Литмир - Электронная Библиотека

– Tú no eres precisamente «el primer sonao que me hace gracia». Además, ¿cómo que no tienes tiempo?, si pasamos un montón de horas juntos.

– Pero son horas extra.

– Y eso qué quiere decir.

– Pues que un ratito ahora está bien, pero no soporto verte mañana cuando me levante con una resaca de mil pares de huevos y sólo quiera fumarme un porro en silencio. Para empezar ni siquiera me dejarías esta noche vomitar tranquilamente en el suelo del dormitorio. Y te empeñarías en hacerme meter la ropa sucia en un cesto, y me mortificarías por desperdiciar mi coco y mis contactos familiares, y me obligarías a afeitarme el bigote a lo Eron Flynn y a recordar tus cumpleaños y a preocuparme por tus orgasmos. Eso es la vida en pareja. Puede que a ti te encante, pero a mí no: soy partidario de que cada cual apechugue con sus cumpleaños y sus orgasmos sin dar¡ brasa al prójimo.

– Eso es porque no quieres a nadie de verdad.

– Puede. Me costó tanto llegar a quererme a mí mi que no me quedan ganas de repetir el esfuerzo en favor nadie más.

– Pues ahí tienes el problema.

– Oye, Fina: si quieres jugar a psicoanalistas te advierto que yo también me conozco las reglas. Además, lo justo es que si vas a ejercer el papel de pareja-reprochadora te hagas antes una buena paja, o al menos que me dejes tocarte las tetas. Si he de soportar los inconvenientes de la convivencia con una mujer quisiera también gozar de alguna de las ventajas.

– Eres un guarro.

Lo peor es que había cometido el error de hablar en serio con ella. Allí estaba yo, preocupado por la seguridad de mi Estupendo Hermano, la vida de mi Señor Padre y el equilibrio mental de mi Señora Madre, escudriñando la entrada de una casa digna de un cuento de Poe desde un ridículo coche de película de acción. Y allí estaba la Fina, empapándose en güisqui y tratando de convencerme de que era un egoísta enfermizo sólo porque no me parecía del todo buena la hipotética idea de haberme casado con ella.

Recompuse la máscara. Me incliné hacia su asiento y le pasé una mano por el hombro:

– Venga, Fina, va-aaa, hazme una pajita.

– Déjame en paz, estoy enfadada.

Le pasé una mano por los muslos:

– Bueno, pues ya me la hago yo, pero déjame al menos que te toque un poco el chichi pa ponerme a tono. ¿Llevas bragas?

– ¡Pablo, estate quieto! Mira que me pongo a gritar, eh…

Me dio un manotazo y se esforzó en ponerse seria, pero se le notaba que estaba a punto de soltar el trapo. Empecé a susurrar al oído con acento porteño:

– Este…, ¿viste que ya estás hasiendo chup-chup, cachito? ¿No te notás el palpitar del corasón en esa conchita linda que tenés?

– ¡Pa-blo!

– Che, vení, mi flaca; vení que te tome la tensión: dejame que te meta un poco el dedín y te digo a cómo tenés la máxima y la mínima.

Ahí ya no pudo más. Se inclinó hacia delante apretan los muslos para impedir mis avances manuales y se abandonó a esos grititos compulsivos que suele emitir a modo de risa. Triunfante, le quité el vaso de la mano y volví a servirle un buen chorro de güisqui. Recargué también mi vodka y volví a la posición de piloto. Era un ataque de los largos: no había más que mantener la cara de tanguista seductor, levantando una ceja y descolgando el mentón para que sucumbiera de nuevo a los grititos espasmódicos.

– ¡Pareces un langostino Pescanova!

Ahora era el Stevie Wonder el que le ponía sonshai a nuestras laifs desde la radio, así que cambié la cara de Rodolfo Langostino por la de ciego con churriguris en el pelo encantado de oír su propio teclado. La Fina ya había entrado en vena y reía cualquier cosa que yo hiciera. Mejor así. Después vino el With or without you de U2 que me dio oportunidad de poner cara de guapo diciendo cosas profundas, y todo seguido la Lambada (el programador de la emisora debía de estar al menos tan borracho como la Fina). Subí el volumen y abrí la puerta para poder mover a gusto al menos una pierna. La Fina me imitó y empezó el sarao. La curva de Molins no había sido capaz de desestabilizar a la Bestia, pero los ingenieros de Lotus no habían construido sus naves para luchar contra estos dos elementos y la Lambada a dúo amenazaba con descuajeringar la amortiguación. La Fina terminó por salir completamente del habitáculo y se puso a sacudir las caderas en plena vía pública, como si quisiera desembarazarse de sus huesos pélvicos por el vistoso método de centrifugarlos con furia creciente. Creo que cayó más licor en la tapicería de cuero que en nuestros respectivos coletos, así que terminamos la danza con sed de gladiador y tuvimos que repostar inmediatamente echando mano de las botellas. El Bad moon rising de la Creedence nos sirvió para bajar un poco el ritmo y el Knoking on the heaven's loor terminó de aposentarnos. Calculé que la Fina había ingerido ya el equivalente a seis o siete güisquis normales: ya sólo era cuestión de minutos que le entrara la soñera. Yo puedo beberme un litro de vodka en dos o tres horas sin perder la compostura, así que me quedaba cuerda para seguir despierto hasta el amanecer. Puse el aire acondicionado y apagué la radio. La Fina. protestó. Probé entonces con el CD de la Sinfonía del Nuevo Mundo que encontré en la discoteca móvil de The First. El largo camino hacia el tema central y la reconfortante brisa artificial del aire acondicionado aceleró la somnolencia de la Fina. Le dije que se quitara los zapatos para estar más cómoda y me hizo caso. Yo también me los quité.

