La huida de José, María y el niño Jesús a Egipto a lomos de un burro, los tres Reyes Magos o el árbol del Paraíso, se mezclaban con medallones que representaban a Moisés frente a la columna de nubes que guió al pueblo elegido durante el Éxodo.
Aunque Monnerie no era un experto en la Biblia, sabía que aquellas medallas se referían a pasajes muy diferentes y muy separados en el tiempo. En cierta manera, su común denominador -todos parecían pendientes del movimiento de ciertas estrellas grabadas en piedra- le recordó al amuleto de Catalina.
Sin embargo, antes de que pudiera tomar nota de la posición de los astros, justo cuando pasaba sus manos por el relieve de un hombre con una vara mirando al cielo, una voz le gritó desde arriba.
– ¡No toque eso! -bramó-. ¡Es la vara de Aarón!
Sorprendido, el ingeniero volvió la cabeza hacia allí. A unos cuatro metros de altura, por encima del parteluz con la estatua de la Virgen y el niño, un rostro regordete, muy rojo, le observaba fijamente. Y no era uno de los obreros.
– ¡Michel! -Meteor man lo identificó de inmediato-. Es usted… ¿verdad?
La cabeza desapareció de inmediato, seguida por el brusco martilleo de unos pasos sobre los travesaños metálicos. Cuando cesaron, el pulcro bigote de Michel Témoin estaba a escasos centímetros de su rostro.
– Por todos los diablos, profesor. ¿Qué hace usted aquí?
– Eso debería preguntarle yo, ¿no cree?
– Bueno -dudó-, estoy recogiendo datos para explicarle por qué el ERS se comportó de forma tan extraña hace unos días. Sigo cesado de mis funciones, ¿recuerda?
– Desde luego.
– Creí que mi secretaria le había informado de que salí de viaje. ¿Cómo me ha encontrado?
– Es una larga historia, Témoin.
– Por aquí también han pasado muchas cosas, ¿sabe? Pero creo que ya tengo respuesta para algunos interrogantes.
Monnerie esperó a que su ingeniero recuperara el aliento de su rápido descenso, y le invitó a sentarse en la barandilla de piedra que tenían allí mismo.
– En realidad, ya no necesito respuestas a lo del ERS, Michel -dijo el profesor sin esperar más-. Yo mismo retiraré el expediente que le abrí y pediré al gabinete de D’Orcet que olvide los cargos contra usted por negligencia.
– Vaya. ¿Ha ocurrido algo que deba saber?
– Hablé con la Fundación Charpentier, como usted me sugirió, y a ellos no les sorprendieron los resultados del ERS.
– ¿Charpentier? -su rostro mudó de repente, al recordar las últimas palabras de Letizia antes de ser secuestrada-. Debo hablar con la Fundación de inmediato.
– Aguarde un momento. Déjeme explicarle algo antes.
– Usted no lo entiende, profesor.
– Sí lo entiendo. De alguna manera, la Fundación ha estado al corriente de todas sus actividades durante este tiempo. Ellos sabían que estaba aquí y me han mandado para que hable con usted. Temen que su investigación sobre las «anomalías» en las catedrales sea aprovechada por terceros para apropiarse de algo indebido.
La palabra «indebido» molestó a Témoin.
– ¿Indebido? ¿Le parece indebido que hayan secuestrado a Letizia? -gritó-. ¿Se acuerda de Letizia? ¿Eh? ¿Se acuerda?
Las protestas de Témoin retumbaron bajo el pórtico de Notre Dame. Su interlocutor, impasible, ni siquiera se inmutó por aquella revelación.
– Eso también lo saben, Michel. De hecho, ya la están buscando por su cuenta, y la encontrarán, amigo mío.
– ¿Cómo?
– Letizia es una de los suyos.
– ¿De los suyos? ¿Qué quiere decir?
La ira del ingeniero se transformó de repente en curiosidad.
– Que trabajaba para la Fundación y que el contacto que usted estableció con ella entraba dentro de sus planes. Eso me dijeron. Por cierto, que la relación que usted estableció entre aquel Louis Charpentier de donde sacó su idea de la «conexión estelar» de las catedrales y la Fundación de ese nombre, debe de ser cierta. Son una especie de sociedad secreta.
– Esta bien -dijo sin importarle demasiado el último comentario del profesor- Supongamos que la encuentran. Lo que no me explico es por qué le envían a usted a detenerme.
