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MATÍAS EL TELEGRAFISTA

Cuando en casa de María Rosa, Jorge Michel contó una vez más, ante varios testigos, la historia o sucedido a Atilio Matías y María Pupo, sospeché que el narrador había llegado a un punto de perfección admirable, amenazado sin dudas por la declinación y la podredumbre en previsibles, futuras reiteraciones.

Por eso, sin propósito mayor, intento transcribir ahora mismo la versión referida para preservarla del tiempo; de sobremesas futuras.

El sucedido, que no es relato ni roza la literatura, es, más o menos, éste:

Para mí, ya lo saben, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca. Si algún historiador atendiera el viaje del telegrafista quedaría satisfecho consignando que durante el Gobierno de Iriarte Borda, el paquebote “Anchorena” partió del puerto de Santa María con un cargamento de trigo y lana destinado a países del este de Europa.

No mentiría; pero la mejor verdad está en lo que cuento aunque, tantas veces, mi relato haya sido desdeñado por anacronismos supuestos.

El viaje habrá durado unos noventa días y tal vez pueda, con algún trabajo, recitar el rol de la tripulación; el nombre de él, del telegrafista, se me olvidó en el principio, arrastrado por un odio supersticioso. Lo bautizo Aguilera en esta página para contar cómodo. Del nombre de ella, aunque no llegué a verla, no me olvidaré nunca: María Pupo, de Pujato, departamento de Salto.

– Qué querés. Se llama apenas María Pupo -como decía el telegrafista. Aguilera.

“A la luz de las estrellas es forzoso navegar”, empezó a cantar alguno una mañana, mientras blanqueaba una puerta y de inmediato se corrió la infección, todos canturreando lo mismo, usando la frase como saludo, respuesta, broma y consuelo. A la luz de las estrellas es forzoso navegar. Misteriosamente, la tonada lograba ser más estúpida que la letra.

Usted, uno, cuando le llega la hora de siempre es de amanecer, trepa la planchada con un rollo obligadamente azul golpeando desafiante en el lomo, insomne, hambriento pero con náuseas, todavía un poco borracho y vigilando los movimientos de la cerveza tibia en el estómago, atento también al lento desvanecer del recuerdo, cara, pelo, piernas, mano contraída y maternal de la puta que le tocó en suerte bajo un techo de lata ondulante. Son los ritos, no más, una tímida, inflada prepotencia, tradición marinera.

Y usted, uno, ya pesado de pronósticos sobre la suerte del carguero y las peripecias húmedas, muestra documentos y saludos humildes mientras examina, casi sin mover los ojos, las caras novedosas y va tanteando lo que ellas pueden ofrecerle como ayuda, molestia o desgracia.

Reunidos, hipócritas y propensos a la paciencia, escuchamos al capitán que habló de patria, sacrificios y confianza. Hombre discreto y aburrido levantó un brazo, nos deseó un buen viaje y nos pidió, sonriendo, que procuráramos darle un buen viaje también a él.

Estábamos tan agradecidos porque no había bobeado más de tres minutos, que hicimos, firmes, la venia militar en un barco mercante y balamos un hurra.

Corrí para asegurarme al gringo Vast como compañero de cabina. Pero era tarde, los lugares habían sido distribuidos un día antes y en la puerta de mi vomitario encontré una tarjeta con dos nombres: Jorge Michel-Atilio Matías.

Bañados y frescos, era inevitable que estuviéramos a las siete y treinta frente a frente, cada uno sentado en su cucheta, cada uno con la inutilidad pesada de las quietas manos de hombre entre las rodillas. De manera que Matías, el telegrafista -“tengo que irme en seguida al puesto”- tosió sin flemas, y dijo:

(Era, y para siempre, diez años más viejo que yo; tenía la nariz larga, los ojos sin sosiego, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, un cutis protegido del sol desde la pubertad, una blancura conservada en la sombra del chambergo. Pero encima de todo esto, como un abrigo permanente, hacía flotar la tristeza, la desgracia, la mala suerte encarnizada. Era pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves.)

– Tengo que tomar turno -repitió.

Pero faltaba media hora para su idiotez de recibir telegramas sin sentido y teníamos una botella de ron puertorriqueño entre uno y otro.

Mi primer embarque no tuvo otro origen que la necesidad de moverse. Este tercer embarque era distinto: era la huida por tres meses de La Banda, del patronazgo inverosímil del Multi, de las genuflexiones exactas de gente que yo había respetado y, en algunos casos, querido.

Bajo la luz débil teníamos el ron, los vasos, los cigarrillos, mi ancla azul tatuada en el antebrazo.

Dentro de media hora. De modo que Aguilera, Matías el telegrafista, dijo el principio de la verdad que él creía indudable, sin necesidad de presiones. Cautelosamente protegido por una fantástica desdicha empeñada en su ruina, algo habló, hizo confesión.

