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LA NOVIA ROBADA

En Santa María nada pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban el cielo y la tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del trabajo.

Sin consonantes, aquel otoño que padecí en Santa María nada pasaba hasta que un marzo quince empezó sin violencia, tan suave como el Kleenex que llevan y esconden las mujeres en sus carteras, tan suave como el papel, los papeles de seda, sedosos, arrastrándose entre nalgas.

Nada sucedió en Santa María aquel otoño hasta que llegó la hora -por qué maldita o fatal o determinada e ineludible-, hasta que llegó la hora feliz de la mentira y el amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.

Me dijeron, Moncha, que esta historia ya había sido escrita y también, lo que importa menos, vivida por otra Moncha en el sur que liberaron y deshicieron los yanquis, en algún fluctuante lugar del Brasil, en un condado de una Inglaterra con la Oíd Vic.

Dije, Moncha, que no importa porque se trata, apenas, de una carta de amor o cariño o respeto o lealtad. Siempre supiste, creo, que yo te quería y que las palabras que preceden y siguen se debilitan porque nacieron de la lástima. Piedad, preferías. Te lo digo, Moncha, a pesar de todo. Muchos seran llamados a leerlas pero sólo tú, y ahora, elegida para escucharlas.

Ahora eres inmortal y, atravesando tantos años que tal vez recuerdes, conseguiste esquivar las arrugas, los caprichosos dibujos varicosos en las piernas hinchadas, la torpeza lamentable de tu pequeño cerebro, la vejez.

Hace unas horas apenas que tomé café y anís rodeado por brujas que sólo dejaban de hablar para mirarte. Moncha, para ir al baño o sorberse los mocos detrás de un pañuelo. Pero yo sé más y mejor, yo te juro que Dios aprobó tu estafa y, también, que supo premiarla.

Me dicen, además, que si persisto, debo comenzar por el final, volver a tus marchas incomprensibles, en cuatro patas, de cuando tenias un año de edad, saltar sobre tu susto de la primera menstruación, tocar otra vez con misterio y trampa el final, regresar a tus veinte años y al viaje, moverme de inmediato hacia tu primer, siniestro, desconsolado aborto.

Pero tú y yo, Moncha, hemos coincidido tantas veces en la ignorancia del escándalo que prefiero contarte desde el origen que importa hasta el saludo, la despedida. Me darás las gracias, te reirás de mi memoria, no moverás la cabeza al escuchar lo que acaso no deba decirte. Como si ya estuvieras capacitada para saber que las palabras son más poderosas que los hechos.

No, nunca, para ti. Nunca entendiste, en el fondo, palabras que no anunciaran, afónicas, dinero, seguridad, alguna cosa que te permitiera acomodar las grandes nalgas de tu cuerpo flaco en un amplio, dócil sillón de viuda reciente.

No es carta de amor ni elegía; es carta de haberte querido y comprendido desde el principio inmemorable hasta el beso reiterado sobre tus pies amarillos, curiosamente sucios y sin olor.

Moncha, otra vez, recuerdo y sé que regimientos te vieron y usaron desnuda. Que te abriste sin otra violencia que la tuya, que besaste en mitad de la cama, que te hicieron, casi, lo mismo.

Ahora llegan las señoras para verte una desnudez novedosa y definitiva; para limpiarte con las carcomidas esponjas y una puritana concentrada obstinación. Tus pies continúan consumidos y sucios.

Comparado con tu boca, por primera vez suave y bondadosa, nada que pueda decirte recordando tiene importancia. Comparándolo con el olor que te invade y te rodea, nada importa. Menos yo, claro, entre todos, yo que empiezo a oler la primera, tímida, casi grata avanzada de tu podredumbre. Porque yo siempre estuve viejo para ti y no me inspiraste otro deseo posible que el de escribirte algún día lejano una orillada carta de amor, una carta breve, apenas, un alineamiento de palabras que te dijeran todo. La corta carta, insisto, que yo no podía prever te veía pasar, grotesca y dolorosa por las calles de Santa María, o te encontraba grotesca y dolorosa, impasible, con la terca resolución de tu disfraz entre la nunca revelada burla en cualquier rincón, y yo contribuía sin palabras a crear e imponer un respeto que se te debía desde siglos por ser hembra y transportar recatada e ineludible tu persona entre las piernas.

Y es mentira pero te vi desfilar frente a la iglesia, cuando Santa María se sacudió el primer, tímido, casi inocente prostíbulo, joven, vigorosa y torpe equivocando el paso, con tu expresión de prescindencia y desafio, detrás del cartelón donde flameaban con audacia y timidez las altas, estrechas letras negras: "Queremos novios castos y maridos sanos".

La carta, Moncha, imprevisible, pero que ahora invento haber presentido desde el principio. La carta planeada en una isla que no se llama Santa María, que tiene un nombre que se pronuncia con una efe de la garganta, aunque tal vez sólo se llame Bisinidem, sin efe posible; una soledad para nosotros, una manía pertinaz de obseso y hechizado.

Por astucia, recurso, humildad, amor a lo cierto, deseo de ser claro y poner orden, dejo el yo y simulo perderme en el nosotros. Todos hicieron lo mismo.

Porque es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmas sin firma: J. C. O. Yo lo hice muchas veces.

