– Pero ¿por qué? -preguntó Ismail.
– Por qué, por qué, por qué, ¿quién sabe por qué?… Todo puede torcerse en un momento, el detalle más insignificante se va hinchando y después ya nadie lo puede parar. Los de arriba, que son los que saben, no dicen nada, claro. Es a los de abajo a los que hay que preguntar, a los chóferes, a los escoltas. Se decían tantas cosas. Una tarde oímos una explosión en la carretera de Elbasan que estremeció los cristales de todas las ventanas. Salimos corriendo a ver qué había ocurrido y en seguida vimos los coches del servicio de Seguridad y una ambulancia. Dijeron que había sido un albañil al que le había estallado un barreno, pero uno de los enfermeros contó que no era uno, sino dos, y que habían tenido una «mala muerte», que era otra expresión que se utilizaba para no hablar directamente. «Mala muerte», «caer en desgracia», «quitarse de en medio», ésas eran las palabras que se decían. En aquellos días muchos aparecían así en los muladares, con la cabeza descolgada, o con un tiro en la nuca y los ojos abiertos, que era lo peor… como si la mirada se les hubiera quedado desorbitada en lo último que habían visto, ¡Dios sabe qué espanto! Para cerrarles los ojos, los familiares les colocaban monedas sobre los párpados, y a veces ni siquiera así lo conseguían, y tenían que tapárselos con un pañuelo para borrarles de la cara aquel pavor. Tu madre no sólo tenía miedo por ella, estaba muy angustiada. jamás he visto a nadie tan angustiado.
– Pero ¿por qué?, ¿qué podía temer Ella?
Hanna calló durante demasiados segundos para que la pausa fuera natural, y continuó como si nohubiera oído esas preguntas.
– Se habló mucho después y se dijeron muchas cosas, también los periódicos dieron la noticia por el cargo que ocupaba tu padre. Pero pocos debieron de saber lo que realmente pasó. Ni yo misma, que la tuve entre mis brazos, lo sé a ciencia cierta.
– ¿Y mi padre no hizo nada para aclararlo? Él estaba en el Departamento de Estado.
– Ay, hijo, tú no sabes las veces que he pensado también en él. El sufrimiento, a los hombres, les quema la sangre por dentro, les deshace los nervios, los vuelve locos. Se encerraba en la biblioteca a beber. A veces lo oía dar golpes contra las paredes y los muebles como si no estuviera en sus cabales. Aún recuerdo el sonido de sus pasos en la galería, de un extremo a otro, sin parar, una vez y otra vez, día tras día… Parecían los pasos de un condenado. Noquería hablar con nadie, ni ver a nadie, ni siquiera a vosotros.
– ¿Y el doctor Gjorg? ¿Por qué nunca volvió avernos ni a mi padre, ni a nosotros?
En ese momento, un hombre con un guardapolvo gris y la cara tiznada de negro entró en la cocina cargando una pequeña carreta de carbón que depositó en un compartimiento bajo la cocina. Tenía la mandíbula inferior un poco caída y a Ismaíl, por alguna razón, le recordó a los antiguos faroleros taciturnos de su infancia que surgían de la bruma con una larga percha, acompañados siempre de un perro pelado por la vejez, y sobre los que circulaban oscuras leyendas para asustar a los niños.
El hombre emitió un extraño sonido gutural a modo de saludo y se quedó allí parado, como esperando algo.
Hanna se levantó apoyando las dos Manos en el borde de la mesa, visiblemente fatigada, como si su movilidad hubiera empeorado después de la charla.
– Eso, querido niño -dijo muy despacio, con entonación resignada y paciente, o quizá más que nada maternal-, eso, déjame que te lo cuente otro día, te lo ruego.