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AQUEL FINÍSIMO POLVILLO

Un bodorrio medieval en todo su esplendor: largas mesas de madera, bancos corridos, humeantes viandas rebosando en las bandejas; aves rellenas, lechones, costillares, cántaros de vino. En el centro de la sala, los más borrachos bailan danzas campesinas sobre una tabla redonda, entre vítores y estertores de fiesta que ahogan la melodía de los trovadores. Los comensales lo pasan en grande; todos menos yo, que no soporto comer con los dedos -mis resabios burgueses-. Frente a mí en la mesa presidencial se sienta el príncipe Carlos de Inglaterra, con sus orejas, sus mejillas coloreadas y su escudo familiar bordado en el pecho del regio vestido de terciopelo granate. Está concentrado en su plato de madera, en el que hurga con los dedos hasta decidirse por algún pedazo de carne que devora con apetito. A su derecha, los codazos sobre la mesa, Isabel II sorbe el jugo de unos caracoles con la delectación del oso que saquea un panal. Más a la derecha aún, veo a la Reina Madre lamiendo su plato hasta agotar la salsa que un sirviente le va echando a cucharones. Ya estoy a punto de llamar la atención del Príncipe sobre sus modales de comensal porcino cuando me extraña identificar el timbre de un teléfono formando parte de los arreglos musicales de los trovadores. Ésa es la señal. Salgo del sueño y me precipito hacia el teléfono.

Descolgué el aparato esperando oír el mensaje del despertador de Telefónica, pero en lugar de eso me encontre con un silencio extraño, habitado.

– … ¿Pablo?

– ¿Sí?

– Qué tal…

Éramos pocos.

– Joder, Fina… ¿Qué hora es?

– Las diez y pico… ¿Qué haces?

– Estaba durmiendo.

– ¿Te he despertado?

– Es igual, no soporto comer con los dedos.

– ¿Qué?

– Nada, cosas mías.

– Y qué, qué haces…

– Fina, por Dios Bendito, te lo acabo de decir: esta durmiendo.

– Bueno, chico, no te enfades. Llamaba para ver qué estabas… y por si tenías ganas de salir un rato.

– Tengo cosas que hacer esta noche. Y aún no he cenado.

– Yo tampoco. Si quieres te invito a una pizza en algun sitio.

Reflexioné un momento hasta que mi cerebro recuperó la suficiente lucidez. Desde luego, sin ayuda de un poco más de alcohol, no iba a volver a dormir, y cenar con Fina podría tener cierto efecto relajante, una tranquilizadora vuelta a lo conocido. Pero no era día de comer pisa en cualquier local pringoso.

– Hoy invito yo. Ponte guapa y te paso a buscar con Bestia Negra de aquí un rato. Llamaré al interfono.

– ¿Con la qué?

– Ya lo verás.

Quedamos a las once. Después de colgar me fui a el reloj de la cocina: las diez y veinticinco. Puse café al fuego, me lavé la cara con agua abundante, me cepillé los dientes y lié un porro que fumé con el café y terminó de despejarme. Aún me di la cuarta ducha del día antes de vestirme; no sé, supongo que había sucumbido a una especie de obsesión higiénica. Pensé en volver a ponerme la camisa morada, que apenas había perdido el apresto de recién planchada, pero en el último momento me decidí por estrenar la negra. Volví a perfumarme ligeramente y salí de casa hacia el garaje de The First. Entré por la rampa, jugueteando con las llaves para que el vigilante las viera, y me llegué silboteando hasta la plaza 57. La Bestia esperaba dócil, sumida en su letargo electrónico. «Stuuk»; entré, le di al contacto y estuve un rato buscando el botón que levantaba los faros escamoteables. Cuando lo encontré encendí las luces, bajé la ventanilla y me acomodé lo mejor que pude frente al volante. Al leve alzamiento del embrague, la Bestia se movió suavemente, como una pantera al acecho. Saludé al vigilante y paré tras la curva de la barrera automática, al pie de la rampa de salida. Pulsé el acelerador y, zuuuuuum, literalmente caí rampa arriba, como si la fuerza de la gravedad se hubiera invertido. Por suerte había despegado con las ruedas alineadas en la dirección del ascenso, pero hube de frenar bruscamente al llegar a la parte llana del final para no tragarme a quien pasara por la acera. A partir de ese momento empezó mi lucha por poner la segunda marcha en los tramos entre semáforos: demasiado cortos. Paré en el vado frente al edificio de la Fina notando todos los músculos del cuerpo en tensión, como si hubiera hecho el viaje en la vagoneta de unas montañas rusas.

