De niño, Ismaíl escuchaba las historias de Hanna tumbado boca abajo sobre la alfombra, ansioso o adormilado durante las largas tardes en la villa, mientras ella cosía en el zaguán. Enhebraba las palabras del mismo modo que hacía con el hilo tenso, extendido hacia arriba, mientras el filamento de la aguja brillaba entre sus dedos. Guardaba los botones blancos de las camisas en una pequeña caja de lata; cada vez que la movía, se oía cómo tintineaban en su interior, igual que dientecitos de leche. Entonces, la nodriza húngara era una mujer morena de brazos fuertes y grandes senos que se expresaba a menudo por medio de refranes campesinos: «Año de nieves, año de aceite»; «Año bisiesto o hambreo peste»; «Agua de mayo, pan para el año»… Entre todas las voces que conocía Ismaíl, aquélla era la única que le hablaba a una parte de su alma anterior a cualquier recuerdo, porque la había estado oyendo desde la cuna. De noche le bastaba escucharla canturrear por la casa para que se desvanecieran las otras voces que en ocasiones lo despertaban con un escándalo de ira, los silbidos del viento, los motores que se detenían por la noche junto a la puerta de la casa, el sonido de pasos de su padre que hacían crujir la madera en el piso de arriba, los carboneros con su saco al hombro y la cara tiznada de negro que aparecían caminando entre los cipreses como fantasmas de ojos saltones. Muchas veces, Ismaíl había ido a refugiarse bajo las voluminosas faldas de Hanna, que olían a pan y a hornillo. Ahora, sin embargo, parecía que la niñera hubiese encogido dentro de su propio cuerpo. Aunque conservaba el rastro de su antigua fortaleza en los brazos, sin embargo, tenía la espalda arqueada y la boca se le había sumido como la de un pajarito. Seguía vistiendo de oscuro, pero se había puesto sobre los hombros un pañuelo zíngaro de colores vistosos, como era costumbre en su tierra. Un detalle de coquetería para recibir al invitado. Ismaíl le pasó su brazo derecho sobre los hombros y la estrechó suavemente, como si tuviera miedo de romperla.
La familia de Hanna provenía de una aldea dela región de los Cárpatos. Su abuelo había forjado un pequeño patrimonio, complementando la economía agrícola con la fabricación de tinturas para el cuero y las telas. Cocían el tinte en grandes barricas, donde se condensaba la mezcla en un espeso líquido azul intenso o rojo que desprendía un olor muy agrio. Después lo transportaban en carros desde las laderas del monte Mátra hasta Budapest. Pero Hanna no estaba hecha para ser tintorera, se le enrojecían los ojos y le ardía la piel de las manos.
Así que un día, con más de treinta años y un pequeño hatillo de ropa, decidió abandonar la matriz del Danubio y seguir el rumbo de sus afluentes, que marcaba el camino de la emigración. Cuando llegó a la mansión de los Radjik era ya una experta cocinera que había trabajado durante años en los mejores hoteles de Praga y Bratislava. A Ismaíl le gustaba especialmente cómo preparaba el gulasch relleno de ciruelas y rociado con cerveza caliente, o los pasteles de sésamo y canela. La cabeza de Hanna estaba llena de historias, igual que una maleta. No tenía asignada una atribución concreta en las tareas domesticas, pero su presencia sostenía los cimientos de la villa como una viga maestra, sobre todo desde que nacieron los niños, y probablemente hubiera continuado en la casa hasta el día de su muerte de no ser por lo que ocurrió.
Pero siempre ocurre algo. Existe ese momento en que todo cambia, las vidas que parecían lineales y previsibles experimentan un vuelco, el mundo se transforma. A veces no son grandes sucesos, sino pequeños detalles, cosas insignificantes que van creciendo como la brasa que origina el incendio.
– El tiempo trae y lleva las cosas -dijo Hannacon voz resignada-, cada instante tiene su punto de maduración, igual que las cerezas. Un día el doctor Gjorg se inclinó a recoger un pañuelo que se le había caído a tu madre en el umbral de la puerta. Parece que lo estoy viendo agachándose y después levantándose, enfundado en su grueso abrigo azul marino como un galán de cine. Otro día de primavera comenzó a dar pasos de baile a lo largo de la galería mientras sonaba una balalaica en la radio, después la enlazó a Ella por la cintura, tratando de vencer su resistencia, y la envolvió dentro de un remolino de oro. Recorrieron todo el pasillo, dando pasos improvisados sin mucho sentido del compás, pero con esa gracia espontánea de los jóvenes. Un, dos, tres; un, dos, tres… Hacían muy buena pareja. Zanum los observaba sentado en su sillón con una sonrisa condescendiente, pero yo noté que tenía las mandíbulas apretadas, como si todas las muelas estuvieran encajadas a la fuerza. El sol entraba por los arcos de las cristaleras y tu madre se reía con la cabeza un poco inclinada hacia atrás, de un modo inofensivo, como los niños cuando los tomas de las manos y los haces girar por el aire. Cuando Viktor y tú erais pequeños os encantaba que os dieran vueltas así, hacer el avión lo llamabais, ¿te acuerdas? Tu madre a veces se comportaba igual que una niña, recorriendo la galería de un extremo a otro, libremente, dando brincos… Así ocurren las cosas, una detrás de otra, sin que nadie perciba su gravedad hasta que ya es demasiado tarde… -La mirada de Hanna no era ausente, sino más bien nublada, parecía estar