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VERÓNICA Y LOS MONSTRUOS

Desperté de una siesta sin sueños a las cinco de la tarde. Me mosquea no soñar. Estoy acostumbrado a recordar un sueño a cada despertar como el que está acostumbrado a cagar cada mañana: si un día se levanta y no caga es que algo pasa ahí dentro. Además, recordar los sueños acaba siendo muy útil. Y no me refiero a los cuarenta principales de Sigmund Freud: me refiero al sueño como oráculo, esa dimensión del soñar sólo al alcance de quien comprende que la razón ilustrada es el más descabellado de los esoterismos, o quizá la más barroca de las religiones.

Puse la radio. Café. Porro. Estado de ánimo especialmente propicio para retomar el correo del Metaphisical Club. Incluso era un buen momento para las Primary Sentences de John, que suelen ser espesas y reconcentradas como ellas solas. Pero lo primero es lo primero, y había que resolver cuanto antes el asunto de la pasta, de lo contrario no habría más porros, ni más cerveza, ni más mantequilla para los cruasanes.

Marqué al teléfono el número particular de The First para ir preparando el terreno y no hacer la visita en balde. Contestó uno de mis Adorables Sobrinos, justamente el más adorable de los dos, que se empeña en llamarme «tío Pablo» por mucho que yo lo taladre con la mirada. Creo que es el mayor, o al menos es el que hace más bulto. Y creo también que es hembra, pero de esto último no estoy muy seguro porque ha salido a su madre.

– ¿Está tu padre, rica?

– ¿De parte de quién?

– De Pablo: Pablo Miralles.

La oí llamar gritando: «Mamá, es el tío Pablo, que quiere hablar con papá. Debe de estar borracho, porque no me ha reconocido».

Se puso la madre: mi Adorable Cuñada.

– ¿Pablo?

– Sí, dime.

Se habían invertido los papeles. El que llamaba era yo, pero era ella la que preguntaba por mí. Su voz sonaba tensa.

– Tengo que hablar contigo -dijo, sin el leve tono de superioridad con que se había dirigido a mí en las pocas ocasiones en que habíamos hablado-.

– Joder, últimamente todo son misterios.

– ¿Por qué dices eso?

– Por nada, ¿qué pasa?

– Nada grave, por el momento. Pero tienes que venir a casa cuanto antes. Tengo que contarte una cosa.

– Pensaba pasarme ahora por ahí, necesito ver a Sebastián. ¿No puede ponerse?

– No, no puede -vaciló un momento-: no está.

– Pero si me han dicho en el despacho que estaba en cama, con fiebre… ¿Ha ido a trabajar por la tarde?

– No. Vente a casa y te explico, no puedo salir en este momento. Iría yo a verte, pero no puedo.

A estas alturas de la película, comprendí ya que lo desacostumbrado había empezado a desencadenarse a ritmo creciente y sin visos claros de remisión. Había cruzado con Lady First un total de treinta y siete palabras desde el remoto día en que casó con mi Estupendo Hermano, y ahora de repente me pedía que fuera a su casa para hacerme confidencias. Raro, muy raro; pero ya todo era posible desde que The First regalaba dinero, pedía cosas por favor y dejaba de ir.a1 despacho alegando una falsa indisposición. Me pasó por la cabeza un lío de faldas. Todo encajaba, incluso la ausencia simultánea de The First y su secretaria. Todo encajaba menos yo. Porque, ¿qué demonios tenía que ver yo en los conflictos matrimoniales de The First? Aunque supongo que estaba empezando a sentir cierta curiosidad, sin duda morbosa.

– Muy bien, me paso ahora mismo.

– Escucha: si ves a tus padres no les digas nada de esto. Si te preguntan di que Sebastián está enfermo. Sólo durante un par de días, ¿de acuerdo? Y lo mismo a cualquier otro que te pregunte.

El ruego tenía algo de imperativo.