Llamé al interfono -«Fina, estoy abajo»-, y me quedé esperando sentado en el morro de la Bestia. Allí estábamos los dos: Baloo y Bagheera reflejados en las cristales del portal de la Fina. Esta vez sólo se hizo esperar duran te tres Ducados y apareció doblando el recodo de los ascensores. Mira por dónde también ella se había vestido de negro, un negro ligeramente irisado; manoletinas planas, falda estrecha hasta debajo de la rodilla y una chaquet; fina con hombreras bajo la que aparecía algo blanco y sedoso, un corpiño quizá, o una camiseta de tirantes que su brayaba la presencia de un par de tetas de primera. A pesar del peinado eco-alternativo, el conjunto tenía un sofisticado no del todo exento de interés; incluso dejé que pasando la vista sobre mí sin reconocerme, iniciara camino hacia la esquina para poder admirarla tranquilament Silbé. Se volvió. Saludé con el brazo en alto. Me miró, miró a la Bestia y, sin dar señales de estar interesada ninguno de los dos, retomó el camino hacia la esquina. Probé llamándola por su nombre, «Eo, Fina: soy yo».

– ¡Hostia, tío…, qué fuerte! He pensado: mira el gilipollas ese haciéndome señas… ¿Qué te has hecho en el pelo?

– Obras de remodelación. ¿Te gusto?

– No sé…, estás muy raro… ¿Te estás dejando bigote?

– Modelo Errol Flynn.

– No me gusta.

– Tú en cambio estás muy bien, casi no se nota que has adelgazado.

Ya se había llegado hasta mí. Le rodeé la cintura mientras la besaba en la mejilla y le señalé la Bestia:

– ¿Qué te parece?

– Qué es eso…

– Un coche auto-móvil. No lleva riendas, se dirige a voluntad gracias a un pequeño volante que hace girar las ruedas directrices, ¿ves?: esto redondo son las ruedas.

– Ya… ¿Y lo has traído tú solo?

– Bueno, más bien me ha traído él a mí.

– ¿Te has metido a traficante de estupefacientes, o algo?

– Es de mi hermano. Venga, sube y te lo explico por el camino.

Abrí la puerta del acompañante y le hice una reverencia. Ella examinó desconfiadamente el interior antes de decidirse a entrar posando primero el culo sobre el bajísimo asiento y metiendo después las dos piernas. Rodeé el morro y entré por el otro lado. Descubrí entonces que imitando el movimiento de ella era más fácil pasar los muslos bajo el volante.

– ¿Estás seguro de que sabes conducir esto?

– Estoy aprendiendo.

Pensé que para probar las prestaciones del artefacto valía la pena enfilar la Diagonal y salir de Barcelona por la A7 dirección Martorell. De los tiempos en que aún salía del barrio, conocía un restaurante en las afueras que no estaba mal: una de esas masías reconvertidas, con una inmensa chimenea de piedra en el salón principal y un buen surtido de embutidos. Debían quedarme unas veinte mil pelas en el bolsillo, pero era seguro que a partir de las doce de la noche podría repostar en cualquier cajero automático, así que podíamos gastar las veinte mil sin problemas. Eso daba para buen vino y jabugo del de verdad.

– ¿Y esto no tiene aire acondicionado? Hace calor…

– Debe tener de todo. Busca en la consola.

