– Tengo meadera -le dije.
– Y los cachetes colorados -añadió.
Nunca entendí cómo ella ni nadie se dio cuenta. Las sospechas de Emilio no pasaban de dos preguntas tontas, y si ella hubiera sabido algo no hubiera mantenido la cercanía y la confianza que siempre me tuvo. Yo estaba seguro de que todos lo sabían, porque el amor se nota. Por eso siempre guardé una esperanza, porque nunca vi a Rosario mirar a Emilio, a Ferney, a ninguno, como la miraba yo, nunca la vi volver de donde los duros de los duros con los ojos delatando un amor.
Y cuando me atacaba alguna duda, le volvía a preguntar, buscando en su pasado algún rescoldo de su capacidad de amar.
– ¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?