– ¿Me estás pidiendo que mienta?

– Mira, Pablo, no nos engañemos: tú y yo no nos hemos llevado nunca bien, así que si me trago el orgullo y te pido un favor es porque tengo buenos motivos para hacerlo.

Franca y directa, no le conocía esa faceta a Lady First. Pero la petición de actuar con discreción confirmaba mi hipótesis del lío de cuernos. Y confieso que la posibilidad me encantó: The First protagonizando un escándalo sexual, liado con su secretaria, qué vergüenza; o mejor: con un joven percusionista mulato recién llegado de La Habana; más aún: involucrado en un asunto de zoofilia y sectas necrófilas, que saliera en todos los periódicos de la galaxia con foto en portada: la congregación reunida de noche en el cementerio de Montjüic, honorables ciudadanos vestidos de drag-queen sobre enormes botas de plataforma, el rímel corrido por el disgusto y en posición de acabar a besarle el culo a una cabra… En fin, tampoco me hice muchas ilusiones. Después de todo ni siquiera es probable un lío con la secretaria. Parecía una chica sensata, y además de hacer de adorno creo que usaba el Excel para convertir divisas. Antes de acostarse con mi herman seguro que intentaría encontrar un trabajo honrado, cuando menos algún otro lugar donde prostituirse decentemente.

Pero a todo esto volví a caer en mis treinta y cinco billetes. Hacer tan seguido otra visita de cortesía a mi Señores Padres y soltarles distraídamente que me dejara diez mil pelas sueltas para pagar el aparcamiento en Zona, Azul hubiera despertado la susceptibilidad de mi Señor Padre, que se empeña en sospechar intereses espúreos tras mis más sentidas muestras de amor filial. Además no tengo coche y entraba dentro de lo posible que SP cayera en la incongruencia. Busqué alternativas. Sablear a Lady Firs tendría todo el encanto de una primicia; al fin y al cabo también era un miembro de la familia y ya era hora de que empezara a tratarla como tal. O también podía deslizarme subrepticiamente en la habitación de uno de mis Adorables Sobrinos y hurgar en la hucha, a riesgo, eso sí, de que se dispararan las alarmas antirrobo, porque sin duda estarían ya iniciados en los métodos más rudimentarios de protección de la propiedad privada.

En fin, de momento me vestí y salí hacia casa de TheFirst. Mi Estupendo Hermano todavía no ha alcanzado el estatus de todo un Señor Padre, de modo que tuvo que conformarse con comprar el ático de rigor en la calle Numancia, bajo la barrera psicológica de la Diagonal, e espera de recibir el resto de la herencia paterna que le permitirá fijar residencia de invierno donde le salga de los cojones. Aun así había sabido sacarle partido a los 150 metros cuadrados de su ático y le había cabido el yacusi y el correspondiente piano a juego. Claro que es un piano vertical y abulta poco. El inconveniente es que Debussy no suena igual que en un piano de cola, pero mi Estupendo Hermano es hombre paciente y sabe que hay un tiempo para piano vertical y BMW y un tiempo para piano de cola y Jaguar Sovereign.

En el jol de su edificio también hay sofás y conserje -un tipo muy repeinao con una bata azul eléctrico a modo de uniforme-, pero los ascensores no son ni de lejos tan divertidos, se limitan a subirte al ático sin mayores alardes antigravitatorios.

Timbre.

