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– Es Montero, desde la oficina. Se había quedado por el balance y ahora… Ahora me dice que hay algo raro, que necesita verme en seguida. Si no te molesta…

Ella no tuvo necesidad de examinarle la cara para comprender, para recordar que había sabido desde el principio el porqué del incongruente relato sobre el viejo; que él había hablado y ella escuchó sólo para esperar juntos el llamado telefónico, la confirmación de la cita.

– Más Am -pronunció la mujer, sonriendo apenas, sintiendo que la lástima crecía sin volver hacia ella. Tomó su vaso de un trago y se alzó para traer la botella y colocarla en la pequeña mesa, a su lado.

El hombre no entendió, se mantuvo sin entender ni contestar.

– Pero si te parece mejor que me quede… -insistió.

La mujer volvió a sonreír mirando recta hacia la cortina que se movía con pereza en la ventana.

– No -repuso. Volvió a llenar su vaso y se inclinó para beber sin derramar, sin ayuda de las manos.

El hombre permaneció un rato de pie, silencioso e inmóvil. Después volvió al corredor para buscar un sombrero y un abrigo. Ella esperó quieta el ruido del coche; luego, casi feliz en el centro exacto de la soledad y del silencio, estuvo sacudiendo la cabeza atontada y otra vez más puso coñac en la copa. Estaba decidida, segura ya de que era inevitable, sospechando que lo había querido desde el momento que vio el pozo y, adentro, el tórax del hombre que cavaba, los brazos enormes y blancos cumpliendo sin esfuerzo el ritmo del trabajo. Pero no podía renunciar a la desconfianza: no lograba convencerse de que era ella quien estaba eligiendo, pensaba que alguien, otros o algo había decidido por ella.

Fue fácil y ella lo sabía de tiempo atrás. Esperó en el jardín, en sus restos, tejiendo sin interés como siempre, hasta que la bestia salió de la cueva, tomó un jarro de agua y anduvo buscando la manguera para refrescarse. Le hizo una seña y lo trajo. Junto al garaje, aventuró preguntas tontas. No se miraban. Ella preguntó si podrían volver a trepar allí flores y plantas, arbustos o yuyos, cualquier forma vegetal y verde.

El hombre se agachó, estuvo escarbando con las uñas sucias y roídas el pedazo de tierra arenosa que le ofrecían.

– Puede -dijo al levantarse-. Es cuestión de querer, un poco de paciencia y cuidado.

Rápida y susurrante y voluntariosa, sin haberlo oído, con las manos unidas en la espalda, mirando el cielo nuboso y su amenaza, la mujer ordenó:

– Después que se vayan. Y que nadie lo sepa. ¿Jura?

Impasible, ajeno, sin enterarse, el hombre se tocó la sien y asintió con su voz pesada.

– Vuelva a la seis y entre por el portón.

El gigante se alejó sin despedirse, lento, balanceándose. El viejo estuvo escuchando a los ángeles que anunciaban las cinco de la tarde y ordenó el regreso. Aquella tarde ella dejó en paz las cinacinas; lenta, sonámbula, arrepentida e incrédula fue trepando la escalera y cuidó al niño. Luego, desde la ventana, se puso a vigilar el camino, a mirar el creciente añil del cielo. “Estoy loca, o estuve y lo sigo estando y me gusta”, se repetía con una invisible sonrisa feliz. No pensaba en la venganza, en el desquite; apenas, levemente, en la infancia lejana e incomprensible, en un mundo de mentira y desobediencia.

El hombre llegó al portón a las seis, con el yuyo mascado adornándole una oreja. Ella lo dejó caminar, muy lento, un rato, sobre el cemento que cubría el jardín asesinado. Cuando el gigante se detuvo, bajó corriendo -el tambor veloz y acompasado de los peldaños bajo sus tacos- y se acercó empequeñecida, hasta casi tocar el cuerpo enorme. Le olió el sudor, estuvo contemplando la estupidez y la desconfianza en los ojos parpadeantes. Empinándose, con un pequeño furor, sacó la lengua para besarlo. El hombre jadeó y fue torciendo la cabeza hacia la izquierda. -Está el galpón -propuso.

