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III

De niños, con luna llena, Viktor e Ismaíl leían el libro de los exploradores sobre la mesa de mármol del cenador, a la luz de una linterna, frente al sendero de cipreses que marcaba el camino hacia el jardín. Entonces, la verdadera blancura no era la de la nieve, sino la de algunas flores muy pequeñas en aquellas noches, con el calor del foco de la linterna subiéndoles por las mangas de los jerseys: el brazo de Viktor por encima del hombro de Ismaíl, las palabras pronunciadas en voz baja, el olor de la lana, las cabezas muy juntas… Los dos hermanos se parecían mucho. Tenían el mismo color de cabello, castaño claro, la frente alta y los labios carnosos, casi femeninos, heredados de su madre. Sobre el mueble de cerezo del comedor había una fotografía de ambos enmarcada. Estaban sentados en lo alto de un árbol: Viktor, apoyado contra el tronco, mostraba en la sonrisa una seguridad y un aplomo que no se correspondían con los cuatro años de diferencia que le llevaba a su hermano; aún de adulto seguía conservando ese matiz en la comisura de los labios, especialmente cuando sonreía; tenía la cabeza echada hacia atrás y miraba desde lo alto como una águila. Ismaíl parecía más torpe e inseguro, agarrado con las dos manos a una rama transversal, el cuello inmóvil y tierno, los ojos infantiles agrandados por el susto, como un cervatillo. Iban vestidos del mismo modo, con pantalones cortos de tirantes y camisas blancas, la raya de la manga perfectamente planchada. Cuando su madre vivía, acostumbraban a hacer excursiones los domingos por el monte Dajú, al sur de la capital. Corrían entre los pinos, descubrían cuevas, cazaban saltamontes. Eran dueños de un universo movido, bañado de sol, vibrante de insectos, que rezumaba un olor azucarado como el de las meriendas campestres, tumbados boca abajo en la hierba crecida… Y tenían secretos.

Entonces eran inseparables. Si uno de los dos recibía algún castigo, era el otro quien lloraba sin consuelo. No se puede explicar fácilmente una unión así, era una hermandad encarnizada que sorprendía y conmovía a todos. Si algún amigo de la familia, como el doctor Gjorg, llegaba de un viaje con regalos para los niños, ni Viktor ni Ismaíl aceptaban ningún obsequio que no pudieran compartir. No se ponían de acuerdo para actuar de esta manera, simplemente ése era el modo natural en el que ocurrían las cosas entre ambos.

En una ocasión, el regalo fue un tren con cinco vagones de color plateado, con asientos de madera, traído de la mejor tienda de antigüedades de Kiev. Las iniciales de los dos nombres aparecían grabadas en las pequeñas puertas laterales de la locomotora: V. e L, Viktor e Ismaíl. Aquel invierno nevó en Tirana, e Ismaíl no paraba de toser. El doctor Gjorg había ordenado que permaneciera en la cama. Todas las tardes, después de haber tomado sus medicinas disueltas en una tisana de hojas de eucalipto y laurel, le permitían incorporarse apoyado en el cabezal, arropado con un edredón azul celeste. En aquellos días, Viktor no se apartaba de su lado. Sobre la superficie alisada de la cama montaban el tren, que atravesaba montañas lejanas, donde unos soldados bolcheviques se habían sublevado contra el zar y avivaban un fuego que alguien había encendido junto a un puente. El prestigio del ferrocarril procedía del misterio de la distancia, una ruta fija de hierro cosida sobre la tierra, los surcos hundidos de las vías, los nombres de las estaciones, ciudades tan remotas como las que aparecían en la banda iluminada de la radio: Moscú, VIadivostok, Belgrado, Kiev… y todas aquellas capitales extranjeras que visitaba el doctor Gjorg. Ismaíl lo veía acercarse por el pasillo y le parecía uno de aquellos exploradores de los libros de aventuras, como Marco Polo o el capitán Scott, muy alto, con el pantalón abombado metido dentro de la caña de las botas y un gorro de astracán. En el hechizo de la enfermedad imaginaba que llegaba con su botiquín de campana en medio de la ventisca, entre los precipicios helados de la Antártida, caminando delante de su madre, que lo seguía con un gesto de preocupación apenas contenido en la comisura de los labios. Si se quedaba dormido y se despertaba de golpe en medio de la fiebre, lo primero que veía era el tren nuevo que Viktor había colocado cuidadosamente en su lado de la estantería, junto a otros regalos anteriores: un carrusel musical cuya cuerda estaba rota, un reloj infantil con forma de rana, una orquesta búlgara de títeres… Pero el tren era el mejor de todos los juguetes que había traído el doctor Gjorg porque encerraba una historia.

