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CARGA DELANTERA SOBRESALIENTE

Me despertó de la siesta un trueno descomunal, brrrrrrrrrrrrrrrrrrrm, justo mientras soñaba con unas criaturas pérfidas dotadas de la singular facultad de hincar sus piernecillas en tierra, convertirlas en raíces, y sobrevivir indefinidamente en forma vegetal. Hasta tenían nombre: borzogs, se llamaban: un extraño híbrido entre la ortiga y el duende. Uno se paseaba tranquilamente entre ellos sin sospechar nada y, de repente, zas, cobraban movimiento, sacaban las raíces del suelo convertidas de nuevo en piernas, y te mordían las pantorrillas con saña, la madre que los parió.

Eran más de las siete de la tarde. Llovía a lo bestia, tormenta de primavera, breve pero jevi, y acabé de despejarme mirando la cortina de agua desde la ventana. Barcelona mola cuando llueve: los árboles recuperan el verde, los buzones el amarillo, los techos de los autobuses el rojo vivo, lavados por el agua abundante. No sé qué coño pasa con los autobuses de Barcelona que desde arriba se ven siempre llenos de mierda. Menos cuando llueve fuerte y todo se pone verde, azul, rojo, colores primarios sobre gris marengo, y la ciudad parece de juguete, un Scalextric, o un Tente. Puse café al fuego para afrontar el segundo despertar del día, mucho más plácido este de la tarde, y le di a la palanquita de la radio. Sonó algo lento, con voz de negra melosa y largos fraseos de saxo. Después encendí el ordenador y lo dejé arrancando mientras liaba un porro y salía el café. Enseguida me apalanqué delante de la pantalla y conecté con el servidor. A ver. Doce mensajes. Tres de ellos pura propaganda; los otros nueve tenían más chicha. Los revisé superficialmente para empezar a discriminar: John desde Dublín que hola qué tal, I've been writting some Primary Sentences these days and here I send you a few, etcétera; los de la Oficina General de Patentes que no podían facilitarme la información solicitada, bla-bla-bla; Lerilyn desde Virginia, que no soportaba a sus compatriotas y que echaba mucho de menos Barcelona, besos con V y hasta pronto sin H… Me detuve un poco más en una nota del Boston Philosophy College que me invitaba a dar una charla en los cursos de verano. Por supuesto no pensaba asistir, pero me recreé un rato en ella para fortalecer mi ego. En la calle no soy nadie, pero en la Red tengo un nombre y entre mis resabios burgueses me queda un resto de vanidad. Los otros seis mensajes venían de la lista de direcciones del Metaphisical Club y desconecté para leerlos tranquilamente. Por lo que pude empezar a ver todos hacían referencia a mi último envío. «Si toda palabra inaugura un concepto, basta decir "todo aquello que no existe" para que todo aquello que no existe cobre realidad», trataba de contrariarme un tal Martin Ayakati, con cierta lógica no por defectuosa menos meritoria.

Me propuse ser ordenado e ir respondiendo a medida que leía. Le di al botón de respuesta y empecé a redactar en castellano:

«Decir "todo aquello que no existe" inaugura, efectivamente, un concepto; pero no trae a la existencia más que a ese concepto que inaugura, es decir, una cierta entidad de la que nada sabemos excepto que recibe el nombre de "Todo aquello que no existe". Téngase en cuenta que del mismo modo que una mujer puede llamarse "Rosa" y eso no significa que haya de tener espinas…» Había empezado a entrar en calor cuando sonó el teléfono. Estaba visto que aquél era el día de las interrupciones telefónicas.

– Siií.

– Llevo un cuarto de hora llamándote y comunicas.

Era The First. Debía de haber llamado mientras recibía el correo.

– ¿Qué coño quieres ahora?, hemos quedado para el lunes, ¿no?

– Ya no. Olvídate del asunto. -¿Queé?

– Que te olvides. Ya no me interesa la información. -Ah ¿no?, pues a mí sí que me interesan las cincuenta mil pelas.

– Estoy seguro de que no habrás empezado aún a trabajártelas.

– Pues sí: me han ocupado espacio mental. Y un trato es un trato: me debes la pasta.

