– ¿Por qué no?: falta una semana larga, y ha dicho el doctor Caudet…
– Eso ya lo hemos discutido, Mercedes.
SM buscó ahora mi apoyo:
– Fíjate qué tontería: ¿sabes que tu padre no quiere salir de casa porque dice que intentaron atropellarlo?
– Merceeedes: ya lo hemos discutiiido.
– No hemos discutido nada, y sabes una cosa: empiezo a pensar que estás paranoico: paranoico, sí, para que lo sepas.
– Mercedes, por favor: basta.
Mi Señor Padre había hablado: basta. Dejó la gamba a medio pelar, se pasó ostensiblemente la servilleta por los labios -inmaculados aún-, la arrojó después sobre el mantel, e inició la complicada maniobra de ponerse en pie trasteando con las muletas. El aperitivo había terminado. Lástima, porque el paté de ciervo no estaba del todo mal. Afortunadamente, tras el conato de bronca, la comida fue bastante silenciosa, al menos durante su primera parte, y pude dedicarme por entero a comer. La Beba no pierde el toque en la cocina, y había hecho en mi honor una de sus especialidades: solomillo en salsa de vino y setas. Mi Señora Madre, por supuesto, ni siquiera cató el guiso. A cambio comió una ensalada de lechuga francesa masticando no menos de veinte veces cada porción que se llevaba a la boca. Según explicó, su trainer personal le había recomendado ese ejercicio ensalivatorio por no sé qué gaitas de la correcta asimilación del bolo. Además precedió la ingesta de una interminable colección de minúsculas bolitas homeopáticas especialmente indicadas para reforzar tendencias sulfurosas -o sulfúricas, o sulfhídricas, no recuerdo bien cómo dijo.
No fue hasta los postres cuando SM se retiró a la cocina a preparar el café -lo único que se empeña siempre en preparar y servir ella misma- y me quedé a solas con SP.
Start:
– Bueno, explica.
– Qué quieres que te explique.
– Eso de que han intentado atropellarte.
– No lo han intentado, lo han hecho.
Pausa. Yo, cara de leve escepticismo; SP cara de Señor Padre.
– Y por qué iba alguien a querer atropellarte.
– No lo sé. Sólo sé que hubieran podido matarme de haber querido. Pero no quisieron.
Inicié un rodeo informativo:
– ¿Cuántos iban en el coche?
– Dos.
– ¿Reconociste a alguno?
– Pablo, hijo, pareces tonto: ¿crees que si hubiera reconocido a alguno no hubiera hecho ya algo al respecto?
– ¿Y el coche?
– No sé. Era pequeño y rojo.
– ¿Matrícula?
– No me dio tiempo a fijarme.
– ¿Lo has denunciado?
– ¿Qué quieres que denuncie?, ¿que un coche pequeño y rojo me atropelló a posta? Hicieron un informe para la Guardia Urbana en el hospital y listo.
Me sentí ligeramente Carvalho.
– ¿Testigos?
– Unos albañiles. Almorzaban en un bar de Numancia y acudieron al oírme gritar y dar golpes en el capó, pero cuando llegaron el coche había salido huyendo. En cualquier caso no creo que quisieran meterse en líos testimoniales. Me atendieron en primera instancia, pararon un taxi y se ofrecieron a acompañarme, pero les dije que no hacía falta.
– Qué crees que querían los del coche: ¿robarte?
– No lo sé. Robarme no creo.
– ¿Un par de locos de los que disfrutan machacando peatones?
– No tenían pinta.
– Y qué pinta tenían.
– Treinta o cuarenta años, ropa corriente…, podrían pasar por oficinistas. Yo creo que eran matones pagados, hicieron el trabajo sin aspavientos y se fueron.
– A ver, papá: en qué lío te has metido.
– ¿Yo?: yo no tengo líos…
– ¿Entonces?
– No sé.
Game over, insert coins. De ahí ya no iba a moverlo, y sin embargo quedaba por resolver lo fundamental. A saber:
– Papá: te importaría decirme por qué me has contado esto.
Silencio enorme. Contestó mientras anudaba la servilleta:
– Porque quería que lo supieras.
– ¿El guardia jurado de abajo tiene algo que ver con el asunto?
– Lo contraté ayer tarde.