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Me serví otro café y lié un porro para entretener la espera. Casi hacía calor. Abrí la ventana de la sala por primera vez desde finales del otoño anterior y entró una mezcla de aire, monóxido de carbono y metales pesado en suspensión que en pocos segundos inundó la habitación de olor a humo de autobús; pero era un humo fresco, reconfortante, a cuya comparación la atmósfera que había ocupado la casa durante el invierno se me antojó un hálito rancio. Me encanta el olor de Barcelona, no sé cómo la gente puede sobrevivir en el campo, con ese aire en bruto, que te taladra las pleuras. Me sentí tan a gusto que fumé todo el porro asomado a la ventana. Atardecer de finales, de junio; sonaban ya, sobre el estertor del tráfico, algunos petardos que los críos no tenían paciencia para reservar hasta la noche de San Juan. En realidad no me gustan los petardos, ni los fuegos artificiales, ni ninguno de esos alar des pirotécnicos que se supone nos retrotraen a los ritos ancestrales de culto al sol, o gilipollez equivalente; siempre me han parecido cosa de progres: los correfocs, y toda esa parafernalia pseudopopular…

Volví a la pantalla del Hotmail y la actualicé.

Había llegado un mensaje: «Worm Key», decía el títu lo. Lo abrí y leí:

«Tell the WORM you are pmolucas_worm.»

Tanto misterio para eso. En fin. Me volví a la página de los coros fantasmagóricos y escribí «pmolucas_worm» en el casillero. Pero aquello sólo me dio paso a la tercera de las pruebas iniciáticas. El jueguecito empezaba a parecer un guión de Indiana Jones y decidí no concederles más de un cuarto de hora de atención antes de enviarlos a hacer puñetas. Esta vez se advertía que para seguir avanzando en el sait había que leer un texto y responder después a unas preguntas sobre lo leído. Ojeé primero las preguntas, a ver si podían ser respondidas sin leer nada, pero a pesar de que cada casillero limitaba las respuestas posibles mediante un menú con varias alternativas, se hacía referencia a nombres de pila comunes y se pedían datos concretos respecto a una historia que me era completamente desconocida: qué llevaba lord Henry en la mano cuando conoció a la Reina y detalles por el estilo. Veinte preguntas en total. Probé a elegir cualquier cosa en las distintas listas desplegables y mandar la entrada. Nada: el sistema respondió con un inapelable «Read The Stronghold and try again» que te devolvía al cuestionario. Ese The Stronghold era precisamente el texto que se proponía leer en el freim de cabecera. No estuve muy seguro de saber exactamente qué podía significar Stronghold y pulsé el botón derecho del maus para encontrar auxilio en el traductor de Babylon: «fortaleza» o «plaza fuerte». Muy sugerente. De momento pinché el link que decía «Download The Stronghold, 1 Kb» y di instrucción de que se guardara el archivo en mi disco duro. Una vez cargado desconecté de la Red y lo abrí desde el Word: setenta páginas de texto estructurado en estrofas. Demasiadas. Pensé en catar en pantalla unos pocos versos confiando en que podría descartar enseguida la conveniencia de seguir leyendo: tenía hambre y un Estupendo Hermano por rescatar, no era momento de ponerme a leer mamotretos esotéricos, sobre todo si estaban escritos en aquel inglés macarrónico salpicado de lagartos ininteligibles; pero no hubo suerte: resulta que antes de mediar la primera página algo me hizo sospechar que había dado en el blanco.

La cosa era así: noche lluviosa, alguien llega a las puertas de una ciudadela. La entrada tiene un tejadillo que protege al visitante de la lluvia, un golpeador de hierro con una mano que sujeta una bola, bla-bla-bla, cuatro detalles más y -atención-: un trapito rojo atado a la antorcha que ilumina el umbral.

Mucha casualidad. Demasiada. No tuve más remedio que cargar a tope la bandeja de la impresora y dar instrucción de imprimir el texto. Podía tardar una media hora en estar disponible, pero decidí tener un poco de paciencia y esperar a tenerlo sobre papel para no dejarme los ojos en aquel guirigay medievaloide.

Entretanto, me senté en la sala a pensar cómo demonios organizar las siguientes horas. Había que comer algo. Sieeempre hay que comer algo. A veces es estupendo porque me apetece hacerlo, pero otras es sólo la molestia del estómago vacío, o los primeros síntomas de debilidad, que me obliga a dejar de beber o fumar o lo que quiera que esté haciendo tan a gusto. Una cosa sí es cierta: cuando tengo dinero en el bolsillo siempre resulta más fácil resolver la papeleta. Y en ese momento tenía dinero. Bastaba con llegarse a un buen restaurante y hacer el pedido. El Vellocino de Oro, por ejemplo, por qué no, de paso quiza averiguara algo nuevo sobre mi Estupendo Hermano secuestrado por una secta de fanáticos, «worm, worm, worm». Claro que sería mejor acudir al restaurante acompañado. Preferentemente de una mujer. Si uno pretende sonsacar a los camareros resulta menos sospechoso acudir en pareja, y en cualquier caso es más entretenido comer en compañía. Pero la Fina quedaba descartada, cenar dos días seguidos con ella podía resultar indigesto; y si no me fallaba la memoria, era sábado, día de probable refocilo con el bueno de José María.

La alternativa más plausible era Lady First. Con ella sería aún más fácil entrar en confianza con el personal del restaurante. A ella la conocían: a ella, a su marido y a la amante de su marido. El trío Lalalá.

Volví al teléfono y marqué su número.

– Tenías razón: Vell Or es un restaurante.

– Ya me parecía.

