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LA CASA ENLA ARENA

Cuando Díaz Grey aceptó con indiferencia haber quedado solo, inició el juego de reconocerse en el único recuerdo que quiso permanecer en él, cambiante, ya sin fecha. Veía las imágenes del recuerdo y se veía a sí mismo al transportarlo y corregirlo para evitar que muriera, reparando los desgastes de cada despertar, sosteniéndolo con imprevistas invenciones, mientras apoyaba la cabeza en la ventana del consultorio, mientras se quitaba la túnica al anochecer, mientras se aburría sonriente en las veladas del bar del hotel. Su vida, él mismo, no era ya más que aquel recuerdo, el único digno de evocación y de correcciones, de que fuera falsificado, una y otra vez, su sentido.

El médico sospechaba que, con los años, terminaría por creer que la primera parte memorable de la historia anunciaba todo lo que, con variantes diversas, pasó después; terminaría por admitir que el perfume de la mujer -le había estado llegando durante todo el viaje, desde el asiento delantero del automóvil- contenía y cifraba todos los sucesos posteriores, lo que ahora recordaba desmintiéndolo, lo que tal vez alcanzara su perfección en días de ancianidad. Descubriría entonces que el Colorado, la escopeta, el violento sol, la leyenda del anillo enterrado, los premeditados desencuentros en el chalet carcomido, y aun la fogata final, estaban ya en aquel perfume de marca desconocida que ciertas noches, ahora, lograba oler en la superficie de las bebidas dulzonas.

Después del viaje junto a la costa, en el principio del recuerdo, el coche salió del camino y fue trepando, lento e inseguro, hasta que Quinteros lo detuvo y apagó los faros. Díaz Grey no quiso enterarse del paisaje; sabía que la casa estaba rodeada de árboles, muy alta sobre el río, aislada entre las dunas. La mujer no dejó el asiento; ellos se apartaron. Quinteros le pasó las llaves y los billetes doblados. Tal vez la luz del encendedor que ella acercó al cigarrillo les tocase, fugaz, los perfiles.

– No te muevas y no te impacientes. Por la playa, hacia la derecha, se llega al pueblo -dijo Quinteros-. Sobre todo, no hagas nada. Ya veremos qué se resuelve. No trates de verme ni de llamarme. ¿De acuerdo?

Díaz Grey subió hacia la casa, simuló tratar de esconder su traje blanco mientras zigzagueaba entre los árboles. El coche llegó al camino y fue aumentando su velocidad hasta mezclar el ruido del motor con el del mar, hasta dejarlo solo escuchando el mar, los ojos cerrados, repitiéndose con tenacidad que vivía en un mes del otoño, recordando las últimas semanas empleadas casi exclusivamente en firmar recetas para morfina en el flamante consultorio de Quinteros, en mirar con disimulo a la inglesa amante de Quinteros -Dolly o Molly-, que las guardaba en su bolso y extendía billetes de diez pesos en una esquina de la mesa, sin entregárselos directamente, sin hablarle nunca, sin mostrar siquiera que lo veía y estaba siguiendo atenta el movimiento rápido y obediente de la mano de Díaz Grey sobre el recetario.

Los días de sol que se repitieron en la playa antes de que llegara el Colorado se transformaron en el recuerdo en uno solo, de longitud normal, pero en el que cabían todos los sucesos: un día de otoño, casi caluroso, en el que hubieran podido entrar, además, su propia infancia y multitud de deseos que no se cumplieron nunca. No necesitaba agregar un solo minuto para verse conversar con los pescadores en la extremidad izquierda de la playa, desmembrar cangrejos para las carnadas; verse recorriendo la orilla en dirección al pueblo, al almacén donde compraba la comida y se emborrachaba apenas, dando un monosílabo por cada frase afirmativa del patrón. Estaba, en el mismo día casi ardiente, bañándose en la completa soledad de la playa, inventando, entre tantas otras cosas, un madero carcomido balanceado por las olas y un terceto de gaviotas chillando encima. Estaba trepando y resbalando en las dunas, persiguiendo insectos entre las barbas de los arbustos, presintiendo el lugar donde sería enterrado el anillo.

Y, además, mientras esto sucedía, Díaz Grey bostezaba en el corredor del chalet, estirado en la silla de playa, una botella a un lado, una revista vieja sobre las piernas; herrumbrada, inútil y vertical contra el tronco de la enredadera, la escopeta descubierta en el galpón.

Díaz Grey estaba con la botella, su desencanto, la revista y la escopeta cuando el Colorado salió de entre los árboles y fue trepando hacia la casa, el saco colgado de un hombro, la gran espalda doblada. Díaz Grey esperó a que la sombra del otro le tocara las piernas; alzó entonces la cabeza y miró el pelo revuelto, las mejillas flacas y pecosas; se llenó con una mezcla de piedad y repulsión que habría de conservarse inalterada en el recuerdo, más fuerte que toda voluntad de la memoria o la imaginación.

– Me manda el doctor Quinteros. Soy el Colorado -anunció con una sonrisa; con un brazo apoyado en la rodilla estuvo esperando las modificaciones asombrosas que su nombre impondría al paisaje, a la mañana que empezaba a declinar, al mismo Díaz Grey y su pasado. Era mucho más corpulento que el médico, aun así, encogido, construyendo su prematura joroba. Apenas hablaron; el Colorado mostró el filo de los dientes diminutos, como de un niño, tartamudeó y fue desviando los ojos hacia el río.

