Iba con la cabeza apoyada en la ventanilla. La vibración del motor en los cristales lo ayudaba a no pensar. Los autobuses de línea que cubrían el trayecto Tirana-Fier pertenecían a un modelo de vehículo antiguo y desprendían un fuerte olor reconcentrado a goma y combustible. La carretera tenía frecuentes desniveles a causa de las torrenteras, descendía en una hondonada y luego volvía a ascender. Así, kilómetro tras kilómetro, atravesaron un puente, pasaron por un grupo de colinas pizarrosas de aspecto fantasmal, de cuyas laderas colgaban algunas casas diseminadas que aparecían y desaparecían a la vuelta de cada curva y dejaron atrás una base de instalaciones militares cuyo color se confundía con la vegetación. Viajaban despacio.
No era la primera vez que Ismaíl hacía ese recorrido, aunque habían pasado ya algunos años desde la última vez que había ido a visitar a Hanna.
Cuando el ómnibus se detuvo a la entrada de la pequeña aldea de Ndroq, junto a un tablón claveteado con horarios y avisos oficiales, Ismaíl tuvo la sensación de haber llegado al final de algo que no era-sólo el camino. Estaba mareado y pálido.
Vio parpadear la bombilla en la esquina de la estafeta de correos. A pesar de que era mediodía, el cielo permanecía cerrado y el viento movía el cable del tendido, haciendo temblar la luz eléctrica como si fuera la llama de una vela. Olía a frío de noviembre y a humo de leña mojada que se elevaba por encima de los tejados hacia las nubes cargadas de humedad. Mientras se dirigía a la casa de su antigua niñera se cruzó con algunas mujeres que regresaban del campo con capazos de esparto llenos de castañas. Caminaban inclinadas contra el viento, abrigadas con tocas negras de lana que les cubrían la cabeza y parte de la cara, figuras onduladas -deslumbradas como a través del cristal anieblado del tiempo. Exactamente igual que hacía cien años, pensó Ismaíl al observar que ninguna respondía a su saludo, el mismo recelo hacia los forasteros.
Atravesó una placita de tierra y luego se encaminó por un callejón hacía una de las casas con el portón pintado de verde. Golpeó dos veces la aldaba en forma de argolla y esperó conteniendo la respiración. Hanna salió al umbral, con el andar un poco renqueante, secándose las manos rojas en el delantal. Cuando reconoció a Ismaíl dio un grito que enseguida ahogó con una mano. Era su modo supersticioso de contener la alegría, de ahogarla dentro de sí misma corno si fuera una culpa. Hanna creía que cualquier manifestación de dicha podía llevara la desventura, lo mismo que ciertos alardes de salud podían atraer la enfermedad. No se trataba de algo consciente, sino de una mentalidad muy extendida en el campo que la impulsaba a esconder el mínimo regocijo por temor a que los espíritus envidiosos castigasen su alborozo con cualquier forma de desgracia.
– Mi niño -dijo cuando se repuso de la sorpresa, en voz baja, extendiendo la mano para tocarle la cara y reconocer con el tacto el rostro infantil que se ocultaba bajo el áspero mentón de hombre. Movió la cabeza hacia los lados, corno si no acabara de creerse que él estuviera allí, y después lo abrazó muy fuerte contra su pecho. Ismaíl no supo calcular su edad. Tenía el cabello completamente blanco. Lo llevaba recogido en un moño y su rostro había adquirido un tono oliváceo, pero el cuerpo todavía parecía fuerte y compacto, como si hubiese ido apretando los secretos de la vida y los escondiese dentro de los huesos. La gente en el campo envejece de un modo distinto.
