Por encima de los tejados, el cielo tenía un color pálido, levemente azufrado, pero hacia el noroeste estaba completamente negro, con unas nubes densísimas sobre las lomas que rodeaban la aldea de Ndroq y entre las peñas afiladas, que a veces destellaban con el resplandor de un relámpago cuyo estruendo llegaba retardado como el eco de una batalla lejana. Hanna se resintió un poco de los huesos al levantarse. A pesar de ser media mañana, en el exterior estaba cuajándose una penumbra propia del anochecen Encendió la luz y afianzó los batientes de la ventana. Poco después, un rayo que cayó más cerca que los demás provocó un apagón y empezó a llover con fuerza. Ismaíl entró de nuevo en la cocina, sacudiéndose el pelo mojado, y vio a Hanna a la luz de las velas conversando con el perro, que hundía el hocico entre sus pies.
– A medida que se hace viejo, las tormentas lo asustan cada vez más -dijo la anciana acariciando la cabeza del animal.
Ismaíl acercó una silla a la mesa y se sentó. Los dos permanecieron juntos, en silencio, escuchando el tiritar de los cristales, la caída del agua vertical y densa sobre la tierra del patio, los ruidos de la madera al acomodarse.
– ¿Recuerdas cuando eras pequeño y me pedías que te contara de dónde venían los truenos?
– Sí -dijo Ismaíl. Con los ojos cerrados durante un instante le pareció encontrarse de nuevo tumbado boca abajo sobre la alfombra turca de uno de los salones de lavilla, mientras Hanna le contaba la leyenda del beshabar, un viento sombrío procedente del norte del Cáucaso que al soplar por encima del mar Negro se arremolinaba enfurecido, cargando el vientre de las nubes con lanzas de plata. Entonces, mientras escuchaba a la niñera sumido en esa clase de expectación que es exclusiva de la infancia, soñaba que se hallaba a bordo de un navío, y ese sentimiento violento y lejanísimo le volvió intacto de pronto a la memoria. La casa de Hanna se había convertido ahora en un barco zarandeado al igual que las viejas galeras de cedro que cruzaban el mar Negro, calafateadas de betún y vestidas con velas de lino.
Cuando al cabo de un rato se alejó la tormenta, Ismaíl se dispuso a cambiar los fusibles y de nuevo laluz iluminó la pequeña habitación donde se encontraban.
– Hijo, no debes atormentarte más -exclamó Hanna al comprobar por el semblante de Ismaíl que todavía permanecía sumido en el desconcierto que le había provocado su confesión. Sentía compasión hacia él, pero pensaba que nadie puede ir por la vida ignorando ciertas cosas, porque hay una clase de conocimiento que las personas necesitan para entender su lugar en el mundo: saber de dónde viene uno, quién es… Así era al menos para ella, hija y nieta de campesinos húngaros. La gente humilde no oculta nada, sólo las familias importantes tienen secretos, se dijo. Pero aun así le llamaba la atención que en todo aquel tiempo a Ismaíl no le hubiese llegado el rumor por alguna vía, conociendo cómo es la gente en Albania, tan amiga de hablar-. Si lo piensas bien, todos somos hijos del azar -continuó diciéndole a Ismaíl con intención de apaciguar su ánimo-. Al fin y al cabo, nuestro padre y nuestra madre no son más que meros instrumentos de los que en un momento dado se ha servido la vida. Mírame a mí. Yo no he tenido hijos y, sin embargo, ya ves… os he tenido a vosotros, que habéis sido como mi familia. Y también el azar se ha valido de mí hace muchos años y se está valiendo ahora…
– ¿Qué quieres decir? -Nada. Nada. Ni yo misma sé ya lo que digo -afirmó, interrumpiéndose momentáneamente como si su conciencia le hubiera dado un aviso y temiera de pronto hablar más de la cuenta o antes de tiempo-. Pero aguarda un instante -añadió, enigmática, incorporándose-. Te voy a enseñar una cosa.
Con pasos cadenciosos se dirigió al mueble que había a un lado de la sala. Ismaíl se fijó en el televisor apoyado sobre la repisa. Estaba cubierto por un paño blanco de ganchillo que le daba cierto aire de altar. Encima del tapete reposaba un ciervo de escayola. Toda la estancia rezumaba el olor inalterado de los ambientes humildes, una mezcla de naftalina y espliego. Hanna regresó al instante, con una caja de lata en las manos que había extraído de uno de los cajones. Era rectangular y dorada, como las utilizadas para envasar el dulce de membrillo, con el dibujo del árbol frutal en la tapa. Rebuscó entre todos los papeles amarillentos y recuerdos que contenía hasta que al fin encontró la fotografía que buscaba.
– Míralos, aquí están -dijo, sosteniendo la foto en sus manos un poco temblonas.