Díaz Grey pudo continuar inmóvil, tan solitario como si el otro no hubiera llegado, como si no alargara el brazo y abriera la mano para dejar caer el saco, como si no se fuera acuclillando hasta quedar sentado en la galería, las piernas colgantes, excesivamente doblado el torso en dirección a la playa. El médico recordó la historia clínica del Colorado, la ampulosa descripción de su manía incendiaria escrita por Quinteros, en la que este semiidiota pelirrojo, manejador de fósforos y latas de petróleo en las provincias del norte, aparecía tratando de identificarse con el sol y oponiéndose a su inmolación en las tinieblas maternales. Tal vez ahora, mirando los reflejos en el agua y en la arena, evocara, poetizadas e imperiosas, las fogatas que había confesado a Quinteros.

– ¿No se come? -preguntó el Colorado al atardecer. Entonces Díaz Grey recordó que el otro estaba ahí, doblado, la cabeza redonda tendida hacia la arena que comenzaba a levantar los remolinos de viento. Lo hizo entrar en la casa y comieron, trató de emborracharlo para averiguar algo que no le interesaba: si había venido a esconderse o a vigilarlo. Pero el Colorado apenas conversó mientras comía; bebió todos los vasos que le ofrecieron y fue a tenderse, descalzo, a un costado de la casa.

Entonces se iniciaron los días de lluvia, un período de nieblas que se enredaban y colgaban, velozmente marchitas, de los árboles, borrando a veces y haciendo revivir otras, los colores de las hojas aplastadas en la arena.

"El no está", pensaba Díaz Grey mirando el cuerpo encogido y silencioso del Colorado, viéndolo andar descalzo, empujar la humedad con los hombros, estremecerse como un perro mojado.

Con un brazo a medias tendido, con una sonrisa que reveló la larga espera de un milagro imposible, el Colorado se apoderó de la escopeta. Empezó a doblarse por las noches encima de ella, junto a la lámpara, para manejar y engrasar, caviloso y torpe, tornillos y resortes; por las mañanas se introducía en la neblina con el arma al hombro o colgando contra una pierna.

El médico estuvo buscando restos de cajones, papeles, trapos, alzó algunas ramas casi secas, y una noche encendió la chimenea. Las llamas iluminaron las manos que se doblaban sobre la escopeta abierta; el Colorado levantó por fin la cabeza y miró el fuego, fijamente, sin nada más que la expresión distraída de quien se ayuda a soñar con la oscilación de la luz, la suave sorpresa de las chispas. Después se levantó para corregir la posición de los troncos, manejándolos sin cuidado; volvió a sentarse en la pequeña silla de cocina que había elegido y recuperó la escopeta. Mucho antes de que el fuego se apagara, salió para inspeccionar la noche, donde la niebla se estaba transformando en llovizna y sonaba ya sobre el techo. Regresó sacudiéndose el frío, y el médico pudo verlo pasar con indiferencia junto al resplandor de las brasas que le enrojeció la cara empapada, tirarse en la cama para dormir en seguida, la cara contra la pared, abrazado a la escopeta. Díaz Grey le echó un trapo sobre los pies embarrados, le acarició, palmeteándola, la cabeza, y lo dejó dormir, transformado en perro, sintiéndose nuevamente solo durante otros días y noches, hasta que hubo una mañana con sol intermitente. Entonces bajaron hasta la playa -el Colorado lo vio salir y lo siguió, deteniéndose a veces para apuntar con la escopeta a los pocos pájaros que era capaz de imaginar, trotando después hasta casi alcanzarlo- y recorrieron la orilla hacia el pueblo. Con una bolsa de playa llena de alimentos y botellas regresaron bajo un cielo ya huraño; el médico pudo ver los anchos pies descalzos del Colorado hollando los diversos sitios en que sería enterrado el anillo.

Llovió todo el día, y Díaz Grey se levantó para encender la lámpara un minuto antes de oír el ruido del motor en el camino. Aquí se inician los momentos que alimentan al resto del recuerdo y le otorgan un sentido variable; y así como los días y las noches anteriores a la llegada del Colorado se convirtieron en un solo día de sol, este pedazo del recuerdo se extendió y se fue renovando en un atardecer lluvioso, vivido en el interior de la casa.

Los oyó conversar mientras subían hacia el chalet, reconoció la voz de Quinteros, adivinó que la mujer que se detenía para reír era la misma; miró al Colorado, inmóvil y mudo, abrazándose las rodillas en la sillita; colocó la lámpara sobre la mesa, encendida entre los que iban a entrar y él.

– Hola, hola -dijo Quinteros. Sonreía, exageraba su contento; tocó el hombro húmedo de la mujer, como guiándola para que saludara-. Creo que se conocen, ¿eh?

Ella le dio la mano y mencionó en una pregunta el aburrimiento y la soledad. Díaz Grey reconoció el perfume, supo que ella se llamaba Molly.

– Las cosas están casi arregladas -dijo Quinteros-. Pronto volverás al algodón y al yodo, con un diploma inmaculado. No tuve más remedio que mandarte a este animal; espero que no te moleste, que puedas soportarlo. No pude arreglar de otro modo; cuidado con los fósforos.

Molly fue hasta el rincón donde el Colorado hacía gemir el asiento, hamacándose. Le tocó la cabeza y se agachó para hacerle preguntas inútiles, dar ella misma las respuestas obvias. Díaz Grey comprendió, emocionado, que ella había sido capaz de descubrir, con una sola mirada, tal vez por el olor, que el Colorado había sido transformado en perro. Se inclinó, maniobrando con la mecha de la lámpara, para esconder la cara a Quinteros.

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