– Lo averiguaremos enseguida -le atajó el caballero-. Tal vez sólo haya venido a robar.
– ¿Robar? ¿La sancta camisia ? [26] Permitidme dudarlo, señor.
Una daga corta, de filo curvo muy pulido y mango de hueso, brilló en la oscuridad. Jean de Avallon no se separaba nunca de ella, aunque la utilizaba en raras ocasiones. Ahora, caminando muy despacio, el brillo del arma les precedía en su avance. Las escuetas ventanas que daban a la nave principal sólo servían para proyectar sombras inquietantes por todas partes, dando paso a un silencio sobrecogedor. Sólo el perfil del altar de Santiago, ubicado muy cerca del transepto, en uno de los huecos del muro occidental, destacaba en medio de aquella oscuridad.
– ¿No escucháis nada, señor?
Felipe, excitado, tiró del manto de su señor. Tenía la respiración acelerada y el golpeteo constante de su corazón estaba a punto de hacerle estallar las sienes.
– Es allá, al fondo. En medio de la negrura -insistió.
El caballero, con la daga bien apretada, se detuvo un instante. Todo parecía en calma. A la altura del altar de Todos los Santos, la iglesia parecía el interior de una enorme sepultura vacía. Pero ¿lo estaba? No sabría decirlo. Jean de Avallon, tenso, afinó el oído todo lo que pudo, tratando de penetrar en la penumbra. Al principio no escuchó nada, pero cuando fue capaz de discernir entre el ruido de sus pasos, la respiración agitada de su escudero y su propio corazón, intuyó que algo estaba ocurriendo diez pasos por delante de él.
Lo que creyó oír era un soniquete monótono, como una oración, que emergía de algún lugar del… ¡suelo!
– ¿Lo oís ahora? -instó Felipe otra vez.
– ¡Callad!
Un débil resplandor a ras del pavimento se había hecho visible de repente.
– Ya lo veo -susurró-. Viene de la cripta.
– Tened cuidado, señor.
La cripta, justo el lugar en el que había perdido el conocimiento el abad Bernardo un día antes, era una sala espaciosa a la que se accedía por un tramo único de escaleras estrechas y uniformes. Cualquiera que decidiera tomarlas podía penetrar en aquel recinto sin molestar a quien hubiera en su interior. Era una ventaja estratégica.
Jean y Felipe, impresionados por la cada vez más intensa fuerza de los rezos, se deslizaron con cautela, guiados por el resplandor. Una vez dentro, descendidos sus nueve escalones, no tuvieron demasiada dificultad en localizar su objetivo.