– Bueno, quédate con las quince mil que te he adelantado.

Eso sí que era raro. Había que aprovechar la oportunidad para sangrarlo.

– Las quince mil ya no las tengo; y he rechazado otro encargo contando con que me darías el viernes las treinta y cinco restantes, así que ya me explicarás.

– Vale, no me marees: pásate mañana por aquí y te doy el resto. Pero olvídate del asunto, ¿me oyes?: olvídate. Curioso: The First me regalaba cincuenta mil pelas por todo el morro, sin discutir, ni regatear, ni meterse conmigo. Algo gordo se traía entre manos, seguro, o eso al menos sugería la vehemencia de sus palabras, «olvídate», un imperativo extraño, «olvídate», ahora sé que lo dijo alarmado, pero en aquel momento me pareció sólo impaciente, una impaciencia que me venía bien para darle final a la conversación antes de que tuviera ocasión de arrepentirse por haberme prometido el dinero:

– Muy bien, me paso mañana. Oye, ahora estoy ocupado… Y si has de volver a llamar haz el favor de no dar esos timbrazos.

– Espera, hay otra cosa.

– Qué pasa.

– Papá: se ha roto una pierna.

– ¿Una pierna?… ¿Para qué?

No era broma, es que me sorprendió la noticia. Mi Señor Padre no hace nunca nada sin motivo que lo justifique.

– Un accidente. Un coche la ha dado un golpe. Me ha llamado desde el hospital y he ido a buscarlo. Mamá está un poco histérica, ¿no te ha llamado?

– No… ¿Es grave?

– No. Lo han enyesado hasta la rodilla. Tiene para poco más de un mes, pero se ha puesto de mal humor porque pensaban trasladarse a Llavaneras este fin de semana y quedarse ya todo el verano. Pásate a verlos cuanto antes, haz el favor, los dos están un poco nerviosos.

Era la primera vez que The First me hacía una petición semejante, pero lo verdaderamente raro, lo alarmante, era que lo hiciera «por favor». Quizá el accidente de nuestro Señor Padre lo había puesto nervioso -quién sabe si bajo el pretaporté de Lorenzo Barbuquejo a mi Estupendo Hermano le quedaba todavía alguna entraña-, pero desde luego seguía siendo inaudito que soltara la pasta con tanta facilidad.

Levanté otra vez el teléfono y marqué el número del cuartel general de los Miralles. No sé: debió darme un subidón de amor filial.

Se puso directamente mi Señora Madre, lo que no era tampoco muy habitual. A las primeras palabras noté que se le había pasado el susto, pero aún estaba alterada. Le pregunté por qué no me había avisado enseguida del accidente, más que nada por mostrar alguna solicitud.

– ¿Tú crees, Pablo José, que con todo lo que ha pasado tengo la cabeza para nada? Además, he llamado y no estabas, y después con el trajín se me ha olvidado. Tu hermano ha ido a buscarlo al hospital.

– ¿Está por ahí? ¿Puede ponerse?

– No, déjalo, se ha tumbado en la cama. Está de un humor horrible. Supongo que vendrás a verlo…

No sé por qué accedí pero lo hice:

– Bueno, puedo pasarme un momento mañana por la mañana. Tengo que ir al despacho a ver a Sebastián y aprovecharé el viaje.

– Muy bien. Ven sobre la una y tomaremos un aperitivo antes del almuerzo.

Eso me obligaba a quedarme a comer. Bué…, un día es un día.

