La cosa es que de camino al súper me desvié un poco para comprobar la numeración de Jaume Guillamet.
Viniendo por Santa Clara, el primer número que vi fue el 57, sólo tuve que remontar la calle un centenar de metros. Ya de lejos me di cuenta de cuál había de ser la casa que interesaba a The First. Había pasado por delante tantas veces que nunca se me había ocurrido fijarme, pero saltaba a la vista que era un edificio inverosímil en aquel contexto: una casucha de principios de siglo, con un jardincillo cercado por una tapia del que emergían un par de árboles altos. Resultaba difícil entender cómo demonios seguía allí ese resto, entre bloques de ocho o nueve plantas, con las ventanas cegadas y el jardín interrumpiendo toda la anchura de la acera. Por su culpa todo aquel tramo de calle parecía un cuadro de Delvaux, o Magritte: ruinas, estatuas, estaciones sin trenes ni pasajeros, esa especie de ausencia, de inmovilidad inquietante: el retrato de lo que falta. Desde luego no pensaba llamar al timbre si es que lo había, la parte razonable que queda en mí aconsejaba dejar ese paso para cuando me hubiera duchado, vestido con ropa limpia y pensado en algún buen pretexto que ofrecer a quien pudiera abrirme; pero sí que me detuve un poco pasando por delante. La tapia se alzaba unos dos metros, y la hiedra que la rebosaba parecía bien alimentada, sugería que el edificio no estaba del todo deshabitado. Rodeé el jardincillo en busca de la puerta de acceso, por ver si había algún letrero, o un timbre, y distraído en la observación pisé una mierda de perro al doblar la primera esquina del saliente. Auténtica mierda de perro, de las que casi no se encuentran desde que todo el mundo anda recogiéndole los cagarros a su euro-mascota con una bolsa de Marks amp; Spencer. Traté de desembarazarme refrotando contra el canto del bordillo, pero la plasta estaba amazacotada en el rinconcillo curvo que forma el tacón y tuve que quitarme el zapato. Busqué a mi alrededor un papel o algo con que limpiarme, y, atado al poste de teléfono que se alzaba pegado a la tapia, encontré uno de esos trapitos rojos que suelen colgarse al extremo de una carga cuando sobresale por detrás del coche. No llegué a quedar convencido de no atufar a perro de marca en cuanto entrara en el súper, pero terminé por dejarlo estar cuando el trapito quedó intocable.
Como el trabajo de investigación estresa enseguida, con eso di por terminada mi jornada laboral. Así que solté el trapito en el puto suelo (me gusta comprobar a simple vista que vivo en Barcelona, y no en Copenhague) y me fui camino del súper antes de que cerraran.
En el Día siempre parece que estén rodando una película del Vietnam, no sé qué pasa, pero es más barato que el Caprabo de la Illa, donde en cambio uno siempre espera encontrarse a Fret Aster y Yinyer Royers bailando una polca en la sección de congelados. Añadí a las previsiones de abasto todas las chuminadas de compra compulsiva que me fui encontrando entre el desorden de cajas sin abrir, como recién soltadas en paracaídas desde un Hércules, y tras la enorme cola de la caja comprobé satisfecho que la cuenta no superaba demasiado las cuatro mil pelas. Además, en el colmo de la previsión, se me ocurrió pasar por el estanco a comprar un Fortuna pa los porros.
Al llegar a casa aún tuve paciencia para no fumarme el primero hasta haberme duchado (incluso yo mismo empecé a notar que olía a oso bailarín), pero en cuanto salí del agua como un tritón triunfante ni siquiera me molesté en secarme y me senté en el sofá a liar. Cargué bien el canuto, y después de los dos días de abstinencia no tardé en notar un cosquilleo agradable. Lástima que el estado general de la sala no acompañara a la pulcritud de mi persona, recién duchada y desodorizada. Mis resabios burgueses siempre se exacerban después de una ducha, quizá por eso me ducho lo menos que puedo, así que me quedé mirando fijo al televisor apagado con la esperanza de que en la contemplación de la nada se me pasaran las ganas de limpiar. Pero es increíble lo reveladora que puede llegar a ser una tele apagada: te refleja a tí delante de ella: una caña.
