El remordimiento era para Ismaíl una emoción asidua y densa, el cañamazo con que se tejían las otras pasiones, la del deseo y el amor. Se trataba de algo envolvente como el aire y también electrizante, a veces sin forma exacta, sin olor ni tacto, entrelazado con la misma sustancia de los recuerdos, de cualquier recuerdo, como el de la luz húmeda y dorada de después de la lluvia en primavera, cuando Viktor y él salían a cazar saltamontes de alas azules y los guardaban en grandes cajas de fósforos. Se acordaba del roce mínimo de las patas y de las antenas contra el cartón. O cuando iban de excursión al monte Dajti con otros niños y jugaban a perseguirse unos a otros; a veces se peleaban, maltratándose ferozmente, pero al menos él tenía la suerte de tener un hermano mayor que siempre salía en su defensa. Viktor nunca dejó de ejercer ese dominio protector sobre él. Llegaban a casa oliendo a resina y a forraje, con las rodilleras de los pantalones manchadas por el jugo verdoso de la hierba. Su madre salía a esperarlos a la puerta de la villa, cada vez más delgada y más pálida. Se inclinaba hacia Ismaíl para levantarlo del suelo y lo oprimía fuertemente contra sí, como si supiera que no iba a tener tiempo de verlo crecer.
Viktor y él lo habían compartido siempre todo, los juguetes, los cromos de hazañas bélicas, una enciclopedia infantil ilustrada en la que iniciaron su mutua fascinación por los vikingos que remaban a través de los larguísimos ríos rusos en sus barcas de pieles y cuerdas hechas de pellejos de morsa; juntos profundizaron en las enseñanzas de la geografía y la botánica, disciplinas que contenían para ellos la misma sugestión que los sueños de viajes. Por mediación de su hermano, Ismaíl había conocido el misterio de los glaciares que dragan sus estelas a través de cientos de millas y el enigma de los fósiles de millones de años de antigüedad. A veces, Ismaíl se quedaba mirando la ilustración de un libro cuyas letras todavía no era capaz de descifrar, mientras Viktor leía la historia de una tribu de Tombuctú que intercambiaba sacos de sal por oro.
Dos niños que crecen juntos contra el mundo, con la única fuerza de su unión, como si fuesen uno solo. ¿Pero qué significa realmente ser uno solo?
¿Acaso la protección no es una forma de vasallaje que supone cierto menosprecio? Compartir todas las cosas acaba despertando deseos de otra forma de posesión. Cuando Ismaíl veía por la noche el tren de Vologda sobre la estantería del cuarto infantil, con sus puertas plateadas y la luna pendiendo del cielo, hinchada como una fruta china, tenía la convicción de que no todo estaba en su sitio. Había algo vivo en aquel tren, mezclado también con un sentimiento de culpa.
Lo que Ismaíl comenzaba a aprender ahora sobre su hermano a través de Helena no era algo que éste hubiese querido ocultarle conscientemente, sino que se trataba de una clase de conocimiento al que sólo podía accederse por intimidad sexual. Cuando acariciaba la espalda de su cuñada, cada centímetro de piel era un microcosmos que lo aproximaba más al universo de Viktor, cada una de las células de su amante desencadenaba en su mente el descubrimiento de la mortalidad propia. También el orgasmo tenía que ver con el ascendiente de la luna.
La primera vez que Ismaíl soñó con ella se despertó sudando, con la respiración completamente alterada. La ira que había sentido era de la misma naturaleza que la que había experimentado ante ella desde el principio. La única luz que entraba en el recinto era la procedente del exterior, de los árboles blancos y de la ciudad, más allá. En el sueño, la claridad resbalaba sobre el cuerpo de ella como sila iluminase por dentro. Había unas escalinatas, altas plataformas superpuestas al modo de una pirámide truncada y la presencia astral era como fría. Él deslizó las uñas bajo la hendidura de su omóplato, suavemente al principio, más fuerte después, hasta dejar cuatro rasguños marcados en la piel. La zarpa de un tigre. «Este hombro es mío -pensó-, de nadie más, me pertenece sólo a MÍ», y acercó sus labiosa la sangre fresca como un animal sediento. Uno puede marcharse, alejarse de la persona que ama, atemorizado por un sentimiento indebido, o puede esperar una respuesta durante toda la eternidad. Pero no puede renunciar al amor sin matarse a sí mismo.
Como amantes, en las pocas horas de que disponían se entregaban el uno al otro, despiadadamente, como si se estuvieran ofrendando en sacrificio.