Es fácil escribir jugando; según dijo el viejo Lanza o algún irresponsable nos dijo que informó de ella: una mirada desafiante, una boca sensual y desdeñosa, la fuerza de la mandíbula.

Ya se hizo una vez.

Pero la vasquita Moncha Insurralde o Insaurralde volvió a Santa María. Volvió, como volvieron, vuelven todos, en tantos años, que tuvieron su fiesta de adiós para siempre y hoy vagan, vegetan, buscan sobrevivir apoyados en cualquier pequeña cosa sólida, un metro cuadrado de tierra, tan lejos y alejados de Europa, que se nombra París, tan lejos del sueño, el gran sueño. Podría decir regresan, retornan. Pero la verdad es que volvemos a tenerlos en Santa María y escuchamos sus explicaciones sobre el olvidable fracaso, sobre el injusto por qué no. Protestan desde la iracundia en voz de bajo hasta el gemido de recién nacidos. En todo caso, protestan, explican, se quejan, desprecian. Pero nos aburrimos, sabemos que mascarán con placer el fracaso y las embellecidas memorias, falsificadas por necesidad, sin intención pensada. Sabemos que volvieron para que-darse y, otra vez, seguir viviendo.

De modo que la clave, para un narrador amable y patriótico, es, tiene que ser, la incomprensión ajena e incomprensible, la mala suerte, también ajena, igualmente incomprensible. Pero vuelven, lloran, se revuelven, se acomodan y se quedan.

Por eso en esta Santa María de hoy, con carreteras altas, tan distinta, tenemos, sin necesidad de trámites de expropiación y a precio triste pero barato lo que puede y tiene cualquier gran ciudad. Reconocemos la proporción adecuada: diez a cien, cien a mil, millar al millón. Pero hay y habrá, siempre en Santa María, con nuevas caras y codos que sustituyen al último desaparecido, nuestro Picasso, nuestro Bela Bártok, nuestro Picabia, nuestro Lloyd Wright, nuestro Ernesto Hemingway, peso pesado, barbudo y abstemio, tan saludable cazador de moscas paralizadas por el frío.

Muchos más fracasos, caricaturas que ofrecen pensar, réplicas torpes y obstinadas. Decimos que sí. aceptamos, y hay, parece, que intentar seguir viviendo.

Pero todos volvieron aunque no hayan viajado todos. Díaz Grey vino sin habernos dejado nunca. La vasquita Insurralde estuvo pero nos cayó después desde el cielo y todavía no sabemos; por eso contamos.

Misteriosamente, todavía, Moncha Insurralde volvió de Europa para no hablar con ninguno de nosotros, los notables. Se encerró, con llave, en su casa, no quiso recibir a nadie, por tres meses la olvidamos. Después, sin buscarlas, las noticias llegaron al Club y al bar del Plaza. Era inevitable, Moncha, que nos dividiéramos. Unos no creíamos y pedíamos otra copa, naipes, un tablero de ajedrez para matar el tema. Otros creíamos desapasionados y dejábamos arrastrarse las ya muertas tardes de invierno al otro lado de los vidrios del hotel, jugando al poker, aguardando con la cara inmóvil una confirmación esperada e indudable. Otros sabíamos que era cierto y flotábamos entre la lujuria imposible de entender y un secreto sellado.

Las primeras noticias nos pusieron incómodos pero traían esperanza, volaban nacidas en otro mundo, tan aparte, tan ajeno. Aquello, el escándalo, no llegaría a la ciudad, no iba a rozar los templos, la paz de las casas sanmarianas, especialmente la paz nocturna de las sobremesas, las horas perfectas de paz, digestión e hipnotismo frente al mundo absurdo por torpe, de la imbecilidad crasa y jubilosamente compartida que parpadeaba y decía tartamuda en los aparatos de televisión.

Los muros, ociosamente altos, de la casa del muerto vasco Insaurralde nos protegían del grito y la visión. El crimen, el pecado, la verdad y la débil locura no podían tocarnos, no se arrastraban entre nosotros dejando, para injuria o lucidez, una fina, temblorosa baba de plata.

Moncha estaba encerrada en la casa, excluida por los cuatro muros de ladrillos y de altura insólita. Moncha, guardada, además, por ama de llaves, cocinera, chófer inmóvil, jardinero, peonas y peones, era una mentira lejana, fácil de olvidar y no creer, una leyenda tan remota y blanca.

Sabíamos, se supo, que dormía como muerta en la casona, que en las noches peligrosas de luna recorría el jardín, la huerta, el pasto abandonado, vestida con su traje de novia. Iba y regresaba, lenta, erguida y solemne, desde un muro hasta el otro, desde el anochecer hasta la disolución de la luna en el alba.

Y nosotros a salvo, con permiso de ignorancia y olvido, nosotros, Santa María toda, resguardados por el cuadrilátero de altas paredes, tranquilos e irónicos, capaces de no creer en la blancura lejana, ausente, en la raya blanca ambulante bajo la blancura siempre mayor de la luna redonda o cornuda.

La mujer bajando del coche de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de Rusia. La mujer, en el jardín que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer plantas exóticas, avanzando implacable y calinosa, sin necesidad de desviar sus pasos entre rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos árboles de orquídeas, sin quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del brazo del padrino. Hasta que éste murmuraba, sin labios, lengua o dientes, palabras rituales, insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas un inevitable y elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los jardines abandonados, blancos de luna y de vestido.

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