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– Un listado: un acopio de información organizada en filas llamadas registros y columnas llamadas campos. Es muy frecuente verlos por las oficinas desde que hay ordenadores.

– No me jodas, Pablito, que ya sé lo que es un listado, pero de dónde quieres que saque la información…

– Le sugiero que la solicite a Telefónica.

– Pero eso vale dinero, coño, Pablo…

Si el encargo se lo hubiera hecho directamente The First hubiera perdido el culo por complacerlo de inmediato, pero bastaba que apareciera yo como persona interpuesta para que resoplara como si la hubiera despertado a las tres de la mañana para pedirle fresas con nata. Podía recordarle que su contrato de trabajo estaba firmado por mí como socio a partes iguales de la empresa, pero no era cuestión de ponerse a discutir. Además, una mera referencia nominal resulta casi siempre incapaz de cambiar veinte años de reflejos condicionados.

– Escuche, Pumares: ya le he dicho que es un encargo de mi hermano, tiene la voz completamente rota y el médico le ha recomendado no hablar en absoluto. Claro que si no se fía y prefiere que le diga a mi padre que hable con usted…, ¿se fía de mi padre, no?

La mención al patriarca tiene siempre efectos fulminantes. Hizo una pausa durante la que dejó escapar un resoplido y condescendió, «Muy bien: dile a tu hermano que veré lo que puedo hacer».

La lista de teléfonos desconocidos había quedado reducida a cuatro nombres y los escribí aparte para verlos más claramente, a ver si me inspiraba. Villas, Llava, Vell Or, JG… Hubiera sido estupendo que JG correspondiera a Jaume Guillamet, pero en la vida las cosas no suelen ser tan redondas. Probé suerte intentando deducir en dirección contraria: ¿qué números era previsible que tuviera grabados The First?: el del despacho, el mío, el de su propia casa, el de mis Señores Padres en Barcelona y Llavaneras… ¡Llavaneras! Cotejé el número correspondiente a Llava con el de el chalet de mis SP's apuntado en mi agenda: bingo. Estaba a punto de ir a besarme al espejo cuando sonó el teléfono.

Era Lady First:

– Pablo, se me ha ocurrido que Sebastián suele ir con Lali y conmigo a un restaurante de la calle Marqués de Sentmenat…, se llama El Vellocino de Oro, a menudo llama para reservar mesa. He pensado que quizá sea el Vell Or de la lista. ¿Tiene sentido?

– Todo el sentido del mundo. Ahora mismo lo compruebo. Después te llamo.

Marqué el número. Contestó una voz masculina: «Vellocino, dígame». Dije que me había equivocado y taché un nombre más de al lista. Quedaban sólo Villas y JG, y me entretuve un poco en tratar de identificar su ubicación aproximada a partir de las cifras posteriores al prefijo 93. Villas era un 430 típico de la zona de Las Corts donde estaba mi propia casa, el despacho y el ático de The First. JG era un 487 que no me decía nada, aunque quizá pudiera preguntar a los de información de Telefónica.

Probé.

– «Bienvenido al servicio de información de Telefónica…». (…) Buenas tardeees, le atiende Mari Ángeleees.

– Hola, Mariángeles, necesito confirmar un dato: los tres primeros números de un teléfono se identifican con una determinada zona de la ciudad, ¿no?

– Mmm…, psssí.

Qué demonios debía de significar «mmm…, pssssí»…

– Bueno, me puedes decir a qué barrio corresponde un 487.

– ¿Tiene el número completo?

Le di el número completo.

– Sarria-Sant Gervasi.

– ¿No me puedes dar la dirección exacta?

Mariángeles lo sentía mucho pero no estaba autorizada.