Mientras la Fina investigaba el equipamiento yo me concentré en intentar meter la segunda. Lo conseguí en el último tramo después de tomar Travesera hacia Collblanc. «Tiene CD», dijo la Fina mientras yo trataba de no sodomizar a un pobre Twingo que apareció delante. Había descubierto el equipo de música y debajo una suerte de contenedor de compacs.

– Joder, tío: Schubert, Momentos Musicales; Bac Suits 2 y 3; Schumann, Sinfonía Renana… Menuda marc lleva tu hermano.

– Es que es muy culto. Por la radio, algo saldrá.

La Fina probó los mandos de sintonía hasta toparse con el Der Komisar, un tema que me trae buenos recuerdos. creo que a la Fina también se los trae, porque se puso a bailotear en el asiento mientras reiniciaba las labores de búsqueda del aparato climatizador. Pero en la Diagonal conseguí poner la cuarta aprovechando una racha de entre semáforos seguidos en verde y la Fina se dejó de aires acondicionados y empezó a palpar a su espalda buscando el cinturón de seguridad. Tras esta última parada en Diagonal todo lo que había ante nosotros era una preciosa autopista de varios carriles. El tráfico era escaso, sólo unos pocos coches que junto con la música de la radio contribuían a crear la sensación de que estábamos en la pantalla de salida de videojuego. Verde. Di golpe de gas para revolucionar motor; el corazón de la Bestia aulló a nuestra nuca y, cuando empezó la caída de revoluciones, aflojé el embrague y abrí grifo a tope. Perdimos un poco de impulso en el patinar las ruedas sobre el asfalto, pero en cuanto se restableció la adherencia salimos como mil demonios humeando. Cinco segundos después el sonido del motor bajo el Komisar empezó a parecer el de un Minipimer; el indicador de velocidad estaba llegando a los 100; repetí estripada en segunda hasta los 140; tercera 170; no tuve huevos apurar la cuarta; 180, 190, 200, seguíamos pegados al motot trasero, que empujaba por la espalda como un energumeno, y empezamos a alcanzar coches que fueron quedando atrás como sombreros caídos desde la ventanilla de un tren;220, 230, 240…, la autopista se encogió hasta parecer una comarcal llena de zigzags caprichosos.

– ¡Pabloooooooo!

Yo también tuve miedo. Levanté el pedal y cedió el empuje. Dejé que nos deslizáramos un poco con el embrague pisado, metí la quinta y nos estabilizamos a 200 adelantando a los escasos coches que circulaban por la derecha sin acercarnos mucho lateralmente para evitarles el sobresalto.

Bajé el volumen de la radio.

– ¿No está mal, eh?

La Fina se había llevado una mano al corazón:

– Por un momento he pensado que me bajaba la regla, y eso que no me toca hasta la semana que viene. ¿Qué coño es esto?

– Un Lotus Nosequé. Debe de ponerlo detrás.

Estábamos ya en la recta de Molins de Rei y nos desviamos para tomar la curva de salida: doscientos setenta grados de giro, buena ocasión para probar la estabilidad de la barca. Hundí el pedal en segunda y la fuerza centrífuga empezó a aplastarme contra la puerta; la Fina, «¡Pablooooooo!», se agarraba a su propio cinturón de seguridad, tensa como un gato, pero el habitáculo apenas perdió la horizontalidad y los neumáticos se pegaron al asfalto como un velcro. Hacía falta algo más que la curva de Molins de Rei para que la Bestia perdiera la compostura: bien por Bagheera. La Fina también parecía estar pasándolo en grande, manifestó no recordar nada igual desde que se subió al Dragón Khan. Llegamos al patio de la masía-restaurante sudorosos. Aparqué en batería; bajamos recomponiéndonos la indumentaria y el peinado y entramos cogidos del brazo por la puerta principal, como una pareja de novios en plena luna de miel, con esa sensación de acabar de echar un polvo que te deja una buena carrera. Nos recibió una cuarentona rubia, peinada con moño y vestida con una blusa dorada estilo Bienvenida Pérez; el conjunto se daba de patadas con la decoración rústica, pero así son las mujeres. La Fina preguntó por lavabo y yo me encargué de elegir mesa.

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