Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Si te contara -decía antes de contarme todo.

Hablaba con los ojos, con la boca, con toda su cara, lo hacía con el alma cuando hablaba conmigo. Me apretaba el brazo para enfatizar algo, o me ponía su mano delgada sobre el muslo cuando lo que me contaba se complicaba. Sus historias no eran fáciles. Las mías parecían cuentos infantiles al lado de las suyas, y si en las mías Caperucita regresaba feliz con su abuelita, en las de ella, la niña se comía al lobo, al cazador y a su abuela, y Blancanieves masacraba los siete enanos.

Casi nada quedó por hablar entre Rosario y yo. Fueron muchos años de horas y horas entregados a nuestras historias, ella siguiendo mi voz con su mirada y yo perdiéndome en sus palabras y en sus ojos negros. Hablábamos de todo un poquito, menos de amor.

– ¿Es su novia? -me preguntó una enfermera ociosa.

– ¿Quién? ¿Rosario?

– La joven que trajo herida.

Nunca pude saber exactamente qué tipo de relación sostuve con Rosario. Todo el mundo sabía que éramos muy amigos, tal vez más de lo normal, como decían muchos, pero nunca trascendimos más allá de lo que la gente veía. Bueno, nunca excepto una noche, esa noche, mi única noche con Rosario Tijeras. Por lo demás, éramos sólo dos buenos amigos que se abrieron sus vidas para mostrarse cómo eran, dos amigos que, y apenas hoy me doy cuenta, no podían vivir el uno sin el otro, y que de tanto estar juntos se volvieron imprescindibles, y que de tanto quererse como amigos, uno de ellos quiso más de la cuenta, más de lo que una amistad permite, porque para que una amistad perdure todo se admite, menos que alguno la traicione metiéndole amor.

– Parcero -me decía Rosario-. Mi parcero.

De los años que pasé junto a ella, sólo me quedaron dos dudas: la pregunta que nunca me respondió, y qué hubiera pasado con nosotros si Emilio no hubiera estado por medio.

Ahora pienso que tal vez no hubiera pasado nada distinto, lo digo por esa manía absurda que tienen las mujeres de unirse no al hombre que quieren, sino al que les da la gana.

– Vos le gustás a Rosario -insistía Emilio.

– No digás güevonadas -insistía yo.

– Es que es muy raro.

– ¿Qué es lo raro?

– Que a mí no me mira como te mira a vos

5
{"b":"87974","o":1}