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XIX

Se asomó al balcón que limitaba la terraza y vio a su cuñada al fondo de los bancales, arrancando la maleza que crecía junto a la verja. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, pero no había perdido el misterio que le infundía la larga cabellera. La cualidad de su belleza era mutable, variaba a lo largo de las horas, con la luz de las estaciones, según las nubes o sus pensamientos, en los diferentes lugares. Un fragmento del pómulo se recortaba esquinado contra el fondo verde del seto. Si Ismaíl hubiera sido pintor, la habría retratado de un modo abstracto, en relación con el paisaje, a través de la intromisión de unos objetos en otros: el ángulo de la mejilla dentro de una fronda, los ojos abatidos. Pero sólo era poeta, por eso dejó pasar el momento.

La expresión de Helena era seria aunque parecía más tranquila ahora, en aquel universo suyo del jardín, con un impermeable amarillo, rastrillando las hojas y agrupándolas en pequeños montículos. El cielo, la fuente de los delfines con los caños oxidados y un lado del pretil de piedra desmoronado, los frutales desnudos… todo ofrecía un aspecto de semiabandono que armonizaba con el estado de ánimo que reflejaba su semblante aquella mañana. Parte de su pensamiento irradiaba la misma desolación imprecisa de la naturaleza. Lloviznaba.

Hacía ya varias semanas que Ismaíl y ella no se habían reunido como amantes. Cada uno se había ido amurallando tras sus quehaceres diarios, en los hábitos de antes, y libraba como podía aquella guerra en su interior. Helena había sido muy clara, lo había anunciado además con un dedo alzado, inquisitivo, y al hacerlo, sus ojos, de natural pacíficos, habían chispeado con ascuas fugaces de advertencia y antagonismo, o fiebre quizá. «Nunca más», había dicho.

Tal vez la falta de contacto físico le infundía una sensación tranquilizadora de aparente inocencia, pero Ismaíl percibía esa tregua como un cactus offlf sequedad lo arañaba por dentro. No podía respirar sin verla a solas. Quería esa imagen secreta de ella, sin nadie más alrededor, necesitaba una profundidad de campo mínima que salvara su intimidad. No conseguía apartarla de su pensamiento. A menudo la imaginaba nadando. La línea arqueada de sus brazos, el hueco fresco de las axilas, los talones blancos como islas. Le bastaba cerrar los ojos para saber exactamente cómo se ondularía su cuerpo al salir mojada de un río, o la forma de su espalda al inclinarse boca abajo, secándose el pelo con una toalla.

En aquellos días, después de haber estado un rato escribiendo en su cuarto, cuando Viktor ya había salido de la villa, buscaba a Helena por todas partes de un modo que quería parecer casual. Merodeaba por la biblioteca y las terrazas inferiores, por el invernadero y el jardín, donde a veces la encontraba sentada leyendo junto a la fuente de los delfines como si formara parte del paisaje, igual que un sauce o una estatua mitológica, Afrodita con zapatillas blancas de tenis. Allí era donde ella se encontraba más a gusto, en el aire húmedo de la piedra, entre la vegetación y el sonido del agua, que le recordaba el mundo estremecido de los bosques, donde había crecido. Eran dos topos, animales activos y nocturnos. Pero no resultaba fácil permanecer en casa con aquella explosión roja y gris del otoño. Necesitaban salir de la madriguera.

Dentro de la mansión todo era más difícil por la presencia de los demás. Zanum apenas salía de la villa y ella había duplicado su amabilidad con él y con Viktor, aunque en ningún momento había dejado de ser delicada con ambos. Ismaíl no podía soportar cuando la descubría sonriéndole a su marido o se interesaba por su jornada con aquella atención suya tan cálida y envolvente. En esos momentos llegaba a odiarla, aunque era entonces cuando su belleza resplandecía hasta un extremo casi intolerable. No quería que dudase de los sentimientos de Helena hacia él, o que pensara que habían cambiado en algo; simplemente no podía aceptar su lógica.

Habían hablado mucho después de la última visita de Ismaíl a la aldea de Ndroq, y Helena conocía punto por punto todo cuanto Hanna le había revelado. Había algo en el pasado que les concernía directamente y que también había concernido a otros que ya estaban muertos y a algunos que aún permanecían vivos, como atañe a los seres sensibles y sugestionables cualquier suceso que va extendiendo desde la memoria sus tentáculos hacia el presente. A veces, Ismaíl creía oír voces antiguas en sueños, y su susurro llegaba a parecerle tan vívido como si aquellos espíritus fueran aún parte del tiempo y no ceniza fría. Notaba su presencia en cualquier lugar de la casa, en las habitaciones, en los pasillos, apenas un tacto ligero sobre la espalda. Sentir la influencia de los muertos en el mundo no es ningún extravagancia. Hasta las piedras estériles tienen memoria geológica. Si las rocas imantadas reconocen el magma del que vienen y, después de millones dé años, continúan aún señalando el polo magnético ¿cómo no lo van a hacer los seres humanos? Los idiomas antiguos tienen palabras sagradas para referirse a la intimidad original entre los vivos y muertos. Esa excitación temerosa de los sueños inacesible, con sus fantasmagorías que nadie sabe dé dónde proceden, vínculos, aprensiones, Pálpitos, perplejidades… «Quién eres tú que mi pensamiento espantas.»