En cuanto mi improvisada ayudante de detective cayó dormida me reacomodé con mi vaso de vodka, del que fui sorbiendo con cuidado de que el hielo no tintinease. Bajé un poco más el volumen de la música y me quedé mirando al exterior. Curiosamente, justo ahora que era de noche, aquel tramo de calle no tenía un aspecto tan tétrico, quizá porque de noche la quietud, incluso un punto de desolación, es normal y no llama la atención. Aun así la visión de aquella isla absurda en medio de la ciudad me recordó el lío en el que estaba metido. Era viernes (o sábado, desde el punto de vista del calendario), sólo habían pasado dos días, tres, desde que The First me había llamado por teléfono para encargarme aquel trabajo, y sin embargo tenía la sensación de que habían pasado semanas. Demasiadas novedades en tan poco tiempo, estoy acostumbrado a un ritmo más lento. Decidí hacer una reconstrucción mental de esos tres días para refrescar mi memoria acorchada por el alcohol el mal dormir y la compresión de los acontecimientos. Y quizá también para entretener el par de horas que faltaban hasta el amanecer. Me esforcé en recordarlo todo, sin ceder a elipsis de más de media hora: una narración densa, minuto a minuto, tal como la he contado hasta ahora.

Una hora después no había llegado a completar la jornada del jueves: estaba rememorando mi paso por la Boquería y la vista de aquella estupenda Reina de los Mares cuando me di cuenta de que la puerta de la casa del 15 se abría. ¡Se abría!

Me refroté los ojos y me acerqué al parabrisas para ver mejor. Salía dejando la puerta entreabierta un tipo minúsculo, calvo, encorvado, distinguí incluso el perfil de nariz aguileña y las manos sarmentosas. Vestía algo amplio, quizá un guardapolvo marronoso, que le llegaba hasta las pantorrillas. Fue directo al grano: apartó un poco las matas de hiedra que ocultaban parcialmente el poste y la ausencia del trapito rojo pareció contrariarlo. Soltó las matas bruscamente, miró a derecha e izquierda con los brazos en jarras, y volvió a entrar en el jardín sin cerrar la puerta. Pensé que quizá era el momento de arrancar, pasar por delante y echarle un vistazo al interior del jardincillo, pero después de eso tendría que seguir hasta el semáforo y dar la vuelta a la manzana, con lo que podía perderme el siguiente movimiento del tipo. Apagué el aparato de música y quedé a la espera. Cuando volvió a salir no habrían pasado ni treinta segundos. Traía un trapito rojo en la mano. Se puso de puntillas para atarlo al poste, se alejó unos pasos como comprobando que hubiera quedado bien, volvió a mirar a derecha e izquierda y hacia los balcones de enfrente, y se metió de nuevo en el jardín cerrando definitivamente la puerta.

Le giré la muñeca a la Fina para ver la hora en su reloj.

Las cinco en punto. «Maitines», pensé, no sé exactamente por qué, quizá porque aquel calvorota tenía pinta de monje. Me recordó a un profe de matemáticas de los maristas; el Hermano Bermejo: se le iba un poco la olla pero no era del todo mal tipo. La Fina, incomodada, había abierto los ojos y estiraba los brazos en dirección a sus rodillas.

– Nos vamos, Flor de Lis.

– Qué.

– Que nos vamos a dormir. Se terminó el trabajo por hoy.

– Mmmm… ¿Has descubierto algo?

– Sí, que tengo una ayudante de pena.

Me despedí de la Bella Durmiente en su portal y esperé a que desapareciera tras la puerta acristalada camino de los ascensores. Tenía todo el aspecto de volver de una iniciación a los misterios eleusinos, y pensé que más valía que el bueno de José María estuviera durmiendo. Después de dejarla me dio pereza volver al parquin con la Bestia y probé suerte buscando hueco en la calle, lo más cerca posible de casa. Al fin y al cabo The First debía de tener contratado un seguro contra todo riesgo imaginable, incluidas las cagadas de paloma. Encontré un espacio a veinte metros de mi portal; acababa de dejarlo uno de esos excéntricos que se levantan a las cinco de la mañana. Recogí las botellas y los vasos y subí a casa. No tenía sueño, no estaba lo suficientemente borracho, y tenía además la sensación de haber dejado algo a medio terminar. Me desnudé hasta quedar en calzoncillos y calcetines, lié un porro y, apurando el cuarto de litro de vodka que quedaba en la botella, seguí mi recomposición de los hechos desde el jueves por la noche hasta el momento.

Sólo cuando hube terminado el relato y el sol empezó a sacarle brillos a la botella vacía, me sentí con ánimos para acometer la imprevisible aventura de meterme en la cama.

28
{"b":"88021","o":1}