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– ¿Y qué ha de llegar, según vos? -le abordó Jean.

– Hacia aquí viene un cargamento que salió de Jerusalén meses después de vuestra marcha y del que jamás oísteis hablar. Ese cargamento está protegido por los hombres con los que compartisteis vuestro destino en la Cúpula de la Roca, y está llamado a renovar un viejo pacto con Dios. A algunos de los que ahora custodian esa carga los conozco desde su infancia, pues debéis saber que también fui instructor de muchos de ellos. Y fueron éstos los que me han referido qué misión fue la que decidisteis aceptar en Tierra Santa.

– Pero cómo… -Jean volvió a atorarse.

– ¿Cómo me lo contaron? No os torturéis más, mi amistad con el abad de Claraval y con vuestros compañeros de milicia es más que circunstancial. Ambos compartimos un mismo destino. Sin embargo, yo no lo sé todo. Por ejemplo -hizo un guiño de complicidad-, no imaginaba que vos vendríais esta noche por mí. Y al hacerlo en este preciso lugar, es evidente que os habéis reafirmado en la misión que aceptasteis.

– Mi misión no ha empezado aún -protestó.

– ¡Sí lo ha hecho! -replicó el druida-. En la caravana que os acabo de anunciar se custodia toda la información que precisáis para poner en marcha vuestro plan. Sobre vuestros hombros recae la responsabilidad de hacer crecer la semilla que esos carromatos traen en su interior. Es más, ahora sé cuál es mi misión al haber tropezado con vos aquí: prepararos para el delicado momento de la llegada de los libros de la sabiduría. Obras que inspiraron otras como la que habéis visto en mi zurrón, y que hablan de cómo para llegar al cielo hay que tomar puertas desde la tierra.

– Puertas… -se estremeció-. ¿Acaso están aquí?

– ¿Aún lo dudáis, caballero De Avallon? ¡Yo os mostraré la que descansa frente a vos!

Lo que ocurrió después le resultó vagamente familiar al templario. El druida alzó sus brazos lo más alto que pudo y pronunció unas frases extrañas, que retumbaron por toda la cripta. Cuando su eco se apagó, y mientras el anciano abría precipitadamente su libro por el centro, una suave brisa acarició sus rostros sumiéndolos en un estado de dulce embriaguez. Jean se resistió, pero cuando notó que comenzaba a «sumergirse» en el mismo zumbido que tres años atrás le hiciera caer de rodillas en otra cripta, la de la Cúpula de la Roca, se rindió. Felipe se tapó los oídos con ambas manos, aunque fue incapaz de resistir demasiado tiempo en pie. Después, atónito, vio caer de bruces al druida, su libro y su vara, y por delante de sus ojos comenzaron a desfilar destellos de un pasado cercano: Gondemar hablando en una lengua que no conocía, el bruto de Montbard levantando su espada al aire tratando de contener aquella furia invisible surgida de sabe Dios dónde, el gigante de Saint Omer con los ojos fuera de las órbitas y el venerable conde de Champaña cerrando los ojos en actitud orante ante el milagroso don de lenguas manifestado al de Anglure.

– ¡Padre Santo! -su grito fue ahogado por un zumbido cada vez más poderoso.

– ¡Sí! -rugió el druida-. ¡Ascended ahora! ¡ La Puerta está abierta!

Fue lo último que oyó de Gluk. El suyo fue un bramido seco, ahogado también por aquel pitido agudo, que enmudeció en cuanto una extraña luz azul les envolvió y les arrancó del suelo. Fue como si un torbellino les arrastrara hacia lo alto. Pero ¿qué alto? A pocos palmos sobre sus cabezas sólo estaba la roca viva de la cripta.

Después, llegó el silencio.

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