La Fina se ha empeñado en enseñarme algo interesantísimo que tiene que ver con un amigo suyo. No me dice más, simplemente me toma la mano y tira de mí por calles desconocidas (pero estamos en Barcelona, el olor y el ruido del tráfico son inequívocos). Llegamos a las puertas de un jardín público rodeado por una verja; entramos, recorremos un amplio sendero; ya estamos ante una elegante mansión victoriana que se alza en el centro del parque. Llamamos a la puerta y nos abre una vieja criada con cofia. Parece conocer a la Fina, nos franquea la entrada; pasamos sin dar explicaciones, la Fina siempre delante, caminando como el que sabe adónde se dirige y quiere llegar cuanto antes. Enseguida atravesamos un elegante salón con la chimenea encendida; una anciana hace calceta sentada en su butaca: no la inmuta nuestra irrupción; reparo también en tresillos, alfombras, telas estampadas, adornos de porcelana; pero no pudo curiosear a mis anchas, la Fina sigue eligiendo puertas como loca y me cuesta seguirla por los vericuetos. Del salón pasamos a un pasillo, de ahí a un distribuidor y de nuevo a un salón donde teje otra anciana sentada ante el fuego. Más puertas y pasillos recorridos con precisión mecánica y enseguida otra tejedora ante el hogar encendido. Los salones son siempre diferentes, las chimeneas también y también las ancianas con sus labores, pero se repite la situación y el personaje homónimo de sala en sala. Extrañado, pregunto a la Fina. «Shhhhhh -me advierte en voz baja-, son las guardianas.» Me doy cuenta de que llevamos un buen rato caminando hacia el interior, siempre sin ver ventanas, y que debemos de habernos internado profundamente en una estructura descomunalmente grande. «El corazón de las tinieblas -pienso-, vamos en busca de Mr. Kurtz.» Así es. Hemos llegado a una vasta estancia cupulada, una cámara enquistada en la monumental construcción; el crepitar del fuego, un libro abierto boca abajo, la copa de vino mediada: signos inequívocos de la presencia de alguien a quien de momento no se ve. La Fina parece haber encontrado lo que buscaba y quería enseñarme: un bajo eléctrico de madera natural, estropeado por un tremendo golpe que le ha descuajado la clavija del Re. Le quedan sólo tres cuerdas, pero está conectado al amplificador y el roce lo hace resonar gravísimo por toda la estancia -boooooong-. La Fina me lo pasa con el cuidado con que me entregaría un niño de pecho; me lo cuelgo y trato de tocar una melodía sencilla. No se puede, el mástil se ha deformado y las cuerdas no quintan, pero el sonido ha llamado la atención del Mr. Kurtz, que aparece en el quicio de una puerta secándose las manos con una toalla. Es un hombre joven, vestido con pantalones de camuflaje, botas militares y una camiseta de tirantes que le deja al descubierto los brazos musculosos. Mira el bajo y sonríe con melancolía, la sonrisa triste con que se recuerda algo grato que se ha perdido para siempre. No hace falta presentaciones, él sabe y nosotros sabemos. Me mira: «¿Cómo está mamá?», pregunta; «Bien, cree que estás en Bilbao». La Fina se enternece y nos besa uniendo su cabeza a las nuestras en un abrazo. «Ya vienen», dice Mr. Kurtz. Miro alrededor: el silencio del bajo malogrado ha despertado a las guardianas de su sueño de tejedora; tras las puertas de acceso que circundan la sala se acercan a paso imperceptible; no han perdido el aspecto de anciana bondadosa, pero su determinación las hace terroríficas: avanzarán inexorablemente, invadiendo cada centímetro de la sala hasta triturar nuestros huesos, más aún: hasta autoinmolarse en cumplimiento del inapelable instinto destructor que las gobierna.
Horror de horrores. Me desperté muerto de miedo ante la imagen de una cara rolliza y blanda de abuelita Paz. Hay que joderse, con los sueños. Traté de volver a dormir, pero no pude borrar de mi imaginación la cara y volví a abrir los ojos para convencerme a la vista de la luz que se colaba por la persiana de que estaba a salvo en mi mundo de siempre. Lo peor fue comprender que mi mundo de siempre había sido perturbado hasta parecer una pesadilla, una pesadilla habitada de calvorotas que salían de su guarida en plena noche para anudar trapitos rojos a las puertas de una casa demencial.
La resaca era la esperada, ni más ni menos: dolor de cabeza, boca seca y miembros castigados como por una paliza. En el reloj de la cocina eran más de las cinco de la tarde. Al menos había dormido lo suficiente como para recuperarme del sueño atrasado, pero la luz amarillenta de la calle anunciaba ya el atardecer y no me apetecía nada la idea de sumergirme en otra larga noche. Bebí agua, mucha agua, y amorrado al grifo deseé por primera vez desde hacía años estar en el campo, al sol de una fresca mañana de primavera. Había que remontar el bajón inmediatamente. Reparé en la botella de Cardhu que había quedado en la mesita, llené con ella medio vaso de los de agua y tomé el licor con la resignación del que ingiere una medicina. Después puse café al fuego, lié un canuto y me senté a fumarlo con impaciencia. Supe que fumar ese porro y tomar café iba a inhibirme el apetito, pero calculé que el día anterior había comido lo suficiente como para aguantar unas cuantas horas más sin repostar. Eché de menos una rayita de coca. Quizá ahora que disponía de líquido podía conseguir un gramito del Nico… Pensé en qué podía tomar como sucedáneo y rebusqué en el botiquín del lavabo una caja de aspirinas que recordaba haber visto. Estaban caducadas desde hacía más de un año, pero de todas maneras tomé dos con lo que quedaba del Cardhu y fumé otro porro mientras sorbía el primer café.