Cuando Ismaíl no tenía fuerzas para jugar, le pedía a su hermano que le contase otra vez el asalto al ferrocarril de Vologda, y entonces Viktor, desde la cama contigua, separada sólo por la distancia de una alfombra, empezaba a evocar pacientemente las hazañas de la pequeña partida de combatientes que una vez encendieron una hoguera en la nieve, mientras a lo lejos se oía ya el chirrido metálico de las ruedas contra los raíles, y así se iba durmiendo, con el arrullo de la voz que contaba en un tono muy bajo y aquel rescoldo rojo del fuego metido dentro de todo lo que era de color blanco.

Estuvo tres días delirando, sudando por todos los poros, sin querer comer. Le aplicaban vendas frías sobre la frente. Su madre se sentaba en el filo de la cama, le cogía la mano ardiendo y se quedaba allí durante horas, callada, como si lo velara. Pero él sólo aceptaba tomar los medicamentos si Viktor volvía a contarle la misma historia, cada vez animada por un detalle nuevo, como el del pequeño vigía subido a la rama más alta de un árbol, al que el frío le había vuelto de yesca los ojos mientras escudriñaba en la nieve algún atisbo de polvo de carbonilla contra el cielo limpio; o el filo de un puñal que uno de los milicianos rusos calentaba en las llamas hasta ponerlo incandescente. Con cada palabra parecía que Ismaíl fuese tragando una toma de aire a sorbos cortos, y con ese alivio le volvían las costillas a su lugar y el rostro poco a poco se le iba descongestionando, dejando sólo el leve cerco morado de las ojeras o la anormal transparencia de una vena azul en la piel de la frente. Una noche lo despertó un duende en mitad de la oscuridad, se colocó a su lado y lo llevó de la mano, medio dormido todavía, hasta la ventana. Fue la primera vez que Ismaíl tuvo conciencia plena de la belleza, como si de pronto hubiera sacado la cabeza de debajo del agua para contemplar un jardín de hielo exquisito como la plata labrada. Le dolían los ojos de mirar. El asombro de aquella noche de invierno marcó no sólo una clara mejoría en la enfermedad, sino también la vocación poética de su alma. La fiebre comenzó a descender, se evaporaron las pesadillas…

Y cuando por fin pasó todo el peligro, su hermano entró en el cuarto como un enfermero incansable, muy pálido, con la bolsa de redecilla donde guardaban los soldados rojos de¡ ejército bolchevique y los blancos del menchevique. Pero no pudo cruzar la puerta: se desvaneció en el mismo umbral, desparramando los dos ejércitos por el suelo. No había contraído la misma dolencia que Ismaíl, ni se trataba de ningún resorte mimético.’Era sólo que estaba exhausto porque aún no tenía ocho años y llevaba tres noches sin dormir.