Sarriá-San Gervasio. Eso debía de abarcar desde la plaza Calvo Sotelo hasta el quinto coño saliendo montaña arriba en dirección al Tibidabo. Y a saber si se incluía también Pedralbes, o incluso Vallvidrera, nunca he entendido muy bien las divisiones administrativas de la ciudad y tampoco tenía ganas de ponerme a ello en ese momento. Además, estuviera donde estuviera ese JG tanto podía ser el psiquiatra de The First como su proveedor de antigüedades o el sastre carpetovetónico que le hacía los trajes de pijo divino (Jesús Gatera, jacinto Garrafones, Juanito Gazuza?).

Decidí dejarme de especulaciones y llamar directamente. Marqué el número. Tardaron un poco en descolgar: -Jenny G., buenas tardes. Cielo santo: voz de gatita dulce, pronunciación a la inglesa y tono de estar encantada de haberme conocido. Puti-club: fijo. Me pilló tan de improviso que tuve que hacerme el remolón para ganar tiempo. Terminé por poner voz de cuarentón de clase alta en busca de refinamientos de nombre extranjero:

– Sí…, con Jenny, por favor.

– ¿Es usted… amigo de la casa?

– Nnnno, no exactamente. Llamo de parte de un amigo.

– Lo lamento, señor, es posible que se equivoque.

Bien, bien, bien. Mi Estupendo Hermano no sólo estaba liado con su secretaria sino que además hacía pinitos en una casa de putas en la que hasta la recepcionista era filóloga y decía «lo lamento», así que las putas propiamente dichas debían ser descendientes de los Romanov. Se iba perfilando en The First la figura de un Estupendo Gángster con su abrigo de pelo de camello blanco y su puro con vitola personalizada.

No quise dejar trabajo pendiente y probé también llamando al número de Villas. Después de un par de pi-pips oí que descolgaban, pero no sonó ninguna voz. «¿Buenas tardes? -dije-. ¿Oiga?» Nada. Colgué, volví a marcar por si me había equivocado y volvieron a descolgar, pero tampoco dieron señales de vida. Aún lo intenté por tercera vez y fue lo mismo. En fin: di por momentáneamente terminada la investigación telefónica y puse en marcha el ordenador. Me conecté a Internet y escribí «Jaume Guillamet» en el search de Alta Vista.

La vorágine. Empecé leyendo un resumen de la SEOD donde se aseguraba que la disarmonía dentomaxilar por apiñamiento afectaba en la actualidad a un sesenta por ciento de los adolescentes granadinos. Lo interesante del caso es que cráneos medievales estudiados al respecto sólo la presentaban en un escaso trece por ciento, y semejante diferencia hacía sospechar a los expertos que algo gordo estaba pasando, aunque no se aclaraba si solamente en Granada, en el occidente judeo-cristiano, o en toda la galaxia. Después probé con una exposición sobre los aspectos histopatológicos de la reparación periapical y, todo seguido, con otra sobre los conductos condicionantes en tales reparaciones. A partir de aquí empecé a sospechar que alguien llamado Jaume Guillamet era dentista; por lo pronto firmaba documentos en calidad de «Presidente de la Delegación Promocional del Comité Ejecutivo del Colegio de Odontólogos y Estomatólogos de España», cargo que ya de lejos atufaba a dentista y de los caros. Pero eso fue sólo el principio: al poco supe de la existencia de varios Guillamet implicados en la dirección de la Unió Esportiva Figueres, del fotógrafo de la Tumba de Kiki y conservador del patrimonio artístico de Andorra, de una tal Eva María Guillamet que afirmaba en su güeb personal que le gustaban las novelas de Agatha Christie, ir de camping y conocer a gente interesante (no como ella), y hasta de un Sylvester Guillamet, taxista en Manhattan, que tenía algo que ver con la Taxi amp; Limousine Comission de Nueva York y su declaración de derechos del pasajero, documento, por cierto, que otorgaba al viajero la potestad de obligar al conductor a apagar la radio durante el trayecto.

