– ¡Hombre!, pensaba que ibas a llegar antes de la una.
Me encogí de hombros mientras me inclinaba a darle los dos besos de costumbre.
– Ya sabes que mi horario nunca es exactamente el mismo que el de la Península.
– ¿Qué península?
SP no entiende nunca las bromas. Es la única persona de este mundo con la que no tengo más remedio que hablar permanentemente en serio.
– Lo siento, me he entretenido por el camino.
No dejó de fingir que ojeaba el periódico (SP no hojea el periódico: lo ojea) mientras me instalaba en un asiento junto a él:
– No lo entiendo, siempre te entretienes con algo. No sé qué es lo que encuentras por ahí tan entretenido. Yo voy por la calle y no me entretengo con nada.
– Es que soy un poco despistado, ya lo sabes.
– ¿Despistado? Los despistados no se entretienen, si acaso se pierden…
Ésa es otra. Con SP hay que rebuscar siempre hasta dar con la palabra que a él le parece justa.
– Bueno, puede que también sea un poco disperso.
– Pues no es bueno ser disperso, hijo, hay que concentrarse en lo que uno esté haciendo.
Mi Señora Madre, oliéndose la inminencia de una Oda a las Buenas Costumbres, inició un mutis con la excusa de ayudar a la Beba y a la asistenta y desapareció de la terraza. En ese momento comprendí que estaba a punto de empezar el bombardeo: SP había dejado el periódico, se había incorporado en la tumbona, y encendía uno de esos puritos de los que se asiste en los exordios.
– Si yo hubiera sido disperso cuando tenía tu edad no hubiera llegado a donde estoy.
– ¿Quieres decir a esa tumbona, con la pierna escayolada?
– No seas simple, demonios: te estoy hablando en serio.
– Yo también estoy hablando en serio, pero no sé qué quieres decir con eso de «no hubiera llegado a donde estoy», resulta francamente ambiguo.
– Pues está bien claro: que vas a cumplir cuarenta años y vives como si tuvieras diecisiete.
– Voy a cumplir treinta y cinco.
– Pero los cuarenta los cumplirás también, ¿no? Además tanto da: tienes edad de llevar otra vida. Yo a tus años había terminado dos carreras, aprobado oposiciones a Notarías, fundado mi propio negocio y engendrado dos hijos. Y tenía una mujer como Dios manda y una casa decente en la que vivir.
Se me ocurrieron no menos de tres posibles réplicas, por ejemplo: «Sí, pero fracasaste en la educación de tu hijo menor, que va a cumplir treinta y cinco años y vive como si tuviera diecisiete». Pero en lugar de eso solté un desganado
– Admirable papá: eres un gran hombre que él se tomó al pie de la letra, como corresponde al buen cabeza cuadrada que es:
– No sé si soy un gran hombre, pero soy un hombre: hecho y derecho; y tuve que hacerme y enderezarme a mí mismo.
– Ah, ¿sí?, ¿y qué debo hacer yo?: ¿ser como tú y en consecuencia hacerme a mí mismo, o no ser como tú y por tanto esforzarme en parecerme a ti?
– Lo que tendrías que hacer es llevar una vida que al menos mereciera ese nombre. Mírate: pareces un…, no sé lo que pareces: estás gordo, vas hecho un Adán, no tienes oficio conocido, ni trabajo, ni casa, ni familia propia. ¿Quieres explicarme de qué demonios vivirías si no fuera por tu hermano?
– ¿Por mi hermano?
– Por tu hermano, sí.
Eso era un golpe bajo.
– Mirá, papá: he venido a verte porque me han dicho que habías tenido un accidente. Eso significa que estoy dispuesto a charlar un rato contigo en tono amable, pero no significa en absoluto que esté dispuesto a rendirte cuenta de mis costumbres. Vivo de las rentas que me da el negocio que tú fundaste, cierto, y uso de mi patrimonio según me parece más oportuno, exactamente igual que hace Sebastián, él a su manera y yo a la mía. Pero si te arrepientes de haberme cedido parte del pastel, gustosamente te devolveré hasta el último título. Incluso estoy dispuesto a pagarte el alquiler que le cobrarías a otro por el piso que ocupo. Y si no puedo pagarte me mudaré a otro más barato.
– No te estoy pidiendo que me devuelvas nada, no es eso.
En el fondo es un blando. Un blando y un sentimental Hubo un tiempo en que me hacía perder los papeles, pero ya le tengo pilladas las medidas. Procuré aprovechar la bajada de tensión y la subsiguiente pausa para cambiar de tema:
– ¿Cómo ha sido?
– El qué.
– El accidente.
– No ha sido un accidente.
– Ah, ¿no?
– No. Se me han echado encima a propósito. Pero no quiero que hagas comentarios delante de tu madre, ya he mos discutido por culpa de este asunto.
– ¿Que se te han echado encima a propósito?
Silencio, trago de bíter. Eso significaba que no querí entrar en materia, al menos todavía.