Los huesos de Ismaíl prevalecían sobre la carne, especialmente en el arco de la clavícula y en las muñecas y las rodillas, que sobresalían como colinas en el mapa de su cuerpo, la osamenta de un pájaro. Al comer hacía largas pausas y masticaba varias veces cada bocado que su madre conseguía meterle en la boca con extrañas plegarias. «Come muy despacio -decían-, tiene los modales de un aristócrata.» En el jardín había un algarrobo centenario. En primavera, debajo del follaje se escondía un frescor muy dulce, a veces una hilera de hormigas rojas subía por el tronco, e Ismaíl preguntaba a su madre cosas sobre la vida de las hormigas.

– Cuando seas mayor serás entomólogo -le dijo Ella un día.

– ¿Qué es un entomólogo?

– Los entomólogos estudian la vida de los insectos: de las hormigas, de los saltamontes, de las libélulas…

– No quiero ser entomólogo -protestó el niño-, quiero ser capitán, como Viktor.

Su madre sonrió con tristeza, revolviéndole el pelo. Estaba tan delgado y tan pálido que parecía un soldadito de porcelana. El doctor Gjorg lo auscultaba todas las semanas. Al colocar el espejo del fonendoscopio sobre la piel del tórax oía un eco abovedado. Los pulmones de Ismaíl estaban curados, pero la membrana que los protegía era tan débil que podía volver a rasgarse en cualquier momento. Así que el gran Zanum decidió aceptar la invitación de su amigo médico y accedió a que su esposa y los dos niños pasasen un mes en la casa que éste tenía en los Alpes tiránicos. Partieron en abril. Viktor e Ismaíl viajaban en el asiento de atrás del automóvil, tambaleándose por los frecuentes surcos de la carretera. Miraban las cumbres de diferentes alturas, entre escarpaduras y manchones de nieve que brillaban con la violenta luminosidad alpina, pero sus almas todavía eran demasiado llanas e infantiles para comprender la hondura de aquellos precipicios empeñascados, sobrevolados por las águilas, en los que a veces el viento levantaba un eco tubular. Sólo el espíritu complicado y montañoso de algunos adultos puede sucumbir al influjo de la naturaleza en medio de un paisaje tan repleto de suspense.

Al atardecer llegaron a Peshkopi, una aldea situada en la misma orilla del Drina Negro. La casa del doctor Gjorg estaba en una ladera de abedules, tenía los muros de piedra y el tejado muy empinado, como todas las de montaña, unido al cielo por un cordel de humo. Cuando abrieron el portalón, se encontraron la estancia ya caldeada, varios troncos ardían en la estufa. Había una piel de oso extendida sobre el suelo, un aparador grande con loza de Bohemia y un espejo en el que quedaron los cuatro reflejados al entrar como en la fotografía de una familia feliz: Viktor, con una bufanda y un gorro de lana que le tapaba las orejas, de la mano de su madre, que sonreía con los dientes blanquísimos como si también fuese una niña, y el doctor Gjorg un poco más atrás, con su apostura de explorador, llevando a Ismaíl en brazos, envuelto en una manta de cuadros.

Semanas, días, horas que giran en el recuerdo y regresan iluminadas como las agujas fosforescentes de un reloj pero con la quietud de una memoria en la que ya no puede haber tregua. El badil con ascuas en los portones, el olor a humo de leña y a vaho de ganadería en los caminos por los que regresaban diariamente las vacas para ser ordeñadas, el aroma de los pinos enresinados, un residuo de blancura de origen impreciso, como el tiempo que retrocede en ondulaciones circulares, la voz de una mujer joven llamando a gritos a sus hijos para que no se alejen demasiado y el eco repitiendo sus nombres desde el interior de hoces profundísimas, el sonido de una cascada que revienta las rocas con láminas de agua muy fría en la que el sol hace destellar reflejos naranjas, duros como caramelo, brillos verde lima y púrpura, «¿Qué son esas burbujas de colores?», las palabras sencillas que usan los niños para nombrar el misterio. Detrás de las montañas estaba la nieve, y se oían las campanas de los cencerros tintineando en la oquedad del silencio, muy lejos.

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