Michel, que comenzaba a pensar ya en círculos, garabateó junto a sus dos improvisadas tablas un último dato sacado del Michelin: la superficie total de la figura geométrica que delimitaban aquellos magníficos templos tenía, si el Beaujolais no le traicionaba, 210 por 160 kilómetros de lado. Es decir, unos 33.600 kilómetros cuadrados de área, o lo que es lo mismo, el equivalente a una pequeña provincia.
Se entusiasmó. Una planificación así sólo podía ser obra de unos gigantes intelectuales, capaces de orientar monumentos con decenas de kilómetros de separación entre sí. Si reunía pruebas suficientes, Monnerie lo comprendería.
– Está decidido. Mañana mismo saldré hacia Vézelay para reunir toda la información que pueda con el objeto de explicar qué pudo fallar en el satélite.
Heléne, su secretaria, percibió el deje alcohólico de Témoin al otro lado del teléfono.
– ¿Está usted bien, señor?
– Perfectamente… -respondió-. Recoja todos los mensajes importantes durante mi ausencia y cancele mi agenda para esta semana. Ya la llamaré.
– Así lo haré, no se preocupe. ¿Y si el profesor Monnerie pregunta por usted?
– Dele largas.
El ingeniero, exhausto, soltó el inalámbrico junto al reposabrazos del sofá, dejándose arropar por su textura gruesa y cálida a la vez. Mientras una extraña mezcla de deseo de saber y de venganza se apoderaba de él, un agradable sopor comenzó a paralizar poco a poco todo su cuerpo. El Beaujolais, todos los franceses lo saben, nunca perdona.