Faltaban veinte minutos para empezar su guardia cuando balbució el olor del ron mientras hablaba. No era, lo supo él mismo, algo que pudiera clasificarse como manía de persecución, poner de lado y pasar a otra cosa. Porque, escuchen, Matías dijo, aproximadamente, o yo le estuve mirando en la cara triste -con su firme mueca de indignación infantil- las palabras que se le atoraban sin ser pronunciadas. Por ejemplo:

– Usted conoce Pujato -entre seguridad y pregunta-. Usted que conoce Pujato, se tiene que dar cuenta de la diferencia y la estafa, entre el gris y el verde, por lo menos. Fue la Dirección de Telecomunicaciones y aquí le puedo mostrar los documentos, uno por uno, con el orden de las fechas, que por algo se me ocurrió guardar. Dirección Nacional o General de Telecomunicaciones. Llamado primero: llámase a concurso para proveer vacantes, creaciones, de radiotelegrafistas en el orden nacional. No le niego que yo tenía un amigo que manejaba el morse, receptaba y transmitía con tanta facilidad y sin siquiera darse cuenta, como usted respira o camina o cuenta cosas. También de Pujato el amigo y por siglos de años telegrafista de la estación de ferrocarril. Con felicitaciones de los ingleses en cada inspección. Pujato, no se olvide, casi sin superior como la misma Santa María. Y el amigo quería jubilarse y dejarme el puesto como herencia de amistad. Así que en cuanto supo del aviso primero, aquí lo tienes, me dijo, el puesto es tuyo, se puso a practicarme y mucho antes del plazo reglamentario yo oía en morse y movía los dedos en morse. No era piano, no importaba que los hubiera estropeado, los dedos, en el trabajo de la chacra.

Lo que había era un empleo de telegrafista en la estación de ferrocarril de Pujato. Lo que había era Pujato en paz hasta el fin de la vida. Pujato y mi casamiento con María, que no le hablo porque son cosas sagradas para un hombre.

Pero de Pujato sí, una palabra que ya se lo dice todo. Ponga el dedo donde quiera: una mañana, una tarde. Alguna vez, quién sabe, en la misma madrugada. Pujato verde y amarillo, los chacareros mandando trigo y maíz con los camiones que algunos vuelcan a granel, hasta los silos cerca de la estación, pidiendo día, turno y vagones. Yo ahí, que les resuelvo los problemas con el morse, mitad fastidiado, mitad divertido, nunca fastidiado de veras. Yo, y míreme como me vi, telegrafista y dueño, casado con María, que puede residir en la misma estación o estarme esperando en un chalet junto a la carretera.

Usted lo ve, puede vernos, Pujato, mi señora y yo. Ahora vea el otro documento, que es el tercero, y el cuarto, donde está la trampa. Por el tercero, entre más de doscientos aspirantes yo quedo clasificado y dueño. Y en el cuarto documento, diez meses después, me mandan a radiotelegrafiar un barco, éste, tan lejos de todo lo que le dije. Alemania, Finlandia, Rusia, tantos nombres que tuve que aprender creyendo siempre que nada tenían que ver conmigo, ni en la escuela ni después.

– Qué quiere que haga -desafió Matías el telegrafista-. ¿Que esté contento?

Lo dejé ir, siguió con el ron, me dormí sospechando enfermedades. A las seis de la mañana me despertaron con las adocenadas palabras groseras y muertas; foguista o fogonero bajé hasta mi infierno sin ver a Matías y casi olvidado.

Alguien dispuso para los días siguientes que ocupáramos el camarote en horas distintas y apenas nos viéramos separados por la mesa larga del almuerzo. De modo que el destino vigiló atento la existencia de Matías y me obligó a postergar mi réplica optimista y cristiana, mi alborada del gracioso hasta pocas horas antes de Hamburgo, calor, pequeñas faltas de disciplinas, odios imprecisos, salivazos por palabras.

Ya dije o pensé que era una historia de embarcados y sólo ellos podrán entenderla de verdad. Agrego, sin disculpa, que muchas veces, en puertos o verdadera tierra firme quise explicar y convencer que todos, ciudadanos, montañeses y labriegos de llanura somos embarcados. Muchas veces y fracasando siempre.

Esto se dice para que ustedes se acerquen a comprender por qué desde que el barco salió del puerto de Santa María empecé a sentir la indiferencia, el desvío, el mal cubierto desprecio de los tripulantes, de mis amigos de otros viajes.

Tal vez exagere porque las palabras son siempre así, nunca exactas, un poco más o un poco menos. Pero sí, estoy seguro, saludos más cortos, silencios soportados con paciencia, sonrisas sin ojos, conversaciones desviadas.

Porque yo, sin otra culpa que la de vivir en el camarote que me habían impuesto, era para ellos el amigo de Matías el telegrafista, el socio del fracaso, la sombra de la mala suerte.

Y de nada me servía burlarme de Matías frente a ellos y el mismo Matías. La enfermedad, el destino enemigo del hombre de Pujato se me habían contagiado -ellos lo creían o sospechaban- y era prudente imponerme el cordón sanitario, la cuarentena. De modo que injustamente tuve que sentirme emparentado con Atilio Matías y navegar a su lado en un mar de hostilidad y persecuciones. El, Matías el telegrafista, desde su principio hasta su fin; yo, durante un viaje de tres meses.

– Y fíjese adonde nos mandan -me dijo en algún encuentro inevitable-. Nos mandan al frío, un frío de muerte tan distinto al que tenemos, un suponer, en un invierno de Pujato. Piense en la piecita del radiotelegrafista en la estación del ferrocarril, con mate hirviendo y el brasero y algún amigo con temas de verdad para conversar, que a lo mejor trajo una botella de grapa, aunque yo no soy tomador.

Y era inútil exagerar el número de veces que yo había hecho el mismo rumbo, los mismos puertos, en idéntico raes del año.

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