También Hanna observaba a Ismaíl con emoción, entornando los ojos orillados por profundas arrugas, con esa actitud que suelen adoptar las mujeres mayores al examinar los cambios físicos en los muchachos a los que han cambiado los pañales, sin disimular su admiración. «Y pensar que de pequeño estabas siempre enfermo, creímos que no sobrevivirías, te ponías morado sólo de llorar… y mírate ahora», exclamó sin dejar de mirarlos arrobada de orgullo. Estaban sentados el uno frente al otro, en medio de los olores de la cocina, junto a un montón de cebollas de largo tiempo que retoñaban en una cesta. Había un puchero al fuego y por encima de los hornillos pendía un alambre tendido de un extremo a otro del que colgaban algunos paños de limpiar. Ya más tranquilos, estuvieron examinándose en silencio. Después, Hanna llenó dos cuencos del caldo que hervía al fuego.
– ¿Cómo está tu padre? -preguntó mientras le acercaba uno a Ismaíl.
– Igual que siempre. Más viejo.
– ¿Y Viktor? Me he enterado de que se ha casado con una muchacha del Rrafsh. Son muy guapas las montañesas, dicen.
– Ella sí que lo es. Mucho -respondió Ismaíl mientras saboreaba el primer trago demasiado caliente y dejaba de nuevo el cuenco sobre la mesa-. Se llama Helena.
Hanna lo observó, achicando las pupilas, como hacía siempre que deseaba ver más de lo que le permitía su vista ya cansada, quizá buscando en el rostro de Ismaíl otro rostro semejante; las personas mayores se conmueven con los parecidos físicos. Sus ojos pequeños y adivinadores centellearon con los lacrimales enrojecidos momentáneamente.
Pero en seguida se recuperó y volvió a la conversación.
– También tú deberías casarte, hijo. No es bueno para un hombre estar solo. -Tenía las manos temblorosas sobre el regazo y sus palabras le parecieron a Ismaíl más nacidas de la pesadumbre que del hábito anciano de dar consejos-. Los hombres no sabéis estar solos. Tú eres joven y muy apuesto, te pareces tanto a él… -dijo soñadoramente, mientras en sus ojos se dibujaban ahora escenas de otro tiempo, quizá imágenes del jardín de la mansión, cuando el agua que manaba de la fuente de los delfines sonaba como una música transparente y los caminos entre los árboles estaban salpicados de guijarros blancos y ella iba andando por esos senderos con su delantal almidonado, con dos niños de la mano. Hanna hablaba con la voz cada vez más envolvente e hipnótica, como es la voz del recuerdo-. La primera vez que lo vi no era mucho mayor que tú, debía de tener entonces veinticinco o veintiséis años…
Ismaíl no pudo esconder la expresión de desconcierto.
– Nadie me había dicho nunca que me pareciese a mi padre -objetó.
– Es que no te estoy hablando de Zanum, hijo -puntualizó Hanna escuetamente.
Ahora sí que Ismaíl miró a su antigua niñera extrañado, y también con cierta preocupación, es decir, la miró compasivamente, como se mira a las personas a las que se ha querido mucho y a las que a veces la vejez somete a confusiones y extravíos involuntarios. Observó las arrugas verticales que nacían de su boca, la lentitud de sus gestos, una especie de encorvamiento que le iba ladeando la cabeza sobre el lado derecho, y pensó que quizá en la mente de Hanna se habían roto ya los hilos del tiempo. Pero aplazó estos pensamientos y tan sólo levantó las cejas con aire interrogativo, sin interrumpirla.
– Yo había abierto el balcón del primer piso para airear la biblioteca -continuó Hanna-, y desde arriba me pareció un buhonero. Llamó a la puerta varias veces, y cuando bajé a abrir, allí estaba, golpeando los pies contra el escalón del portal para quitarse el frío. Era tan alto como tú y tenía algo en los ojos, no sé bien qué… algo que predisponía a su favor, que despertaba simpatía. Algunas personas poseen esa facultad, no se trata de nada que tenga que ver con su valor o sus virtudes, sino más bien con su naturaleza, creo. Es un don. Calzaba unas botas altas con el pantalón metido por dentro de la caña y llevaba echado encima un capote largo de fieltro más parecido a una manta grande que a un abrigo. Casi me asustó, nunca había visto a nadie ataviado con una bourka. Venía del Cáucaso, con su maletín de cuero en una mano, y todavía traía en los ojos el horror de la lepra de las montañas.