vuelta para sus adentros y tenía un matiz levemente compasivo, como si estuviera rebajando ella misma la crudeza de sus propios juicios y opiniones, con esa clase de abatimiento que es patrimonio de las personas que han vivido mucho y entienden más cosas de las que pueden aceptar-. Los sentimientos intensos son como un desvarío, hijo -añadió, sentenciosa, cruzando las manos sobre el regazo-, aprietan la sangre dentro del corazón y esparcen desgracias a su paso, quebrantos que podrían haberse evitado. Los viejos deberíamos enseñar esta clase de cosas a la gente joven, pero quién iba a querer aprender si nadie escucha, nadie quiere ver ni oír ni saber nada que contradiga sus anhelos, aunque le vaya la vida en ello. El amor es ciego para todo aquello que no sea su propio extravío, y también es necio, sordo e impaciente. Un vendaval que abre las ventanas de golpe. Créeme, todos los amantes viven en un mundo inventado… Si algún día llegas a los ochenta años, comprenderás de qué te hablo. -Hanna levantó los ojos hacia Ismaíl, que aún permanecía de pie, apoyado contra un saliente de piedra, en el hueco de la ventana. No lo miraba para buscar su aquiescencia, sino como si quisiera cerciorarse del efecto que le causaban sus palabras. A pesar de los años seguía siendo una mujer observadora, con una agudeza excepcional para indagar en los rostros de las personas-. Pero en el fondo todo el mundo sabe, aunque no quiera saber -continuó diciendo-. Sabe en qué momento cambian las cosas y cuándo se tuercen; sabe quién va a defenderlo hasta la muerte, y más allá a veces, y quién va a traicionarlo. ¿Cuál es la verdadera traición?, ¿cuando alguien desea algo que también nosotros deseamos o la inquina que uno desarrolla en sí mismo, dentro de su corazón y en su voluntad, al querer aplastar ese deseo ajeno? ¿Lo sabes tú? ¿Lo sabe alguien?
Aunque el doctor Gjorg era bastante más joven que Zanum, ambos habían luchado juntos en la Resistencia, eran camaradas, amigos de sangre, como decís los albaneses. En una ocasión le salvó la vida, cerca de la laguna de Korcé. Fue durante una emboscada de los alemanes. Seguramente ya lo habrás oído contar. El comandante estaba al frente de la partida y llevaban una semana cercados en esa ciénaga llena de sapos y mosquitos. Mientras avanzaban entre los juncos, la sombra de un avión les pasó por encima e hizo estallar el matorral donde se habían refugiado; murieron cinco hombres. A Zanum lo sacó en hombros el doctor con una pierna casi separada del tronco. -Ismaíl hizo un gesto con la cabeza, dándole a entender a Hanna que conocía la historia, se la había oído a su padre cientos de veces-. Pero en la guerra no hay traiciones -Siguió la anciana-, o si las hay, no son nada comparadas con las que tienen lugar en tiempos de paz. -Hanna se detuvo otra vez. Según hablaba, iba sopesando sus palabras, como si dudase entre contar o no contar algo. Cuando se decidió a proseguir, en su voz había una especie de zozobra contenida-. El doctor Gjorg era un hombre entusiasta, lleno de energía, de esas personas que contagian su vitalidad y su alegría. A las mujeres nos gustan los hombres así, que nos hagan reír, que nos escriban cartas apasionadas, que nos halaguen y nos obsequien. -Los ojos de Hanna se habían suavizado ahora con esa añoranza de las personas muy mayores cuando recuerdan su propia juventud lejana y acaso también convulsa, salpicada de vuelcos y renuncias, o errores, quién sabe… Al final de cualquier vida siempre hay demasiados recuerdos. Pero el alejamiento de su mente duró apenas unos segundos. En seguida volvió a referirse al doctor Gjorg-: Él iba y venía de sus viajes -continuó diciendo-, y no se sabía nunca cuándo iba a regresar. Desaparecía y aparecía como un mago cargado de regalos para todos. Una vez, antes de que tú nacieras, le trajo a tu madre una de esas muñecas rusas que están encerradas unas dentro de otras. En los últimos tiempos, a Ella le gustaba abrirla constantemente. Yo creo que buscaba dentro de la muñeca algo que no podía encontrar en el interior de sí misma. -Hanna se detuvo de nuevo, como si se hubiera dado cuenta de que se estaba alejando otra vez del asunto de la conversación-. Ay, perdóname, hijo, ya sé, ya sé que divago, los años no perdonan, los recuerdos se me amontonan en la cabeza y pierdo el hilo. La semana pasada me asusté, porque mientras regaba las macetas de los tulipanes me dio un vahído. No llegué a desvanecerme, pero mi mente se quedó completamente en blanco durante unos minutos que me parecieron eternos. No veía nada, no recordaba nada, no sabía dónde me encontraba. Me asusté de veras. No porque le tenga miedo a la muerte; como comprenderás, a mis años una aprende a convivir con esa idea. Lo que me da miedo verdaderamente es perder la memoria, morirme sin haber cumplido la única promesa que hice en mi vida. Por eso te he hecho venir.
Ismaíl todavía no había despegado los labios. Escuchaba en silencio, sin mover un solo músculo del rostro, con las pupilas muy concentradas. En el fondo de su expectación había un punto de recelo, como si de algún modo intuyera o vislumbrara ya adónde quería llegar Hanna.
Entonces fue cuando la niñera se decidió a reconducir la charla para ir directamente al grano. Lo hizo después de un suspiro largo, tomando impulso, pero con tiento. La tez se le había oscurecido.