– Oye, he pensado que podríamos ir allí a cenar. Así sales un rato de casa y de paso tratamos de averiguar si Sebastián y Lali estuvieron allí después del momento en que hablé con él por última vez. ¿Cómo lo ves?

– Y los niños… Verónica se marcha de aquí a un rato, a las siete.

– Bueno, pídele que se quede hasta medianoche. Después si quiere la acompaño a casa en coche.

– ¿Un viernes? Habrá quedado para salir con alguien.

– Pregúntale.

Dejó un momento el aparato y me quedé esperando. Por su voz parecía hacerle cierta gracia aceptar la invitación. Después de todo llevaba tres días encerrada en casa.

– Pablo: dice Verónica que vale.

Quedé en pasar a recogerla a las diez. Eso me dejaba más de cuatro horas para gastar. Colgué y me quedé mirando el móvil de The First. ¿Sabría sacarle toda la información yo solito, sin manual de instrucciones? ¿Dónde demonios había yo visto un teléfono del mismo modelo…? Traté de visualizar la escena. Se me apareció una mano peluda asiéndolo con gesto delicado, un grueso anillo de plata en el pulgar, barba cerrada alrededor de unos labios a lo Edward G. Robinson; me pareció incluso oír un acento raro, de inflexión cantinfleña… Tate: el Roberto.

Eso solucionaba el asunto del teléfono, pero era mejor dejar el trámite para más tarde; de momento convenía echarle una mirada al texto que iba escupiendo la impresora.

Eso hice.

He de decir -como seguramente se espera de mí, ahora que ya nos vamos conociendo- que desde que reprimí mis resabios burgueses la literatura me aburre sobremanera. De hecho, sólo la Publicidad es capaz ya de proporcionarme alguna forma de verdadera fruición estética -a la par que un profundo bienestar de orden moral, una suerte de paz de espíritu-. Lo digo para dar idea de lo poco dispuesto que estaba a leerme de un tirón aquel condenado texto, y de que no pienso ponerme ahora a resumir la historia demencial que tan trabajosamente leí aquel día por primera vez. Además, en los últimos meses he tenido que empollármela tan detenidamente que casi podría reproducirla estrofa por estrofa (si llego a redactar el final de esta historia quizá se sepa por qué), y ahora estoy completamente saturado de ella. Sólo diré que narra las cuitas de lord Henry, un joven caballero que llega a las puertas de la Fortaleza en una noche lluviosa, toma el pañuelo rojo que cuelga de un mástil y llama a la puerta. A partir de ahí empieza una suerte de trama kafkiana que se desarrolla en el interior de la construcción, una especie de castillo de dimensiones infinitas, y en la que únicamente intervienen seis personajes fuertemente arquetípicos: el Rey, la Reina, el Mago, el Trovador, lord Henry (que viene a ser una especie de príncipe heredero), y una tal lady Sheila (que funciona a modo de princesa prometida). Por supuesto aquella fortaleza infinita me recordó inmediatamente a Mr. Kurtz y las tejedoras, lo que confirmó una vez más la dimensión oracular de mis sueños, pero sobre todo me llamó la atención otra cosa. Era evidente que toda aquella historia absurda sólo adquiría sentido a modo de alegoría, y en ese caso podían interpretarse sus diferentes episodios como la exposición de otros tantos sistemas filosóficos históricos, en especial en su vertiente más genuinamente metafísica. Lo curioso del caso es que la redacción parecía ser auténticamente medieval, de modo que uno esperaba que el autor empezara con la Escuela Jónica y terminara en Francis Bacon (o Kant, caso que fuera un tío con visión de futuro), pero no: seguía como tropecientos siglos más, hasta Russell, y Wittgenstein, y más allá aún. Pero -atención-, ¿qué hay más allá de Wittgenstein?, se preguntará el lector que estudió COU. Pues por ejemplo John Gallagher y Pablo Miralles (por no citar a Baloo, que es más un moralista que un metafísico estricto). No quiero ponerme espeso pero, por dar un ejemplo, encontré esbozada hacia el final del poema una Teoría de la Comunicación cuya defensa nos había costado que un conocidísimo gurú de la Semiótica (que no soporta que le lleven la contraria en su terreno) abandonara el Metaphisical Club indignado. Pura vanguardia. Y en verso. Firmado por un tal Geoffrey de Brun.

Patidifusismo agudo. Traté de poner un poco de orden en mis ideas, llevaba como tres horas leyendo sin parar y fumando un porro tras otro (sin contar con el desayuno de Cardhu y aspirinas). Revisé al azar algunos versos tratando de encontrar la trampa, pero mi inglés es exclusivamente contemporáneo y en cuanto algo me suena a Laurence Olivier haciendo hambletadas ya me parece medieval. El siguiente paso había de ser, pues, mandarle aquello a John con la recomendación de que lo leyera y, si él no notaba nada raro en la forma, lo hiciera llegar a alguien capaz de someterlo a un peritaje lingüístico en condiciones.

Me levanté del sofá, me acerqué al ordenador, redacté a toda prisa un mensaje para John, añadí un atachmen con The Stronghold, me conecté para enviarlo y volví al sofá a liar el enésimo porro. Eran las ocho. Me quedaba más de una hora para gastar. Tuve sed. Me levanté con intención de acercarme a la cocina a beber. Al cabo de un segundo volví a caer de culo en el sofá víctima de una bajada de tensión. Y como desmayarse me parece de una ñoñez impresentable, aproveché el gesto para echar una siestecita vespertina en la sala y salvar así mi imagen caso de que alguien hubiera instalado cámaras secretas en mi salón.

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