Debió de pasarlo mal allí. Dicen que en aquellas aldeas la gente vive mezclada con los animales salvajes, cabras montesas y chacales. Yo no creo que hubiera ido allí por gusto.
Fue entonces cuando Ismaíl se dio cuenta de que Hanna no estaba hablando de ningún ser imaginario, sino del doctor Gjorg, y sintió la presión de un clavo en la boca del estómago.
– ¿Quieres decir que fue deportado? -preguntó.
– No. Bueno, yo no sé… Se han visto tantas cosas. Pero no, no creo. En aquella época aún no habían empezado los desplazamientos. Me refiero a otra cosa más personal, quizá necesitaba demostrar algo. La soledad es muy mala… Pero no me hagas caso, hijo. Además, qué importa todo eso ahora. Son cosas pasadas hace mucho tiempo que sólo recuerdan los viejos como yo -dijo tratando de levantarse de la silla con dificultad.
– Espera, Hanna -le pidió Ismaíl con la voz repentinamente grave, deteniéndola, poniendo su mano en el antebrazo de ella-. Espera, por favor. He venido a verte precisamente para que me hables de cosas pasadas hace mucho tiempo. Cosas que sólo tú puedes contarme si quisieras hacerlo. -Y añadió con un tono más apremiante y a la vez cargado de desvalimiento-: Tienes que decírmelo, Hanna. Tienes que decirme cómo murió Ella.
– Yo no sé nada, mi niño -dijo la anciana con voz trémula-. ¿Qué podría decirte? Desde que ocurrió aquello he intentado olvidar. Siempre que pienso en Ella me gusta recordarla como era al principio, tan llena de vida… Entonces no se imaginaba nada de lo que podía ocurrir. -La mirada de Hanna se volvió algo ensoñada, vaga, como si se deleitara en la rememoración-. Nadie imagina nada cuando es joven. Las desgracias, los problemas, todo parece tan lejano que sólo le puede suceder a otros, la vida entera parece un regalo, y Ella era tan joven que nunca concibió lo que iba a pasar, le sobraba entusiasmo e impaciencia, y además, aunque vino a este país siendo casi una niña, nunca llegó a entender lo que significan aquí las cosas, no podía preverlo. El entendimiento llega siempre demasiado tarde… -Hanna dejó la voz en suspenso, posiblemente para ahorrarle detalles a Ismaíl, pero quizá se dio cuenta también durante esa pausa de que el muchacho, después de haber llegado hasta allí, no iba a conformarse con medias verdades, y añadió-: Cuando Ella murió, ya llevaba meses muerta.
Hanna se paró en seco, con la vista baja, perdida en las vetas de la madera de la mesa como si fuesen un jeroglífico que estuviese tratando de descifrar. Su respiración era lo único que se oía, una respiración dificultosa y cansada.
– ¿Qué quieres decir? -balbuceó Ismaíl cuando no pudo aguantar más aquella pausa que lo mantenía en vilo.
– Ya estaba muerta -continuó Hanna con un hilo de voz tan fino que Ismaíl tuvo que acercar mássu silla para poder oírla-. No tenía sentido que continuara viviendo después de aquello que decían, después de verse a sí misma de tal modo convertida en otra y toda su vida deshecha, aterrada como estaba, y vosotros, que erais aún tan pequeños… Apenas dormía, tenía que tomar somníferos, y ni siquiera así. Se despertaba sobresaltada. Pero aquella noche no los tomó, las dos pastillas estaban intactas sobre la mesita de noche, junto a la taza con manzanilla. Tampoco podía comer. Lloraba a escondidas, tenía el espanto pintado en la cara. Yo no sé qué le dijeron, ni con qué la amenazaron, pero escomo si ya estuviera muerta, ausente, como si ya se hubiera quitado de en medio. Ésa era la expresión que se utilizaba entonces. Bastaba con que se pronunciasen esas palabras y ya habías dejado de ser lo que eras. Con eso era suficiente. Y como las palabras estaban cargadas, bastaba con que se dijeran. «Quitarse de en medio.» Ya estaba muerta.