Veía empequeñecerse lentamente la última plataforma del tren que se alejaba entre dos anchas líneas verdes, segregando la donle estela de los rieles, fulgurantes bajo el sol de la tarde. Estaba casi solo en el andén. Al fondo, un hombre con blusa azul hacía rodar unos bultos hasta las balanzas. Alguien conversaba en la sala de espera, invisible tras los vidrios esmerilados.
– Al principio se quejaban de la comida. Pero la han mejorado mucho…
Frente a él, del otro lado de las vías, una hilera de chalets, jardines, los terrenos de la calle. Más lejos, ya en el cielo azul, un pedazo verde oscuro de eucaliptos. A la derecha, la plaza desierta, la iglesia de ladrillos, vieja y severa, con el enorme disco del reloj.
… este médico de ahora es muy bueno, se preocupa mucho… Me decía Elena cuando entraba en la sala…
El aspecto del pueblo lo entristecía. Había pagado 0.40 por aquel pedazo de cartón cuyas aristas acariciaba en el bolsillo. Ida y vuelta, segunda, 040. Acaso fuera la ciudad la causa de su tristeza. Una pequeña evasión, unas horas olvidado de las casas del comercio, de los apresurados hombres de la calle, de las músicas de los cafés, de las multitudes, de los espectáculos…
Pero no era ahí donde quería ir. No encontraría lo que buscaba en las viejas casas de piedra que rodeaban la plaza; en la fila de coches en escombros; en el grupo que discutía frente al almacén de paredes rosadas. No no era aquello. Campo quería él. Había comprado 0.40 de campo e iba a caminar hasta encontrarlo.
Hizo girar una cruz horizontal de palo y tomó una calle en pendiente. A un lado, una quinta enorme, con árboles asomándose sobre el muro. A ratos podía ver para adentro, por los grandes portones de madera. Un gran pedazo de césped grisáceo rodeado de pinos; bancos de piedra junto a la fuente sin agua. Pero al otro lado tenía, separado de él por las cinco líneas de alambre, un principio de campo. Un pasto amarillento curvado por la brisa y más atrás, los enormes cuadrilongos de los plantíos. La casa ennegrecida y vieja junto al pozo de ladrillos, la carreta descansando sobre las varas.
Se acercó a los alambres, arrancando un largo tallo que empezó a mascar lentamente. Alguien cantaba; una extranjera voz de mujer. Siguió caminando despacio, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, el sombrero hacia atrás, al aire la frente sudorosa. La voz aguda y alegre que se acercaba a él desde las tupidas enredaderas, como si fuera el simple saludo de la naturaleza.
… ya todos duermen mi canto que la montaña repite…
Acaso no fuera posible vivir siempre allí. Pero en cuanto comenzara a insinuarse la primavera… Huir de la ciudad, meterse en una casita cualquiera, perdida en los costados de la cuchilla que se azulaba en la distancia. Soloi. Hacerse la comida con sus manos, cuidar los árboles… Se veía, medio cuerpo desnudo, altas botas, tostado el rostro dentro de la barba. ¿Qué necesitaría? Un caballo, tal vez un perro, una escopeta, su pipa, libros. Trabajar por la mañana en lo que quisiera; dulzura de las uvas, piel de durazno, aroma de plantas y tierra bajo el sol. Dejarse llevar por el caballo, lejos, tirándose a descansar en la sombra que encontrara propicia. Hacer correr el animal sudoroso, suelto su pelo al aire, la camisa abierta, excitándose con el golpear de los cascos. Desencillar con las primeras estrellas en la pureza del cielo, una mueca de cansancio felíz en la boca. El sillón junto a la noche campesina, llena de estremecimientos, que se extendía por la tierra en descanso ahondando en los pliegues del terreno, en las charcas vidriosas, en la blancura de los caminos silenciosos de luna. La pipa y un libro. Absoluta soledad de su alma, fantástica libertad de todo su ser, purificado y virgen como si comenzara a divisar el mundo. Paz; no paz de tregua, sino total y definitiva, Paz como una dulzura resbalando en las venas, mientras el sueño iba aflojándole el cuerpo encima del sillón y los ojos perezosos dejaban el libro para seguir las curvas de los escarabajos alrededor de la luz amarilla.
Junto a la puertita medio tumbada, dos niños rubios lo contemplaban curiosamente. El mayor acariciaba el suelo con los sucios pies descalzos, mientras el otro, con una camisa blanca que se adivinaba recién lavada, desnudas las piernas y el vientre, levantaba hasta él los grandes ojos azules, como dos flores de la enredadera que envolvía firmemente el cerco. Descubrió la mujer que cantaba. Tenía un pañielo rojo en la cabeza y los cobrizos brazos desnudos se movían sin tregua encima de la tina.
Sonrió alegremente como si la escena que se le había revelado de improviso, llena de una poesía lejana y primitiva, le hubiera sonreído primeramente y él contestara ahora. Sintió su propia sonrisa, sencilla como un trozo, estirándole la boca. Una tenue sensación de sosiego se levantó en su alma, suavemente… suavemente, como asciende por los cielos la gran luna llena de color naranja.
Marchaba por la tierra seca, pisando las huellas dejadas por pesados carros. Carros cargados de verdura y fruta, que pasaban tambaleantes hacia la ciudad cuando recién el día tentaba una raya de luz en el horizonte.
Carros con tres caballos viejos y corpulentos, con el conductor dormitando en el pescante y un rojizo farol oscilando entre las ruedas.