Ismaíl clavó los ojos en las figuras en blanco y negro que centraban la composición. Reconoció enseguida el rostro de su madre, los pómulos anchos, el remolino en el nacimiento del pelo que le abría la raya al lado izquierdo, la barbilla en óvalo, bien delineada. Sin embargo, había en su expresión algo abstracto, demasiado serio, que no formaba parte de la imagen dulce que Ismaíl recordaba, una especie de veladura, como esas caras herméticas de los desconocidos que con el tiempo han ido perdiendo identidad para convertirse en rostros anónimos del pasado. Miró al hombre que posaba de pie junto a ella, alto, con las cejas muy pronunciadas, sin acabar de ajustar tampoco su recuerdo infantil del doctor Gjorg, casi mitológico, con la figura de aquel joven grave y desgarbado, del que nunca hasta aquel momento había visto ningún retrato. Estaban detrás de una tribuna sobre la que ondeaba una bandera del partido comunista. Ismaíl pensó que probablemente se encontraban en algún acto oficial, un desfile o un mitin; al fondo se adivinaba, borrosa, una multitud agolpada en las gradas. Los dos iban vestidos formalmente. Ella, con un vestido claro, con hombreras, y él, con traje oscuro de rayas sobre el que sobresalía el puño muy blanco de la camisa. Ismaíl se fijó en la correa del reloj que rodeaba su muñeca y entonces, de pronto, se acordó de algo que hasta ese instante había permanecido sepultado en las capas más profundas de su memoria. Se acordó de haber visto una vez el destello intensísimo de unas agujas y unos números en la oscuridad. Su color verde no se parecía a ningún otro, porque nunca hasta entonces había visto nada igual, y como en un relámpago de azufre apareció ante él, perfectamente nítida, la esfera de aquel reloj grabada con el dibujo de un dragón fosforescente cuya cola estaba enrollada alrededor de las doce. Existe un lugar subterráneo donde subyacen los recuerdos más lejanos, y cuando inesperadamente son rescatados de las profundidades producen en la mente una especie de cortocircuito, como la súbita iluminación de una ciudad dentro del pensamiento. Ismaíl volvió a mirar el rostro del doctor Gjorg, intentando aplicar una corrección a sus sentimientos, tratando de ver a aquel hombre tan joven como padre, sin acabar de lograrlo. Descendió con la mirada hasta el pie de la fotografía y se fijó ensus zapatos de cordones, negros, muy brillantes. Al hacerlo, recordó involuntariamente lo que le había contado su amigo VIadimir: «A mi padre lo enterraron junto a dos hombres más, envueltos en una manta; pudimos reconocerlo por los zapatos, que es lo que más tarda en descomponerse.» Aquéllos eran unos zapatos de buena piel, elegantes, con la puntera muy marcada, como de bailarín retirado.
Mientras observaba con detalle la instantánea, Ismaíl procuraba interrogar íntimamente a aquellos rostros, intentando escrutar el mínimo detalle, adivinar algo en la expresión de sus miradas, quizá el recelo y el miedo, o la angustia del amor culpable, pero también el orgullo y tal vez la pasión, el abrazo robado de prisa en la estrechez de un pasillo, las caricias contenidas algunas noches, un jadeo violento en la oscuridad. Y de pronto se sorprendió pensando en sí mismo con fatalismo, como si su vida no le perteneciera del todo. Como si de algún modo lo que a él le ocurría con Helena estuviese determinado por el amor y el sufrimiento de quienes lo habían engendrado, y al igual que unos rasgos físicos, el rostro anguloso, el cabello ondulado y abundante, hubiese heredado también la maldición de un amor prohibido, su exaltación y su impaciencia. Una cosa que se parece a otra como la semejanza que uno encuentra ante un espejo. Quizá también él hubiese nacido condenado a convertirse algunas noches en un exaltado, en un loco capaz de todo, que puede enamorarse salvajemente aunque con ello le busque la ruina a la mujer que ama y se destruya a sí mismo y destruya a otros.
– Hanna, ¿crees que la predisposición a la desgracia se hereda? -le preguntó.
– No, hijo, no -respondió la anciana con convicción aunque, mientras lo decía, juntó precavidamente el meñique y el índice de ambas manos en un gesto de conjuro gitano que Ismaíl no llegó a advertir-. Uno es igualmente responsable de su felicidad y de su infortunio. Es cierto que nadie puede negar la importancia del azar, pero si lo piensas bien, te darás cuenta de que la fatalidad llega siempre a nuestras vidas por la puerta que nosotros mismos le hemos abierto.
– Pero las personas pueden rebelarse contra lo que les sucede e intentar salvarse. Es algo natural, humano -replicó Ismaíl, como sí fuera él mismo el que estuviera sublevándose contra el pasado irremediable-. ¿Cómo pudo Ella aceptar su condena tan mansamente?
– ¿Cómo no iba a hacerlo? Si ya notaba que empezaba a convertirse en objeto de murmuraciones, y tú sabes lo que puede significar padecer el vacío social. Desde el momento que se hablaba de ella de ese modo, es como si la hubieran transformado en otra persona que no debía ser, toda su vida echada a perder. Se contaban cosas que afectaban también ala política. Alguien del Departamento de Estado pidió informes sobre el doctor Gjorg. No tenían escapatoria después de aquellos informes. El propio Enver Hoxha estaba al tanto. Yo no sé si aquellas acusaciones eran ciertas o no, pero en cualquier caso eso era lo de menos. Estaban ya con la soga al cuello, tenían los brazos metidos en la muerte. Zanum convenció a tu madre. Le hizo creer que aquélla era la forma más beneficiosa para todos de resolver el asunto y de evitar el juicio político, que era lo que Ella temía más que ninguna otra cosa. Así que comenzó a tomar religiosamente todas las noches aquella infusión mortal. Un día detrás de otro. Quizá pensaba que al hacerlo podía salvar la vida de Gjorg o puede que Zanum se lo hubiera prometido. No lo sé… En pocos meses cambió mucho. Le cambió la mirada, el modo de inclinarse sobre la cena, su expresión al bañaros a Viktor y a ti, al cogerte en brazos; era como si estuviera despidiéndose del mundo. Había adelgazado mucho y perdió completamente el color, estaba pálida como una virgen. Sin embargo, hacía gala de un extraño dominio.