Ella rió suavemente, breve; estuvo mirando calmosa las cinacinas, como si se despidiera. Había manoteado una muñeca del hombre.

– No en el galpón -repuso por fin y con dulzura-. Muy sucio, muy incómodo. O arriba o nada -como a un ciego lo guió hasta la puerta, lo ayudó a subir la escalera. El niño dormía. Misteriosamente, el dormitorio se conservaba idéntico, invicto. Persistían la cama ancha y rojiza, los escasos muebles, el armario de las bebidas, las cortinas inquietas, los mismos adornos, floreros, cuadros, candelabro.

Sorda, lejana, lo dejó hablar sobre el tiempo, jardines y cosechas. Cuando el pocero estaba terminando la segunda copa se le acercó a la cama y dio otras órdenes. Nunca había imaginado que un hombre desnudo, real y suyo pudiera ser tan admirable y temible. Reconoció el deseo, la curiosidad, un viejo sentimiento de salud dormido por los años. Ahora lo miraba acercarse; y empezó a tomar conciencia del odio por la superioridad física del otro, del odio por lo masculino, por el que manda, por quien no tiene necesidad de hacer preguntas inútiles.

Lo llamó y tuvo al pocero con ella, hediondo y obediente. Pero no se pudo, una vez y otra, porque habían sido creados de manera definitiva, insalvable, caprichosamente distinta. El hombre se apartó rezongando, con la garganta atascada y odiosa:

– Siempre es así. Siempre me pasó -hablaba con tristeza y recordando, sin rastro de orgullo.

Oyeron el llanto del niño. Sin palabras, sin violencia, ella consiguió que el hombre se vistiera, le dijo mentiras mientras le acariciaba la mejilla barbuda:

– Otra vez -murmuró como despedida y consuelo.

El hombre se metió de regreso en la noche, mordiendo acaso un yuyo, pisoteando la ira, el antiguo, injusto fracaso.

(En cuanto al narrador, sólo está autorizado a intentar cálculos en el tiempo. Puede reiterar en las madrugadas, en vano, un nombre prohibido de mujer. Puede rogar explicaciones, le está permitido fracasar y limpiarse al despertar lágrimas, mocos y blasfemias.)

Tal vez haya sucedido al día siguiente. Tal vez el viejo, la cara flaca, más vieja que él, libre de expresión, haya esperado un tiempo más. Media semana, supongamos. Hasta que la vio ambular por lo que había sido jardín, entre la casa y el galpón, colgando pañales de un alambre.

Encendió el flojo cigarrillo y, antes de moverse, susurró malhumorado a los peones:

– Quiero saber si nos adelantan la quincena.

Muy lento, casi gimiendo logró desprenderse del asiento y anduvo rengueando hacia la mujer. La encontró sin esperanza, más infantil que nunca, casi tan liberada del mundo y sus promesas como él mismo. El seminarista arquitecto la miró con lástima, fraternal.

– Escuche, señora -pidió-. No necesito respuesta. Ni siquiera, con usted, palabras.

Trabajosamente extrajo de un bolsillo del pantalón un puñado de rosas recién abiertas, pequeñas hasta el prodigio, vulgares, con los tallos quebrados. Ella las tomó sin vacilar, las envolvió en un trapo húmedo y continuó esperando. No desconfiaba; y los ojos cansados del viejo sólo servían para dar paso a unas antiguas ganas de llorar que no estaban ya relacionadas con su vida actual, con ella misma. No dijo gracias.

– Escuche, hija -volvió a pedir el viejo-. Eso, las rosas, son para que usted olvide o perdone. Es lo mismo. No importa, no queremos saber de qué estamos hablando. Cuando las flores se mueran y tenga que tirarlas, piense que somos, nos guste o no, hermanos en Cristo. Le habrán dicho muchas cosas de mí, aunque usted vive sola. Pero no estoy loco. Miro y soporto.

