– Ahora ya no me importaría morirme -dijo Ismaíl.
Hubiera bastado que ella hiciera un solo gesto, que dijera una palabra o que negara simplemente con la cabeza. Pero no hizo nada, únicamente se quedó quieta. Estaba de pie con una novela en la mano que acababa de sacar de uno de los estantes superiores de la biblioteca y, cuando se dio cuenta de la presencia de Ismaíl en el umbral de la puerta, se le cayó el libro al suelo. Él la vio así, con el semblante somnoliento de quien no consigue conciliar el sueño y se levanta desvelado en mitad de la noche, los brazos caídos por encima de la tela blanca del camisón, los ojos serios y graves, como si supiera de golpe lo que inevitablemente iba a suceder, los hombros cubiertos por un chal muy fino de gasa azul.
A Ismaíl ya no le importó nada, ni el lugar, ni la lamparilla encendida, ni que alguien pudiera descubrirlos, ni siquiera su propia conciencia que seiba diluyendo igual que los límites de su cuerpo mientras la abrazaba y rodaban los dos por el suelo, derribados, emboscados como dos sombras. Se buscaban y se mordían y se apretaban impacientes, como si en su interior se hubiera desatado todo el dolor y toda la rabia de un deseo largamente contenido. El día en que Helena decidió poner fin a la relación no había previsto que fuera tan difícil llevar a cabo su propósito. Ismaíl tomó un almohadón M sofá y se lo colocó a ella bajo la nuca. Después desató con los dientes la cinta que le recogía el pelo y toda su cabellera quedó derramada por la alfombra, una espesura de membrillos en otoño, aquella luz primera de la infancia.
Despeinado también él, con el rostro mojado de saliva, recorrió su cuerpo centímetro a centímetro: el empeine muy arqueado, como el de las bailarinas, los talones, la línea frágil del tobillo, el hueso un poco saliente de la rótula, una colina en el mapa del cuerpo… Le separó las piernas y se volcó ciego entre sus muslos, erguido sobre ella, sin poder soportar la impaciencia cuando ella misma entreabrió la hendidura de sus labios con los dedos para recibirlo, apremiada por una urgencia ya despojada de cualquier pudor porque tampoco ella podía resistir más aquella excitación. Ismaíl la oyó pronunciar su nombre mientras sentía su cuerpo dilatándose y contrayéndose, como el latido de una herida a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, y se oía a sí mismo, la ebriedad de sus gemidos, las palabras dulcísimas o crudas, osadas y brutales del delirio que ni siquiera era consciente de estar pronunciando, ni sabía ya a quién de los dos pertenecía aquella voz, ni el cuerpo, ni los jadeos de placer, ni el sudor que los fundía en un desfallecimiento común. Apenas tuvo el tiempo justo de salirse de ella y derramarse a borbotones densos y tibios encima de su vientre, un rastro blanco de sal.
Poco a poco fueron recuperando el aliento. Helena le hizo volver el rostro, le acariciaba el pelo y la frente muy despacio, con una devoción atenta enla que ya no había premura ni desesperación, sino sólo un abandono profundo, como el de los náufragos que han perdido la batalla y se entregan dóciles al mar. Él apoyó la cabeza en su pecho. Se sintió vencido también, cansado de vivir sin ella. «Ahora yano me importaría morirme», dijo.
La claridad nocturna entraba a través de los arcos del ventanal como en un templo. Entonces les pareció oír algo muy leve, como la carrera de un animal pequeño en el jardín. Fue sólo un momento. Después, otra vez el silencio. Ismaíl se abrochó los pantalones y se acercó a la ventana. Los árboles parecían rociados de escarcha por el relumbre lunar. Todo estaba en calma, como acolchado de silencio. Permanecieron todavía allí, como al final de una tregua, sin querer saber qué iba a ser de sus vidas mañana o a la semana siguiente o dentro de un año, apurando los últimos minutos antes de regresar cada uno a su dormitorio.
La detonación sonó algunas horas después. Exactamente a las seis menos cuarto de la madrugada. Ismaíl no se levantó en seguida, sino que se quedó durante unos segundos paralizado, sin atreverse siquiera a levantarse de la cama, dominado por la sensación de pesadez y hundimiento que presagia siempre las desgracias. El miedo era ese sabor a tierra en la lengua, una punzada de mal augurio en el pecho, el vértigo de bajar por una escalera a oscuras en laque de pronto falta un peldaño. Cuando por fin logró incorporarse y corrió hacia el lado de la casa en que había sonado el disparo, vio cómo su hermano Viktor se echaba las dos manos a la cabeza en el mismo momento en que descubría el cuerpo sin vida de su padre.
Helena estaba junto a él y trataba de sujetarlo y de ofrecerle su apoyo para que no perdiera estabilidad, aunque tal vez fuera ella, cada vez más pálida, la que buscaba amparo y sostén.
– No entres -le advirtió a Ismaíl cuando lo vio en el quicio de la puerta, como si temiera que algo pudiera dañar sus ojos irreparablemente. Pero el aviso llegó demasiado tarde, cuando Ismaíl ya había visto lo que tenía que ver.
El cuerpo de Zanum estaba tendido en el lecho, medio cubierto por la sábana’ con la mano derecha colgando fuera de la cama. Tenía la palma vuelta hacia arriba y los dedos agarrotados. A escasos centímetros se hallaba la pistola caída en el suelo, sobre los tablones de madera.