A los veinte minutos volvía a ser el Pablo Miralles de siempre y pude cepillarme los dientes y afeitarme con cuidado de respetar los límites de mi flamante bigotillo.
Next: preocuparme de lo que me tenía que preocupar. Mi primer plan de acción se había completado la noche anterior, ahora no quedaba más remedio que volver a pensar. Lo hice. Se me ocurrieron al menos dos vías de investigación que podía acometer y, sencillamente, empecé por la primera, sin más. Busqué en la mesa del comedor el teléfono móvil de The First, un modelo minúsculo con la parte del micrófono abatible, y me concentré en desentrañar sus misterios. Era seguro que disponía de un sistema de memorización de números, y era quizá posible que pudiera accederse también al origen de las últimas llamadas recibidas, o al menos a las últimas efectuadas desde el propio aparato. Por lo pronto descubrí yo solito cómo funcionaba la agenda y me encontré con un total de diecisiete números memorizados que apunté en un papel. Por los nombres y comparando con mi propia agenda de bolsillo comprobé que cuatro de ellos eran conocidos: el de mis Señores Padres (PaMa), el del domicilio de The First (Casa), el del despacho (Miralles) y el mío (P José). Otros marcados como Taxi, Seguro, Club y Pumares eran también fáciles de identificar y la lista quedó reducida a nueve incógnitas. Entre ellas se encontraba probablemente el número de la secretaria de The First, pero no recordaba su nombre de pila. Probablemente era el correspondiente a aquel Lali tan familiar, pero para ganar tiempo decidí llamar a mileidi:
– Gloria, soy Pablo. ¿Hay novedades?
– Nada. Y tú: ¿tienes algo?
– Nada concreto. Oye, te llamo para ver si puedes echarme una mano. ¿Sabes cómo funciona el teléfono de Sebastián?
– Pues…, supongo que como todos.
Menuda explicación.
– Otra cosa: ¿tienes papel y lápiz a mano?
No tenía. Fue a por él y volvió.
– Apunta estas palabras que te dicto y dime si alguna te suena. Corresponden a la agenda del teléfono de Sebastián, quiero saber a quién pertenecen los números que tiene memorizados. -¿Preparada?
– Preparada.
– Vale, va el primero: Llava: L-L-A-V-A. ¿Te suena? -
No.
– El segundo: Vell Or.• V-E-L-L, espacio, O-R.
– Veil Or, nada.
– Va el tercero: Mateu: M-A-T-E-U.
– Éste sí. Debe de ser Lluis Mateu, abogado. Hemos cenado juntos alguna vez, con su mujer. Le lleva los asuntos legales a Sebastián desde hace años.
– Muy bien. Va el siguiente: Lali: L-A-L-I.
– Sí, ésta debe de ser Lali…: 410 76 go, ¿no?
– Sí. ¿Nuestra amiga la secre?
– Sí.
– Ya contaba con eso. Siguiente: Villas: V-I-L-L-A-S.
– Ni idea.
– Siguiente: JG: como si fueran iniciales. ¿Estás apuntando?
– Sí. Tampoco me suena.
– Otro: Maria: tal cual pero sin acento.
– No sé, supongo que conozco a varias Marías… ¿Puede ser la antigua secretaria de tu padre, la que ahora está en recepción?
– Buena idea. Lo comprobaré… Va el siguiente: Tort: T-O-R-T.
– Nada.
– Muy bien, va el último: Fosca: F-O-S-C-A.
– Ése debe de ser el número de la casa de La Fosca. -¿Y eso?
– ¿La Fosca?: es una cala, cerca de Palamós. Tenemos alquilada una casita allí. ¿Tiene prefijo de Gerona?
– 972, sí, supongo. Vale, debe de ser eso. Escucha, dale unas cuantas vueltas más a la lista a ver si se te enciende alguna lucecita, ¿de acuerdo?, y si se te enciende me llamas. Estaré en casa un buen rato; si no, me dejas un mensaje. ¿Sabes cómo se activa el contestador automático de Telefónica?
Asterisco, 10, almohadilla. Probé nada más colgar. Nadie se dignó a decirme ahí te pudras, ni vocecitas pregrabadas ni leches. Volví a colgar y descolgar para comprobar que se hubiera activado: «El servicio contestador de Telefónica le informa que no tiene mensajes». Chachi.
Lo siguiente era llamar al despacho. Eran las siete menos cinco, todavía encontraría al personal en pleno. Se puso, como siempre, la María.
– María, soy Pablo: oye, ¿tu número de teléfono es el 323 43 12, con prefijo 93?
– ¿Cómo lo sabes…?
– Estoy haciendo un cursillo de telepatía. A ver: ¿te suena un tal Tort?
– Sí. Es el director de la oficina del Santander de abajo. Viene por aquí a menudo.
Uno menos. Le pedí que me pusiera con el Pumares y remodulé mi voz hasta darle el tono conveniente para que se tomara en serio las instrucciones que estaba a punto de darle el hermano tarambana del jefe.
– Sí, dime, Pablito…; ¿cómo está tu hermano?
– Convaleciente pero mejor, gracias. Por cierto, me acaba de dar un encargo para usted: necesita un listado de todas las llamadas que se han hecho desde el despacho en el último mes. Se aburre de estar en la cama y quiere aprovechar para estudiar la manera de reducir gastos de teléfono.
– ¿Que quieres un queeé?