Helena llevaba algún tiempo mostrándose silenciosa, encerrada en si misma, como si hubiera emprendido un penoso proceso de autoeducación. Leía constantemente, e Ismaíl sabía que algo no iba bien. Todo en la naturaleza está sometido a una dinámica de cambio y ruptura. Los planetas ardientes se distancian, los continentes se quiebran tectónicamente, separándose por los puntos más débiles, los ríos se secan y son sustituidos por llanuras de aluvión. Se evaporan los mares. ¿Qué podría sucederles a los amantes?

Todas las despedidas tienen señales reconocibles, indicios: una inflexión desconocida en la voz, la mi- rada más grave y opaca, ensombrecida por un cerco violáceo de ojeras. Hanna estaba en lo cierto: se aprende a presentír Uno siempre se da cuenta cuando algo se tuerce y se acaba o tiene que acabarse, ya sea por voluntad propia o a nuestro pesar, por fuerza mayor, por zozobra o por haber llegado ya a un límite extremo. Y si no lo sabe, lo intuye, lo percibe en cada detalle, aunque se niegue a ver. El amor es un animal tenso y ciego. Durante las últimas horas que compartieron juntos en la Rotonda, Helena se había atrincherado dentro del terrible castillo de su conciencia. El último sol entraba de refilón en la torre. Su mano reposaba sobre el cojín, Ismaíl quiso acariciarla y la notó muerta como un guante. Toda la tensión del momento la tenía ella acumulada en la voz, vacilante y muy fatigada. Parecía que estuviese hablando para sus adentros, sin estar convencida de desear hacerlo.

– Tu hermano lo sabe -murmuró apenas coü un hilo de voz-. Estoy segura.

Ismaíl se quedó atónito, pero no pensó en sí mismo. La miró hipnotizado, sin indignación de ninguna clase, inmóvil, como un condenado que experimentase una extraña sensación de liberación al morir con su agonía. Había algo perversamente grato en aquel malestar que empezaba a sentir en todo el cuerpo. Le pareció que la sangre circulaba muy despacio por sus venas. Estaba tan pálido como esos heridos abandonados en el campo de batalla…No dijo nada.

Dentro de aquella burbuja de silencio, el aire volvió irrespirable, igual que el aire que flota fuerza del tiempo, el aire estéril de las habitaciones donde alguien acaba de morir, el de las grutas o las oquedades geológicas, y el aire también de los sepulcros. Entonces, por primera vez en todos aquellos meses Helena se mostró dispuesta a contarle a Ismaíl una escena íntima sucedida en el interior del mundo cerrado de la habitación matrimonial.

Se quitó los tenis y apoyó la espalda en la pared preparándose para entrar con cautela en aquel espacio rugoso y difícil de su condición de mujer casada que hasta aquel momento, tanto uno como otro, habían tratado de evitar con la máxima delicadeza.

Ismaíl encendió un cigarrillo y apoyó también él la nuca contra el tabique, mirando hacia arriba, hacía la cofa acristalada de la Rotonda, con sus vidrios hexagonales, sin estar seguro de poder sostener la cabeza con sus propias fuerzas cuando ella comenzase a hablar. Y habló. Lo hizo despacio, un poco erráticamente, sin afectación aparente, como en esa clase de confesiones en las que uno necesita ausentarse de sí mismo para poder afrontar.

– Lo oí llegar de madrugada -dijo-, y fingí estar dormida. Él no quiso despertarme. Simplemente se descalzó y se quitó la camisa. Su respiración era irregular y ruidosa, como si acabase de hacer un gran esfuerzo. Se miró las manos fijamente del derecho y del revés, con las palmas extendidas hacía arriba. Me dio miedo ese gesto. Luego se acercó a la ventana y se quedó allí, de pie, observando la luna. Estaba en cuarto creciente. También yo había estado contemplándola en el balcón hasta medianoche por encima de los cipreses. Al cabo de unos segundos empezó a dar vueltas por la alcoba de un extremo a otro, a tientas, palpando las paredes, aunque había bastante claridad, como si la luna se hubiera metido dentro del cuarto, o tal vez me lo Parecía a mí, por tener los ojos acostumbrados a aquella penumbra. Rebuscó en los cajones de la cómoda igual que un ladrón en su propia casa. Abrió el armario y descolgó toda mi ropa, pieza por pieza: la camisa blanca, el vestido de algodón, ese que te gusta tanto, el que tiene una cenefa de pececitos azules en la solapa -dijo, trazando con los dedos un triángulo sobre el escote-, y también la toca que yo llevaba puesta el día de la boda. La tenía guardada dentro de una funda de tela para preservarla de las polillas. Viktor abrió la cremallera con cautela, oí el chasquido metálico, despué fue directamente al bolsillo delantero del chaleco donde se guarda la bala de plata de la dote. -La voz de Helena se había adelgazado ahora casi como, un hilo-. Él estaba de espaldas y de pronto lo oí sollozar. Su cabeza había quedado en una zona de sombra, en la oscuridad, y no podía distinguirla. Parecía un cuerpo decapitado. Desde mi lado de la cama sólo alcanzaba a atisbar el movimiento de sus hombros agitándose con cada estremecimiento Nunca lo había visto así… No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá fueron sólo dos o tres minutos, pero a mí me pareció una eternidad. Luego acabó de desnudarse y se acostó. Ni siquiera habría transcurrido media hora cuando lo dijo. Noté un susurro en mi oído, pero su voz estaba rota. Dijo sólo «¿Por qué, Helena?», y volvió a repetirlo dos o tres veces más, «¿Por qué… por qué…?». Sólo eso. Lo decía enajenadamente, más que como pregunta verdadera, como imploración o súplica… Después me besó en la nuca.

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