Los tres se quedaron paralizados y mudos. Sólo Viktor intentó balbucear unas palabras, pero lo único que acertaba a pronunciar era el nombre de su padre. Lo repetía como una letanía, moviendo la cabeza hacia los lados. Tenía los ojos fijos en el cadáver, espantados, sin reconocer aún del todo los hechos, esa clase de mirada de quien se despierta sobresaltado en medio del sueño y experimenta la misma sensación de enajenamiento que si se hallara todavía en el interior de una pesadilla. Cuando por fin consiguió desprenderse de los brazos de Helena, que intentaba retenerlo, corrió hacia la camay apartó la sábana que le cubría el cuerpo. Entonces todos pudieron ver la herida de bala a la altura del corazón, un solo impacto y no dos, como se anduvo diciendo después arriba y abajo. La pistola tuvo que ser disparada con el cañón del arma pegado al pecho, tal como indicó después el encargado de hacer el informe pericial, señalando el orificio circular que presentaba la chaqueta del pijama, de color beige muy claro, con los bordes requemados de pólvora.
Aun muerto, la presencia de aquel hombre dominaba todo el cuarto, impregnado por un fuerte aroma a cuero y a madera mezclado con su propio olor corporal. La expresión de su rostro era distinta de la que tenía en vida, sobre todo por la ausencia de mirada, las córneas vueltas hacía arriba. Sin embargo, no reflejaba tensión. Parecía más viejo quizá, con las arrugas acentuadas en torno a la boca entreabierta y en el cuello, pero su frente seguía siendo poderosa, con una mata espesa de cabello blanquísimo echado ligeramente hacia atrás, el pelaje de un zorro plateado.
Tanto la alcoba como el gabinete contiguo, separado sólo por un arco, presentaban un aspecto ordenado. La ropa estaba cuidadosamente plegada sobre una silla, la chaqueta oscura y el pantalón de paño negro. Le gustaba el orden y la austeridad. También los zapatos eran sobrios, con la suela de goma un poco impregnada en los bordes de barro o de cemento. Sobre el escritorio todavía se hallaban los papeles en los que probablemente había estado trabajando hasta muy tarde. Ismaíl se acercó ala mesa y vio que los documentos eran antiguos por el tono amarillento del papel y por el sello, el mismo que solía utilizar el Departamento de Seguridad e Interior hacía años, una águila bicéfala. Leyó únicamente un párrafo subrayado con lápiz rojo: «… organización de espionaje y colaboración con el enemigo…». Había también numerosas anotaciones al margen con abreviaturas que Ismaíl no consiguió descifrar en el primer vistazo a vuela pluma. Mientras tanto, su hermano estaba inclinado sobre el cuerpo del difunto, palpándole la vena del cuello, intentando inútilmente encontrarle el pulso, y Helena permanecía de pie a dos o tres pasos del lecho, sin acercarse más, sin saber qué hacer, aturdida, mirándolo a él, a Ismafi, con una intensidad desconcertante, quizá tratando de hablarle con los ojos, o de indagar acaso en los de él y de comunicarse de algún modo, el morse del entendimiento. No supo Ismaíl comprender esa mirada lentísima que, sin embargo, estaba sucediendo en décimas de segundo, porque, desde que sonó el disparo, se había quebrado el tiempo y él percibía las cosas de un modo fragmentario, como si las estuviese viendo a través de una lente rota en miles de esquirlas.
Pasaron dos horas hasta que la brigada de investigación criminal llegó a la mansión. Dos policías de uniforme quedaron apostados junto a la verja principal. El inspector iba vestido de paisano con un traje gris de solapa ancha, un poco anticuado. Interrogó a cada uno de los habitantes de la casa por separado. Parecía un funcionario meticuloso e intuitivo. Sus o os daban la impresión de estar siempre opinando, eran pequeños y acechantes, hasta cuando no formulaba ninguna pregunta y miraba distraídamente a través de las cristaleras hacia el jardín, donde aún se veían algunos montones de hojas rojas apiladas en jaulas de rejilla; una mirada que podía significar el cansancio que le inspiraba su trabajo, aquel interrogatorio y la propia condición humana. O tal vez fuera que el otoño lo volvía pensativo. Había algo raro, al parecer. Algo que no coincidía en las declaraciones de los tres testigos, pequeñas contradicciones, una mínima diferencia horaria en las coartadas de cada cual.
El dossier señalado con la letra Z que se encontraba en el gabinete de trabajo del muerto fue sometido a un exhaustivo peritaje grafológico. En él se incluía un croquis de las instalaciones militares situadas a las afueras de la aldea de Ndroq y todo el expediente referido a una detención realizada en Durrés un lejano día de setiembre de 1961. Su contenido evidenciaba sin lugar a dudas la implicación directa de Zanum en el proceso que acabó con el arresto y posterior asesinato del doctor Gjorg. El análisis de esta documentación, desaparecida hacía tiempo de los archivos, no benefició precisamente a Ismaíl. A la luz de los datos aportados, él era el único, entre todos los habitantes de la villa, que tenía un posible móvil para el crimen. Poseer un motivo para la venganza implica para la tradición albanesa dar prácticamente por consumado su cumplimiento, tan frágil es la frontera entre la ley y el derecho. Como reza un dicho popular balcánico, «Todo aquel que tiene una causa comete un crimen». Por otra parte, Ismaíl era consciente de que existían informes de la Seguridad sobre sus reuniones con miembros de la oposición y su actividad clandestina en la universidad. Pero, sin embargo, ni una cosa ni la otra fueron definitivas en el momento de su apresamiento. Lo que realmente resultó determinante fue el testimonio de su hermano.