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Las figuras se dibujaron en su iris, creciendo más y más hasta hacerse muy cercanas y cubrir la anchura del tronco de luz que palpitaba frente a él. Con las pupilas dilatadas y los ojos rojos, sin pestañear, Rodrigo aguardó. Era incapaz de mover un músculo, de articular palabra, ni siquiera de sentir el duro suelo de piedra bajo sus mocasines de piel.

Luego llegó el trueno. Fue seco. Rotundo. Salvaje.

Toda la iglesia tembló y Rodrigo, que estaba en el centro del ábside, sintió el impacto de su furia contra el pecho. Jamás había notado una opresión como aquella. Se quedó sin respiración, notando -con lo poco que le quedaba de dominio sobre su conciencia- cómo el peso de su cuerpo salía proyectado hacia atrás con una violencia musitada. Si Satanás en persona le hubiera abofeteado no se hubiera sentido tan frágil como en ese instante.

Un segundo después, magullado y empotrado entre las sillas de la nave, el «espía» pudo levantar su cuello y contemplar una escena que difícilmente podría olvidar.

Envueltos en una luz anaranjada muy suave, tres figuras -dos hombres jóvenes, uno de ellos ataviado con el mismo manto de los templarios, y un anciano de cabellera gris y aspecto descuidado- fueron vomitados por la columna, cayendo desmayados nada más atravesar aquel «umbral».

No perdieron aquella luminosidad de inmediato. Aún tumbados como muertos en el suelo, el brillo naranja permaneció hasta ir desapareciendo poco a poco. Andrés de Montbard fue el primero en reaccionar.

– ¡Es Jean de Avallon! -exclamó.

– ¡Y Gluk, el druida! -remató Gondemar, que abrió sus ojos como si acabara de salir de un sueño profundo.

Al principio nadie se fijó en Rodrigo, hasta que, con Gluk, Felipe y Jean incorporados sobre una de las banquetas de madera adosadas al ábside, el gigante de Saint Omer clavó sus ojos en él.

– ¿Quién es ése? -rugió.

Rodrigo, algo aturdido por el golpe, trató de levantarse y explicarse, pero las palabras no acudieron a su garganta.

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