– Accidentalmente, el CNES se ha visto envuelto en algo que no le incumbe. Y si el cliente que nos ha metido en este embrollo dice que paremos, debemos hacerlo. Sólo le diré una cosa más, monsieur Charpentier me mostró en París un amuleto antiguo en el que la situación de sus estrellas parece coincidir con la ubicación actual de la bóveda celeste sobre Francia. Me explicó que era una especie de aviso profético de que en estos días algo se activaría en estos templos. Es decir, ellos sabían lo que iba a pasar.
– ¿Algo? ¿Que se va activar7
– Algo relacionado con las catedrales. Un supertalismán o algo así que forma parte de una Puerta. La verdad es que no entendí muy bien el galimatías que me contó, aunque me dejó incluso un libro para que lo estudiara.
– ¿Le habló de una Puerta? Letizia me dijo que las catedrales eran como Puertas Estelares.
– ¿Y la creyó?
Ni los cristales de las gafas de pasta negra de Temom amortiguaron el fuego de su mirada.
– Sí. La verdad es que sí.
– Está en su derecho, naturalmente, pero…
– Dígame, ¿le dijo monsieur Charpentier algo acerca del Arca de la Alianza?
Monnerie dejó pasar un par de segundos antes de responder.
– Sí. Que fuera lo que fuese su contenido, allí se encontraba el origen de las emisiones que captó nuestro satélite. Creo que lo llamo la «fuente».
– ¡Exacto! Y lo que contiene el Arca, según me explicó Letizia, son los Libros Esmeralda de Hermes.
– A Hermes también lo citó, en efecto.
– Profesor, somos dos peones accidentales en un tablero del que no conocemos nada. Y si no somos capaces de desvelar ahora de que va todo esto, nos vamos a quedar con la duda el resto de nuestras vidas. Yo no sé -continuó- que demonios son los Libros de Hermes ni que contienen, pero si sé que ocultan una especie de pila energética. Y es tan fuerte que es nuestra responsabilidad destaparla y ponerla bajo control científico. Imagine si otros menos preparados dan con ella por azar… ¡sería un desastre!
Meteor man dudó.
– ¿Y dónde cree usted que se esconde esa pila?
– En el Arca, naturalmente. ¿Aún no la vio?
Témoin, risueño, señaló a través de los andamios un bulto rectangular ubicado justo sobre la corona de la Virgen. Se trataba de una caja de buen tamaño, idéntica a la que él mismo tocó en el pórtico norte de Chartres, y tallada con sus mismos cerrojos de piedra. La flanqueaban varias estatuas sedentes de los principales patriarcas del Antiguo Testamento. Allí estaba Jacob -el de la Scala Dei -, Abraham -el que protegió la Roca del Monte Moriah-, Salomón -custodio del Arca en su Templo-, David…
El Arca de Amiens estaba allí, a la vista de todos.
Monnerie, absorto, se quedó contemplándola un buen rato antes de decir nada. Era el mismo cofre que había visto en las vidrieras de la capilla de San Agustín de Cantorberry. Exactamente el mismo, pero de piedra.
Cuando se convenció de lo que veían sus ojos, temblando, propuso algo que nunca antes hubiera imaginado hacer.
– ¿La… abrimos? -susurró.
– Claro, profesor.
El poderoso micrófono direccional Siemmens instalado en el techo de la Renault Space captó a la perfección las últimas palabras de Michel Témoin.
– Esto ha llegado demasiado lejos -dijo Gloria con los ojos desorbitados-. Os dije que no se detendría por que retuviéramos a su ayudante. Tiene un perfil de personalidad que le hace demasiado obstinado.
Gérard y Ricard no replicaron, y el padre Rogelio, extrañamente sereno, dejó hacer a la impetuosa jovencita.
– Si no hacemos algo, ¡los Libros de Hermes terminarán en sus manos! ¡Y la Puerta será suya!
– Quizá -dijo parco el ortodoxo, mirando fijamente el pórtico sur de Amiens y las siluetas de Monnerie y Témoin dirigiéndose hacia el andamio.
– Pero ¡padre!
– Quizá todo esto forme parte del Plan de Dios. De la señal que espera el padre Teodoro en el Sinaí.
– Señal, ¿qué señal? -bufó Gloria.
El ortodoxo no respondió.