Abre Lady First. Nos besamos las mejillas. Tiene mejor pinta de lo que yo recuerdo. Me dice que pase. Se nos cruza en el pasillo el otro de mis Adorables Sobrinos, de envergadura mucho más modesta que el primogénito y probablemente macho, a juzgar por la ausencia de pendientes y lazos. Pasa por delante de nosotros desarrollando un movimiento de cierta complejidad que recuerda a la locomoción cuadrúpeda, especialmente a la de los cocodrilos y otros reptiles, pero apoyando en el suelo la rodilla en lugar de la zarpa o extremidad inferior homóloga, y desde luego sin la gracia que otorga el ir arrastrando una larga cola zigzagueante. Un sistema bastante rudimentario, se mire por donde se mire: hace pensar en la degeneración de la especie que se temía Jean Rostand. Pero ahí no acaban las sorpresas: de pronto se para en seco, se apoya en un culo enormemente abultado que le deforma los leotardos azules, mira hacia arriba, y hace una mueca que recuerda misteriosamente a la sonrisa humana.

Horror: no tiene dientes.

Enfermo de aprensión, procuro ignorarlo pasando sobre él de una zancada larga. Mi cuñada en cambio debe de estar acostumbrada y, sin evidencias de sentir ningún asco, se agacha y alza en brazos a la criatura, que muestra ya a las claras su escasa inteligencia al acompañar un balbuceo de palmotazos sin justificación aparente.

– Verónica: ven, ocúpate un momento de Víctor -dijo Lady First alzando la voz hacia algún lugar remoto del pasillo.

Como estábamos solos en el salón deduje que «Víctor» debía de ser el nombre de la criatura, con lo que quedaba confirmada mi sospecha de que se trataba de un macho. Parece mentira: aún no tenía dientes y sin embargo ya tenía sexo. Enseguida apareció la tal Verónica, que resultó ser una teenager gordísima con una camiseta del Grin-pis y unos pantalones elásticos de color lila. Me gustó su aspecto y le dediqué un «Hola» amable; la gente francamente gorda siempre me cae bien, aunque sean ecologistas. La criatura pasó de unos brazos a otros sin cesar en sus gesticulaciones delirantes y Verónica se lo llevó lejos de mi presencia, pasillo allá, con lo que mi simpatía por la muchacha quedó reforzada por un punto de gratitud. No es que yo sea racista, pero hay que reconocer que los cachorros humanos huelen mal, especialmente en estas fases tempranas; desprenden un tufo empalagoso, mezcla de colonia dulzona, cremas pal culo, papillas…, un hálito repelente que impregna todo lo que entra en contacto ín timo con ellos.

– Siéntate donde quieras: ¿quieres tomar algo? -¿Tienes cerveza?

– Me parece que no.

– ¿Vodka?

– Seguramente.

– ¿Vichy?

– Puede que agua con gas.

– Entonces tomaré un Vichoff: vaso largo con hielo, mitad de vodka helado, medio limón exprimido y el resto de algún agua carbónica si no tienes Vichy. No uses la coctelera porque el agua pierde gas.

– Oye, ¿no te apañas con un whisky?

Alcancé a ver en el mueble bar una botella de Havana 7. Prefiero el 3, que es menos dulce, pero el jodido de The First compra siempre lo más caro. Es de ese tipo de gente que, de poder, respiraría algo más refinado que simple aire.

– Pásame la botella de ron. ¿No te importa que beba directamente de ella?

– Toma, haz lo que quieras.

Lady First se había servido un par de dedos de güisqui en un vaso chato. Me tendió la botella asiéndola por el cuello, pero no agarrándola como para servirse, sino con el pulgar hacia abajo, como el que ha de transportarla durante un buen rato. Se sentó en el otro enorme sofá de cuatro plazas que había frente al que ocupaba yo. Estaba desconocida: el detalle de la botella, la despreocupación con que se había sentado en el sofá sobre una pierna, el sorbo pausado al güisqui… además, no era tan repulsiva como la recordaba. Quizá es que la mitad de las veces la había visto embarazada, y una mujer embarazada siempre da un poco de angustia, no sé, como un huevo de alien a punto de soltar al monstruo. Ahora en cambio tenía un aire canalla a lo Greta Garbo que no le conocía. Bien mirado incluso tenía algún parecido físico con la Garbo, quizá por el peinado. Y unos ojos verdes bastante bien terminados.

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