El remordimiento era el fluido que los mantenía vivos, despiertos, conservando en ebullición toda la química de sus cuerpos, un veneno imperceptible y fácil de ingerir que les aceleraba los golpes del corazón, les latía en el pulso y les daba un brillo especial a sus pupilas. El día que Ismaíl sorprendió a Helena en su cuarto leyendo su cuaderno de poemas se acercó a ella sin hacer ruido, convertido de pronto en un ser sin sombra, sigiloso, un hombre que no deja huellas. Cuando sus miradas se encontraron, lo primero que intentaron ver fue el raudal de los pensamientos del otro. Helena dio un paso hacia atrás, un gesto retráctil, instintivo, pero inútil. Estaba frente a él, delante de la pared blanca, con toda su verdad al descubierto y aquella mirada. No fue un sueño, después, la mano de él dibujando su boca antes de atraerla e inclinarse para besarla. Ni cambió su rostro al contacto húmedo y cálido de la lengua, sino que se transfiguró ella entera por completo, de arriba abajo. El vértigo, la ingravidez en el estómago… Permanecían allí de pie, inmunes, sin hablar, sin poder decir ni una palabra, ni pensar en nada que no fuera aquella urgencia que los tenía clavados, apoyados el uno contra el otro, las bocas mordiéndose con un brillo de impaciencia. Casi sin resuello, subieron hasta el último piso de la torre, por la escalera interior, sin luz, los botones de la camisa de ella casi arrancados en la misma puerta del desván, desesperados ante la dureza de la cerradura a la que había que encontrar el punto antes de girar. Se miraban con una seriedad desarmada parecida al miedo, con una mutua sensación de avidez y de fatalidad. Entraron de golpe en el aire cerrado. Ismaíl abrió el baúl de castaño y con las telas que encontró en su interior improvisó un lecho sobre el que se tendieron. Desató la cinta con la que ella se sujetaba el pelo en la nuca y toda la melena quedó desparramada sobre los hombros, un mechón cubriéndole parte del rostro que ella contraía en un gesto casi doloroso cuando trataba de incorporarse para ver cómo iba siendo desnudada. Los leotardos de lana un poco desgastados en el talón, las bragas blancas sobre los listones de madera del suelo, las manos de Ismael subiendo por sus muslos, acariciando la marca que el elástico demasiado apretado le había dejado en las ingles. A él, con el deseo, se le marcaba la vena azul de la frente en forma de Y invertida, y al inclinarse, sus facciones se cargaban y se transformaban como si se hubiera convertido en otro hombre menos joven, porque el pasado estaba allí con todo su peso, acrecentado en la convulsión de los cuerpos, y ninguno de los dos podía abolirlo. Notaba en el sexo que se estaba acercando el ímpetu de la culminación, pero no quería rendirse todavía, no queda que el deseo acabara. Pasó la lengua por los párpados de Helena, primero el derecho, después el izquierdo. Empezaban las contracciones. Para no correrse invocó desesperadamente el miedo de una persecución, las sirenas giratorias manchando el asfalto de la ciudad universitaria con ráfagas de cobalto y el dolor de una descarga eléctrica subíéndole por la manga del jersey; miedo a haber hecho o dejado de hacer algo imprescindible, de haber cometido un error que desencadenaría la catástrofe, miedo al timbrazo en la puerta, miedo a las cartas con membrete oficial, a las citaciones judiciales, a los coches negros que vienen de frente por la carretera con los faros apagados, miedo a la devastación insensata del amor y a la soledad, miedo a causar la ruina a la mujer que amaba, al estampido que rompe el silencio en una noche de mal sueño, miedo encrespado y creciendo como un animal aloojado dentro de uno mismo. Pero no era sólo miedo lo que había en sus pupilas mientras se contenía desesperadamente, sino la claustrofobia del amor oculto. Apoyó con fuerza las palmas de las manos contra el echarpe azul que hacía de almohada, los tendones del cuello en tensión, las clavículas afiladas, la marca de una cicatriz infantil sobresaliendo rosada en la piel del hombro. Entonces ella se irguió como levantada por un golpe geológico y le envolvió las caderas con los muslos, aferrándose a su cuello, las aletas trémulas de la nariz, la frente sudorosa igual que el vello empapado del vientre en el que se sumergía a un ritmo cada vez más sofocado. Jadeaba como si se quejase, casi inconsciente, extraviada en un sueño demasiado intenso, intentando a toda costa no desmayarse, no acabar de perder el último asidero en el placer. Dijo el nombre de él muchas veces seguidas, con la cara hundida en su cuello: Ismaíl, Ismaíl, Ismaíl…, con una entonación que no tenía nada de dulce, sino que era como la voz de los mineros cuando se buscan en una galería después de un derrumbe, con una ebriedad cada vez más creciente, respirando cada uno el aliento del otro, desvaneciéndose ya sin ninguna posibilidad de contención. Abrió la boca y apretó entre los dientes el trozo áspero de la tela que encontró más a mano para sofocar el grito que le rompió las entrañas cuando se sintió de golpe inundada por un chorro de semen denso y caliente, como si ella misma se diluyera entera en esa sustancia líquida con los últimos espasmos de violencia masculina.
«Me destruyo», dijo al final Ismaíl en su oído, con la voz ahogada de la entrega. Pero esta vez «destruirse» no era sólo la palabra albanesa que designa el momento cumbre del orgasmo, sino quizá una sentencia íntima referida a lo más inconfesable de sí mismo.