Llegó mi Señora Madre con platos de nosequé colo amarillo y tras ella la asistenta con algo que bien podía se paté de ciervo a pesar de que no se advertía ni rastro de cornamentos. SM se acercó y me preguntó si quería bebe algo. Le pedí cerveza. Me ofreció bíter, vermut, vino blanco, champán, cocacola, cualquier cosa más propia de un aperitivo en la terraza ajardinada de un decimocuarto sobre la Diagonal bajo el que pasan cada mañana la Infanta Cristina e Iñaki Undangarín. Finalmente se avino a complacerme cuando le sugerí como alternativa un vodka con Vichy y todavía le pareció peor que la cerveza. SP disimulaba tras el periódico y aproveché la ocasión de escaqueo para asomarme a la calle por un hueco que dejan los arbustos. Se ve un buen tramo de la Diagonal, desde más allá del hotel Juan Carlos hasta Calvo Sotelo, y casi enfrente, las torres de La Caixa y un buen pedazo de ciudad hasta el mar. El día estaba algo nublado pero la visibilidad era buena, se distinguían nítidos los dos Rascacielos de la Señorita Pepis a lo lejos, en el Puerto Olímpico. Desde allí fui retrotrayendo la mirada hacia el barrio. Casi se leía la marca de la antena parabólica en la parte alta del edificio donde vivo, propiedad todo él de mi Señor Padre: ahí mismo, a la izquierda. Y justo un poco más arriba se adivinaba la calle Jaume Guillamet, donde, impulsado por no sé qué asociación de ideas, traté de localizar la casa del número 15.
– Venga, acercaos a la mesa.
Ordenó SM. SP trató de ponerse de pie ayudándose de unas muletas y le ofrecí apoyo para facilitarle las cosas.
– Voy a vestirme -dijo.
El particular sentido de la etiqueta de mi Señor Padre le impide sentarse a la mesa en pantalones cortos, de modo que SM se excusó debidamente ante mí -«¿Nos disculpas un momento, Pablo José?»- y se fue con él, supongo que a ayudarle a ponerse unos pantalones largos, cosa que no debe de ser demasiado fácil a los sesenta y muchos si se tiene una pierna escayolada y se pesa un centenar largo de kilos. Me senté ante la mesa un poco de refilón, desganado. Mi cerveza estaba ahí, pero no era cerveza normal sino una de esas mariconadas de importación, con un tapón hermético como el de las gaseosas antiguas. Bebí. Pse: calentucha. No tenía ni pizca de apetito, pero me dije que no podía desperdiciar la ocasión de comer bien y ataqué una gamba con la esperanza de ir haciendo boca. No costó mucho, la cerveza terminó por disolver el sabor dulzón del cortado en el bar de Luigi y la gamba estimuló mi olfato adormecido, de modo que seguí con los berberechos al vapor y unos deliciosos pinchitos de corazón de alcachofa al horno y anchoítas en salmuera. Home sweet home, después de todo.
La Beba llegó con una botella de vino blanco empañada por la condensación:
– Qué, ¿cómo va?
– Difícil, pero voy saliendo.
– Paciencia. Come paté de ciervo que'sta bueno. Es el más oscuro.
– Oye, Beba, qué sabes del accidente de mi padre.
– Chico…, dicen que venía del parque y un coche se subió a l'acera y le dio un trompazo.
– ¿Y el conductor?
– Se ve que salió a escape. A tu padre l'ayudaron a meterse en un tasi unos paletas que lo vieron desd'un bar.Fue a buscalo después tu hermano.
– Y no has oído nada más.
– Nada más de qué.
– No sé… ¿No te contó nada Sebastián?
– Sebastián estaba mu raro… Ya sabes que's un desaborido, pero es que ayer estaba mu amohinao. Entró un momento a la cocina a saludame y ya no hablé más con él.
La Beba es un excelente radar, pero hay que tomarsu tiempo para que verbalice algo concreto y no pude seguir indagando ante la vuelta de los anfitriones. SP había cambiado los pantalones cortos Burberry's por unos largos de tergal gris con un corte en la parte baja de la pernera que le permitía enfundar la pierna escayolada. Seguía llevando una zapatilla de tenis en el pie bueno y el mismo polo de cuadritos escoceses que hacía conjunto con el pantalón corto, de modo que el resultado era bastante estrafalario, parecía un pordiosero vestido con las donaciones del vecindario rico. SM mantenía la indumentaria en su línea oficial para actos informales, jeans de color blanco y un enorme blusón azul con motivos bordados en dorado: pájaros, tigres de Bengala y floripondios dispuestos a modo de mandala; desde que descubrió a Lobsang Rampa le ha tirado siempre la cosa orientalizante. Bonita pareja sentada ante mí. Traté de no llamar mucho la atención reduciendo al mínimo la emisión de ondas cerebrales, pero fue inútil. Abrió el fuego SM, aunque fingiendo dirigirse a SP:
– Pues le estaba diciendo a Pablo José que conocimos a la hija de Blasco la otra noche.
– Mmmmm.
SP estaba ocupado tratando de pelar una gamba sin tocarla mucho, como si fuera un objeto repugnante, y no atendió demasiado a lo que decía SM. Pero hace falta algo más explícito que un mugido desganado para desanimar a mi Señora Madre.
– Carmela, se llama. Una chica estu-penda: estu-penda. Hija única. ¿Te he dicho que estudió jazz, como tú?
– Mamá: yo no he estudiado yas en la vida.
– ¿A no?, pero tocabas la guitarra, ¿no?… Bueno, el caso es que Carmela me causó una impresión magnífica: magnífica. Una chica de hoy en día: te caería estupendamente.
Estuve a punto de decir que cada día me tropiezo con centenares de personas que me caerían estupendamente y lo malo es que siempre termino por conocer a las otras, pero, prudentemente, me limité a poner cara de estar ocupadísimo masticando. Ni por estas.
– Pues creo que por San Juan los Blasco organizan una verbena en Llavaneras. Seguro que estará Carmela, y te advierto que le enseñé una foto tuya y pareciste gustarle mucho.
Por una vez me libró de haber de escurrir el bulto mi Señor Padre:
– No te esfuerces: por San Juan no vamos a estar en Llavaneras.