Sólo el timbre del teléfono fue capaz de devolverme al planeta Tierra.
– Siií.
– Buenos díaaaas. Le llamo de Centro de Estudios Estadísticos con motivo de un estudio general de audiencia de medios. ¿Sería tan amable de atendernos durante unos segundos?, será muy breve.
Era la voz de una chica tele-márqueting, con esa extrema dulzura que sin embargo no puede ocultar la mala leche típica del que detesta su trabajo. Pero lo peor es que el rollo de la encuesta tenía toda la pinta de ser sólo una excusa para intentar venderme algo, y eso sí que me jode.
Decidí ponérselo difícil:
– ¿Una encuesta…? Qué bien: me encantan las encuestas.
– Ah, ¿sí?, pues está de suerte… ¿Me podría decir su nombre, por favor?
– Rafael Bolero.
– Rafael Bolero qué más.
– Trola: Rafael Bolero Trola.
– Muy bien, Rafael, ¿cuántos años tienes?
– Setenta y dos.
– ¿Profesión?
– Pastelero.
– Pas-te-le-ro, estupendo. ¿Te gusta la música?
– Uf: horrores.
– ¿Siií?: ¿y qué tipo de música?
– El Mesías de Haendel y La Raspa. Por este orden.
La tía estaba empezando a titubear, pero no se dio por vencida. Todavía preguntó si oía la radio, si veía la tele, si leía periódicos y cuáles y al fin, después de soltarme el rollo entero, abordó la cuestión:
– Muy bien, Rafael… Pues mira: en agradecimiento por tu colaboración, y como veo que te gusta la música clásica, te vamos a regalar una colección de tres CD's, casets o discos completamente gratis. Sólo nos tendrás que abonar los gastos de envío: dos mil cuatrocientas doce, ¿te parece bien?
– Ay, pues lo siento mucho, pero tendría que consultarlo con mi marido…
Mi voz es inequívocamente masculina, del tipo cavernoso, y la tía estaba ya alucinando. Fue el momento justo de lanzarme a saco:
– Huy, perdona, no te extrañes, es que verás, somos una pareja de hecho homosexual, ¿no sabes?, vivimos juntos desde que salimos del centro de desintoxicación y montamos la pastelería, va para seis meses. Y mira por dónde un cliente que también es gay y nos compra lionesas (porque, me está mal el decirlo, pero tenemos unas lionesas di-vi-nas…), pues resulta que nos inició en la Hermandad de la Luz por Antonomasia…, ¿pero ya conoces la Hermandad, supongo?
– Pues… no…
– Uh, pues tienes que conocerla. Nosotros estamos encantados. Fíjate que por las mañanas mi marido va a hacer apostolado y yo me quedo en la pastelería; y por la tarde invertimos el turno… ¿Así que tú no has visto la Luz todavía?
– No, no…
– ¡No?, pues no te apures que eso se arregla enseguida. A ver, ¿cómo te llamas?
La tía estaba ya acojonada del todo.
– No, es que…
– O mejor, mira: dame tu dirección y esta tarde vengo a verte y charlamos, ¿qué te parece?
– No, perdone, es que no nos permiten dar la dirección…
– ¿Que no te permiteeen…? Eso no es problema: yo inmediatamente te localizo la llamada en el ordenador y envío a una Gran Hermana Lésbica para que hable con tu jefe, ¿vale? Ah, ya me salen los datos en pantalla, a ver…, ¿llamas de Barcelona, verdad? Si esperas un momento me saldrá enseguida la dirección exacta…
No resistió más, oí el clic del teléfono colgado a toda prisa.
Misión cumplida. Le di una larga calada al porro y me fui a poner agua a hervir para los espaguetis de excelente humor. En aquel momento no sabía qué es lo que estaba pasando en Miralles amp; Miralles; ni sabía, desde luego, en qué berenjenal estaba a punto de meterme.