La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.
La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada a mansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaran un cuento ya oído e inverosímil.
Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado -tenía las uñas muy largas- fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.
Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sandwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.
Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran dudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanza continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.
Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.
– Vamos. ¿Vienes?
– Qué te den por saco.
– Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.
Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada y encendió la luz del techo. El muchacho, que se sentó en la cama preguntó con miedo:
– ¿Cómo te fue?
– Como la mierda, nena. Estoy hambrienta. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.
El chico, moreno y flaco se levantó de la cama y se puso a revolver en el armario; dijo con voz de mimo y queja:
– Todavía no me besaste.
– Ahora.
Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.
– Otra vez barbuda.
Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.