A la media hora de enterarme de cosas de las que no tenía ninguna necesidad de estar enterado pulsé la opción de búsqueda avanzada. Allí escribí «TEXT: (("jaume guillamet" *15 OR "15* jaume guillamet") AND "barcelona") NEAR ("dir" OR "address" OR "mail")» y probé suerte. La tuve. Aparecieron sólo unos pocos links, como media docena, y eso siempre anima. Pinché el primero. Era una pregunta por imeil a un servicio de asesoría sobre multas de tráfico. El emisor había aparcado su Seat Toledo matrícula B tal y tal junto a unas obras sitas frente al 15 de Jaume Guillamet. Al aparecer la grúa municipal había tenido la poca delicadeza de llevársele el coche y dejar a cambio un triangulito adhesivo enganchado en el bordillo. La fecha era de enero del 98, debía de ser cuando las obras del edificio de viviendas frente a la casa del jardincillo.

Bien por el buscador de Alta Vista, pero aquello no me servía para nada.

Pinché el segundo link y se cargó una página sin título. La primera línea de texto decía «22th, Juny» y bajo ella se listaba un gran número de horarios, nombres y direcciones. Recorrí los primeros párrafos: las direcciones pertenecían a diferentes ciudades europeas, Milán, Burdeos, Hamburgo, organizadas en una orden aparentemente arbitrario. El fondo de la página contenía repetida como en un mosaico la palabra WORM, dibujada simulando un bajo relieve sobre gris oscuro. Lo primero que me vino a la cabeza fue la palabra inglesa para «oruga» o «gusano»: worm. Probé a dar instrucción al navegador para que buscara Jaume en la misma web y lo encontró:

oo:oo a.m.

G. S. W. Amanci Viladrau

Password: 25th Montanyá St.; 08029-Barcelona (Spain)

Address: r 5th, Jaume Guillamet St.; 08029-Barcelona (Spain)

Interesante. Probé el tercer link y resultó ser un mirror francés de la misma página. El siguiente era en alemán y el último en castellano. Eso agotaba el total de respuestas que había dado el motor de búsqueda. No supe qué demonios podía significar aquello, pero era raro, lo suficiente como para seguir investigando por ese camino.

El dominio del mirror inglés era worm.com, y allí que me fui. Lo primero que apareció fue un mensaje emergente en el que se prometían venganzas en forma de virus informáticos a quien osara entrar en aquel site, e inmediatamente se ejecutó un MIDI con una musiquilla la mar de deprimente. Se pretendía que aquello pareciera un mensaje del sistema, pero parecía la maldición de la momia. Estaba claro que querían meterle miedo al visitante casual y fácilmente impresionable. Y precisamente por eso decidí seguir adelante.

Para los navegantes intrépidos que a pesar de la advertencia llegaban a cargar la página, tenían preparada otra prueba iniciática. Terminado el adagio, sonaba un coro de voces repitiendo «worm, worm, worm» en plan grupo vudú a punto de sacrificar a alguien entre aullidos de ultratumba. Se mostraba un fondo negro con signos cabalísticos en rojo y dorado, y se pedía, para poder continuar, rellenar un formulario con los datos personales del visitante. Una vez cumplimentado, «Worm» enviaría a su dirección electrónica la clave de acceso a la página. Eso suele echar atrás a otra buena porción de las visitas (a nadie le gusta dar su dirección electrónica así como así), pero yo dispongo de tantas cuentas en distintos servidores de correo como nombres falsos uso en la calle, así que no problemo. Rellené los casilleros -Pablo Molucas, treinta y tantos años, una dirección inventada de Barcelona, un teléfono arbitrario, [email protected] y submití los datos. Enseguida se abrió otra página diciendo que OK y que esperara unos minutos a recibir el mensaje con el pásguor. Abrí otra ventana del navegador y me fui con ella a Hotmail.com. Escribí pmolucas, mi clave personal, y comprobé que todavía no hubiera llegado nada al In Box.

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