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Durante todo el día, Ismaíl buscó el momento apropiado para hablar con Viktor. No quería mencionarle el asunto de la exhumación todavía, pero sí necesitaba hacerle algunas preguntas. No fue fácil propiciar la conversación, porque su hermano parecía cada vez más ocupado en los asuntos oficiales desde que había entrado en el gabinete de su padre al servicio del partido. Pero al fin, a media tarde, logró abordarlo a solas en la biblioteca.

En los últimos tiempos, Viktor había cambiado también físicamente, aunque aún guardaba un gran parecido con Ismaíl en las facciones, la misma boca sensual heredada de la madre, que en su rostro adquiría una expresión un tanto fría y desdeñosa. Había en él algo espeso, solidificado antes de tiempo, que le hacía parecer mayor de lo que era. Todavía conservaba una musculatura recia en la espalda, pero por delante su torso empezaba a abarrilarse.

Estaba bastante más grueso quizá por efecto de la vida sedentaria y acaso también de la matrimonial.

Es algo que le ocurre con frecuencia a los hombres casados, existe una palabra de origen turco para designar ese proceso que todavía permanece en el dialecto montañés y que podría traducirse como empatronar, o hacerse patrón.

Ismaíl lanzó una mirada al retrato que colgaba de un panel de la pared. Era un rostro joven y algo ensimismado, la cabeza ligeramente ladeada, apoyada en una mano, la frente alta, los labios sensuales, pero demasiado oscuros, de un color casi púrpura.

– Tenía la boca amoratada, como las personas que sufren dolencias cardíacas -dijo Ismaíl en voz alta, pero el tono era íntimo, como si estuviera hablando para sí mismo. Después, volviéndose hacia su hermano, le preguntó-: ¿Te acuerdas de Ella?

Viktor levantó la cabeza del informe que tenía entre las manos, sorprendido. No esperaba la pregunta.

– Sí, bueno… a veces -respondió-. Ha pasado mucho tiempo.

– Fíjate -continuó Ismaíl, señalando la parte superior del cuadro-, la piel de las sienes es traslúcida y azulada. -Y se volvió de frente hacia su hermano para preguntarle-: ¿Tú sabes de qué murió exactamente?

– Siempre tuvo una salud delicada -respondió Viktor un poco atropelladamente-. Pero además, ¿a qué viene eso ahora?

– No sé… se me ha ocurrido de pronto. No todas las muertes son iguales. Hay muertes peores que otras, ¿no crees? Hay muertos que mueren por su propia mano o inducidos, y otros que mueren contra su voluntad por arma blanca o de fuego, o envenenados…

– Pero ¿qué tonterías estás diciendo? -lo interrumpió Viktor.

– Si estaba enferma, ¿por qué nunca fue a un hospital?

– Sabes tan bien como yo que la atendía el doctor Gjorg en casa, igual que a ti cuando tuviste la pleuresía.

– ¿Y por qué no hemos vuelto a ver al doctor Gjorg desde entonces? ¿No te parece muy extraño? -insistió Ismaíl.

– Lees demasiadas novelas -dijo Viktor, recostándose hacía atrás en el sillón y mirándolo ahora con cierto aire paternalista de reprobación, pero sus ojos se habían vuelto opacos, como si estuviera haciendo un verdadero esfuerzo por que su expresión no delatase más de lo que era consciente de querer decir.

A Ismaíl no le gustó aquella mirada.

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