Lié otro porro y me serví más café esperando volver a concentrarme en el correo, pero no pude. En realidad no era para tanto: SP se había abollado un poco la gamba y The First había tenido un momento de debilidad, nada demasiado extraordinario; pero está visto que el coco me va a su bola y cuando no quiere concentrarse en algo no hay manera. Me levanté de la butaca y volví a la ventana. Había parado de llover; sonaba en la radio algo de El último de la Fila, esa voz que le da trascendencia a cualquier tontería que cante, y empecé a ponerme tristón paseando la vista por la sala, un verdadero campo de agramante que se extendía ante mis ojos. Casi temí que de entre la jungla de la habitación pudiera surgir un borzog y se lanzara a morderme las pantorrillas. Me dio tan mal rollo la idea que me dejé llevar por otro resabio burgués y pensé que había llegado el momento de ponerse a limpiar. Decidí empezar por el dormitorio, que viene a ser el ojo del huracán, pero bajo un montón de calzoncillos que habían ido sedimentando a los pies de la cama me encontré con un suplemento atrasado de El País y me quedé enganchado tratando de recordar por qué demonios debía de haberlo traído a casa. Gracias a esta sutil maniobra de despiste, al rato se me habían pasado ya las ganas de limpiar, pude volver a dejar los calzoncillos donde estaban y dirigirme a la cocina en busca de algo comestible. Me apetecían horrores un par de huevos con puntillas y un plato de patatas fritas ahogadas en mayonesa. La nevera recién recargada daba de sí para eso y para mucho más.

Ya me había puesto manos a la obra cuando, por cuarta vez en lo que iba de día, sonó el teléfono, justo cuando las patatas estaban dorándose en la sartén grande y el aceite de los huevos empezaba a humear en la pequeña.

– Diga.

– Holaaa, qué taaal…

Detesto a la gente que no se identifica cuando llama por teléfono. Todo el mundo cree que has de reconocer su voz al instante incluso a través de un altavoz de mierda. Pero a ésta la identifiqué enseguida: era la Fina.

– Ya ves, me pillas a punto de freírme unos huevos.

– Y qué: qué me explicas…

Tampoco me gusta nada que me llamen por teléfono y esperen que sea yo el que dirija la conversación. Digo yo que el que llama tiene que dar el pie, al menos… Pues la Fina no lo ve así.

– Nada. Ya te digo: friendo huevos.

– ¿A estas horas?

– Qué pasa, ¿no se pueden comer huevos a las horas sin erre?

Risa. Si algo tiene de bueno la Fina, aparte de las tetas, es que se ríe con mis gilipolleces. Eso la salva.

– Oye, se me van a quemar las patatas…

– ¿No eran huevos?

– Huevos con patatas. Patatas fritas. Fritas en aceite. De oliva.

Ahora insinuó una risita falsa y al fin se soltó:

– ¿Quieres que nos veamos luego?

– ¿A qué hora?

– No sé. De aquí a un rato… a las nueve, o así. ¿Quedamos donde Luigi?

Las patatas se habían quemado, pero estaban buenas igual. Me las zampé cubiertas de mayonesa para empujar los huevos y me quedé espatarrao en el sofá. Me entró pereza, enormes ganas de ponerme a ver la tele y ventilarme una bolsa de cacahuetes en cuanto me entrara otra vez la gazuza. Siempre pienso que veo la tele menos de lo que debería; además, siempre que la veo es de madrugada, cuando no queda más remedio que escoger entre el anuncio de AB Flex y alguna obra maestra del cine clásico. Por supuesto siempre elijo el AB Flex, pero a la tercera vuelta del vídeo empiezo a echar de menos un buen programa de máxima audiencia en Telecinco, con esos decorados llenos de escalinatas y trampolines. Así es como siempre me había imaginado el cielo que nos prometían los Hermanos Maristas a cambio de no hacernos manolas en la capilla. Total: me levanté del sofá de mala gana y anduve un rato buscando por los armarios algo limpio que ponerme. Encontré un polo viejo, pero noté que al levantar los brazos se me salía del pantalón por debajo del ombligo. Me acordé entonces de que en casa tenía un espejo y fui a ver: morcilla de metro ochenta embutida en un Fred Perry de los tiempos de Starsky y Hutch. Revolví de nuevo hasta dar con una camisa lo suficientemente grande para mis hechuras aunque erosionada en el cuello por la abrasión de la barba. ¿Quién demonios iba a entretenerse en mirarme el cuello de la camisa? La Fina, sí; pero la Fina es de confianza y le da igual cómo lleve los cuellos de las camisas. Lo peor era que me sentía un poco pesado: los huevos, la mayonesa, el esfuerzo de subir y bajar del taburete para remirar por los armarios… Suerte que pude tirarme un pedo largo y ruidoso que desalojó medio litro de volumen intestinal y dejó espacio para la papilla.

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