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IV

Los sonidos venían a la memoria de Ismaíl tan sin tregua ni orden como las sensaciones de un sueño, como el gusto de la saliva apretada en la boca con el sabor del pan y del queso fresco que devoraron en un prado con hambre salvaje. El color fue volviendo a sus mejillas poco a poco, lo mismo que al recordar regresaban a su mente las imágenes de aquellos días, los detalles precisos de todas y cada una de las excursiones que hacían por las tardes. La disposición de los senderos por encima de un paisaje que siempre estaba inclinado; las historias que les contaba el doctor Gjorg sobre las propiedades de algunas plantas: el diente de león, la semilla de loto, el musgo que crecía en algunos lagos y que era utilizado desde la antigüedad por los guerreros como vendaje para los heridos porque no contenía ninguna bacteria; el color de las rocas, amarillo en el sol, casi gris en los días nublados; la imagen de su hermano Viktor con un jersey de rombos, corriendo y riéndose muy fuerte, asustando a los pájaros con sus brazos de molino. Y recordaba también a su madre, vencida por el cansancio en una cuesta, apoyándose en el hombro del doctor Gjorg con una expresión bellísima que no tenía nada de extraño, pero que, sin embargo, a él le pareció de una intensidad desconcertante. Se alzó un soplo de viento y Ella movió los labios muy lentamente. Dijo algo en español, nadie sabe qué musitó, pero su rostro estaba lleno de la luz de la tarde. Entonces, el doctor Gjorg se volvió y le pasó suavemente la mano por los cabellos, apenas con la yema de los dedos, igual que si acariciase una seda exquisita. Estas cosas las recordaba Ismaíl suspendidas en el aire, flotando dentro de la claridad evanescente de aquellos días, que era un vapor de color azafrán, lento y deshilado como el que se filtra a través de la membrana de los párpados cuando uno está a punto de adormecerse y que, poco a poco, va perdiendo nitidez hasta diluirse en el cosquilleo inconsciente de la brisa sobre la piel. Después, Ismaíl se vio a sí mismo con cuatro años, tumbado boca arriba en la hierba, mirando tras las pestañas medio entornadas las hojas de los árboles, como pintura húmeda sobre el cielo liso, con una inexplicable melancolía en el corazón.

Con mayor fijeza, sin embargo, le quedaba en la memoria aquella tregua del final del día, cuando su madre, antes de enviarlos a la cama, les lavaba las rodillas en un balde de agua templada y les curaba los arañazos que se habían hecho al saltar los vallados y las ampollas formadas en los talones. Pies pequeños, acostumbrados a la lisura del asfalto y curtidos ahora en las piedras de los senderos que llevaban a los pastos, pies hollados por la naturaleza, comprometidos con el humus grumoso de la tierra, con las raíces y las agujas de los abetos. El doctor Gjorg le había enseñado a rastrear el camino de los perros oliendo sus patas entre las almohadillas grises de las pezuñas: una carrera por el medio de un maizal, olor a hierba segada y a forraje, la veta acre del suelo de los establos, el rastro de las caléndulas que florecen entre los riscos, resonancias de todos los vagabundeos que el animal había seguido durante su jornada, la impronta del anhelo y de la distancia entre las uñas, cientos de rutas… Sentaba al niño y le acariciaba la cabeza como si tuviera un cachorro cobijado entre las piernas.

Pero Viktor le había descubierto un mundo todavía más fascinante: los gusanos de seda. Todos los días observaba la huella que dejaban en las hojas de morera, dentelladas brillantes y picudas. En las esquinas segregaban un hilo de plata y por toda la caja iban apareciendo diminutos ovillos que crecían lentamente. No se detenían nunca. Tejían y tejían. Un día detrás de otro, sin que nada los entorpeciese, cuarenta y cinco días en total. Cuando salían las mariposas, las sentía aletear torpemente por la caja, los capullos quedaban desinflados y grises. Ismael pensaba que crecer era algo realmente extraño. No maravilloso, ni difícil, sino solamente extraño. Él se esforzaba en crecer, pero no sabía aún cómo pensar el tiempo. Andaba cabizbajo con estas ideas.

Viktor era mucho más alto, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo; sin embargo, él luchaba desesperadamente por cada centímetro, como un corredor que siempre jugase con desventaja. Viktor se desenvolvía con facilidad en todas partes de un modo natural e innato. Él siempre tenía miedo de cansarse en una caminata y tener que ser llevado a hombros por el doctor Gjorg o de perder el equilibrio y caerse de bruces, y de que lo paralizase el miedo al entrar en una cuadra, como una vez que, al ver a menos de medio metro de su cara unos ojos globulosos que lo observaban jadeantes, permaneció arrinconado contra la puerta del establo durante unos segundos, oyendo los mugidos desarmados del animal, hasta que la ternera, también asustada, tropezó con sus propias patas y fue entonces cuando Ismaíl sintió el cabezazo de un hocico mojado junto a la cara.

Viktor tenía el don de acercarse a la gente con facilidad, poseía la espontaneidad de un conquistador que despertaba la simpatía de todos cuantos lo escuchaban; sin embargo, cuando Ismaíl trataba de imitarlo, sus hazañas resultaban tan nimias que nadie reparaba en ellas. Viktor sabía muchas cosas sin darle importancia a su conocimiento; él, en cambio, se aferraba a la curiosidad con codicia, porque todo lo que ignoraba lo atraía y lo aterraba al mismo tiempo, igual que el sonido ahogado de los gusanos de seda en el interior de su caja, tan diminutos y blancos. Tejiendo y tejiendo. Si pegaba el oído, casi podía oír cómo mordían las hojas, las devoraban, dejando sólo la nervadura de la morera. Los sentía respirar, un gemido oscuro.

Ismaíl aprendió muchas cosas aquel mes en las montañas, cosas esenciales de la vida, que es la clase de aprendizaje que hace crecer a las personas. Los dos niños vivían según las leyes de la simbiosis que rigen la evolución de algunos organismos vivos, en un estado casi biológico. El afecto que se profesaban era para ambos imprescindible, como cualquier sentimiento que no se decide ni se adquiere, sino que bulle en la sangre con todos sus matices y viene dado por sí mismo. Una cosa íntima e instintiva. Pero su naturaleza, lejos de ser sencilla, resultaba muy complicada.

Cuando tuvieron que emprender el viaje de regreso, los cuatro se sintieron tristes y cohibidos, igual que si tuviesen que guardar un secreto del que nunca pudiesen volver a hablar. Se hicieron silenciosos.

El doctor Gjorg se acercó a la ventana y se puso a mirar las montañas despacio, muy serio, dejando que pasaran así las últimas horas. Lejos, como un altar para almas violentas, se levantaban las cumbres de diferentes alturas, entre precipicios empeñascados sobre los que pendían unas nubes muy densas. Permaneció allí de pie, con toda su corpulencia inmóvil, las manos hundidas hasta las muñecas en los bolsillos, la mandíbula tercamente apretada por encima del cuello del jersey, la cara sumergida en sus pensamientos, entre los duros huesos de la frente, sin hablar, mirando el vacío, escuchando la oscuridad. Le preguntaban cualquier cosa y no contestaba. Ninguna palabra llegaba a traspasar sus oídos. Así, hasta que el aire del anochecer le devolvió su rostro en el vidrio, sobre aquel paisaje hermético. ¿Qué puede ocurrir en el alma de un hombre que mira así por la ventana?

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