Agachó la cabeza para saludar y se fue. Fatigado por el monólogo empezaba a escuchar en el aire quieto y tormentoso de la tarde el preludio de las cinco campanadas.

– Vamos -dijo a los poceros-. No hay quincena adelantada, parece.

Después de varias noches entre la espera y una esperanza sin destino, una, antes del aburrimiento del libro y el sueño indominable, oyó el ruido del coche en el garaje, el atenuado silbido que trepaba cuidadoso la escalera. Ignorante, inocente en definitiva de tantas cosas, el hombre silbaba “The man I love”.

Ella lo miró moverse, le hizo una mueca de saludo, aceptó la copa que le acercaron.

– ¿Fuiste al médico? -preguntó la mujer-. Lo habías prometido, ¿o lo juraste?

El perfil huesudo sonrió sin volverse, feliz por darle algo.

– Sí. Fui. No pasa nada. Un hombre esquelético desnudo frente a un gordo apacible. La rutina de las placas y los análisis. Un hombre gordo en guardapolvo, tal vez no exageradamente limpio, que no creía en su martillito, en su estetoscopio, en las órdenes que se puso a escribir. No; no pasa nada que ellos puedan comprender, curar.

Ella aceptó, por primera vez, otra copa rebosante. Movió los dedos y tuvo un cigarrillo. Estuvo riendo y envaró el cuerpo para suprimir la tos. El hombre la miraba, asombrado, casi feliz. Dio un paso para sentarse en la cama, pero ella, lenta, se fue apartando de las sábanas, de la caricia paternal. Conservaba medio cigarrillo encendido y continuó fumando, cautelosa.

Estaba de espaldas cuando dijo:

– ¿Por qué te casaste conmigo?

El hombre le miró un rato las formas flacas, el pelo enrevesado en la nuca; luego caminó hacia atrás, hacia el sillón y la mesa. Otra copa, otro cigarrillo, rápido y seguro. La pregunta de la mujer había envejecido, marcaba arrugas, se extendía en desorden como una planta de hiedra aferrada a un muro con sus uñas. Pero tuvo que ganar tiempo; porque la mujer, aunque nunca llegaron a saberlo ellos, aunque nunca lo supo nadie, era más inteligente y desdichada que el hombre flaco, su marido.

– No tenías dinero, no fue por eso -trató de bromear el hombre-. El dinero vino después, sin culpa mía. Tu madre, tus hermanos.

– Ya estuve pensando en eso. Nadie lo hubiera adivinado. Y además, no te interesa el dinero. Lo que es peor, se me ocurre a veces. Entonces vuelvo: ¿por qué te casaste conmigo?

El hombre fumó un rato en silencio, diciendo que sí con la cabeza, dilatando los labios exangües encima de la copa.

– ¿Todo? -preguntó por fin; estaba lleno de cobardía y de lástima.

– Todo, claro -la mujer se incorporó en la cama para verle enflaquecer la cabeza endurecida y resuelta.

– Tampoco lo hice porque estuvieras esperando un hijo de Mendel. No hubo piedad, ningún deseo de ayudar al prójimo. Entonces era muy simple. Te quería, estaba enamorado. Era el amor.

– Y se fue -afirmó ella desde la cama, casi gritando. Pero, inevitablemente, también preguntaba.

– Con tanta astucia y disimulo y traición. Se fue; no podría decir si eligió semanas o meses o prefirió desvanecerse suavemente, una hora y otra. Es tan difícil de explicar. Suponiendo que yo sepa, que entienda. Aquí, en el balneario que inventó Petrus, eras la muchacha. Con o sin el feto removiéndose. La muchacha, la casi mujer que puede ser contemplada con melancolía, con la sensación espantosa de que ya no es posible. El pelo se va, los dientes se pudren. Y, sobre todo, saber que para vos nacía la curiosidad y yo empezaba a perderla. Es posible que mi matrimonio contigo haya sido mi última curiosidad verdadera.

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