.

– Buenísimo -dice la sobrina-.

Quiere ser astronauta.

El médico me mira con ironía y curiosidad y yo noto que enrojezco: primero el calor en las mejillas, luego en la frente, en el cuello, el picor en el cuero cabelludo.

– ¿Eso es verdad? -Si se pudiera…

Hablo con la cabeza baja, sin mirarlo a los ojos.

– ¿Tu padre es agricultor? -Sí, señor. Hortelano.

– Neil Armstrong se crió en una granja, en un pueblo mucho más pequeño que Mágina…

– Watanaka, en un estado que se llama Ohio.

– ¿No le he dicho yo que era listísimo? -interviene la sobrina, que ya parecía que se iba.

– El padre de un gran amigo mío también era hortelano. Pero a él le pasaba como a ti: quería ser otra cosa.

– ¿Vivía por aquí cerca? -me atrevo a preguntar.

Ahora la sonrisa y la actitud tranquila del médico me ofrecen confianza, aunque soy muy consciente de que pertenece a un mundo y a una clase muy alejados de los míos: el traje, la corbata de lazo, la autoridad inapelable y más bien remota de quienes ejercen esa profesión, que a mí me parecen omnipotentes y ricos, como toda esa gente que vive en casas con placas doradas junto a la puerta, en la calle Nueva: cirujanos, abogados, ingenieros, notarios, hacia los que he aprendido a sentir una mezcla de miedo y de reverencia, al advertirla en las conversaciones de mis mayores. Van al notario y se ponen un traje oscuro de entierro y ya parece que han empalidecido antes de salir de casa.

– Vivía justo enfrente de esta casa -dice el médico-. En la del rincón.

– Ahora vive un ciego en ella.

– ¿Tú lo conoces? -No habla con nadie de la plaza.

A mis amigos y a mí nos daba mucho miedo cuando éramos chicos.

– Yo he oído la historia del hortelano de la casa del rincón, al que mataron al final de la guerra, pero no digo nada. En mi casa dicen siempre que no se debe hablar más de la cuenta, que el que habla paga, y el que se destaca.

– ¿Dónde estudias? -En el colegio salesiano.

– Gran error. Las sotanas y el conocimiento racional son incompatibles.

?Y por qué no vas al instituto? -Yo quería ir, pero a mi padre le dijeron que los curas enseñan más.

– Claro que enseñan: la transubstanciación de la carne y la sangre de Cristo. La Inmaculada Concepción de la Virgen María -el médico se echa hacia atrás y suelta una carcajada-. El misterio de la Santísima Trinidad. Grandes verdades de la ciencia. Y el}Cara al sol}, por supuesto. Vete cuanto antes. O mejor:

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