Литмир - Электронная Библиотека

EL OBSTÁCULO

Se fue deteniendo con lentitud, temeroso de que la cesación brusca de los pasos desequilibrara violentamente el conjunto de ruidos mezclados en el silencio. Silencio y sombras en una franja que corría desde el rugido sordo de la usina iluminada hasta las cuatro ventanas del club, mal cerradas para las risas y el choque de los vasos. También, a veces, los tacazos en la mesa de billar. Silencio y sombras acribillados por el temblor de los grillos en la tierra y el de las estrellas en el cielo alto y negro.

Ya debían ser las diez, no había peligro. Dobló a la derecha y entró en el monte, caminando con cuidado sobre el crujir de las hojas, mientras sostenía el saco contra la espalda, los brazos cruzados en el pecho. Oscuro y frío; pero sabía el camino de memoria y la boca entreabierta le iba calentando el pecho, deslizando largas pinceladas tibias bajo la listada camisa gris.

Al lado de la tranquera, pintada de cal, se detuvo nuevamente. Allí empezaba la vereda de ladrillos cuadriculada en blanco que iba hasta la Dirección bajo una peligrosa luz de faroles. Si me ven, digo que no podía dormir. No me van a decir nada. Que salí a tomar aire. Boleó una pierna sobre el tejido, pero un pensamiento lo aquietó, montado en el alambre. ¡Qué cambiado todo! Hace diez años… No pensó más; pero vinieron rápidos los recuerdos, nítidos y familiares a fuerza de ser siempre los mismos… La mañana de verano en que lo trajeron a la escuela… El despacho del director, el hombre gordo que lo mira con cariño atrás de los lentes y lo palmea.

– Tenes cara de bueno, negrito -y riendo porque él era tan pequeño y débil-. Vos no te vas a escapar, ¿verdad?

Giró la otra pierna y quedó sentado. Y no me escapé, nomás. Pero cuando lo jubilaron y vino el alemán. Sonrió… Cuando trajeron al alemán… Se balanceó en el alambre, mirando la huida en el atardecer, el refugio de los cañaverales, los hombres inclinados encima suyo, turnándose para golpearlo.

Hijos de…

Tembló al ruido de la voz y siguió caminando rápidamente entre los árboles. Hijos de perra. Y todos eran iguales. Tropezó en un tronco y miró alrededor, abriendo los ojos. La zanja, el tronco de eucalipto, la lanza del viejo portón… No, más adelante. Siguió. El caso era recordar cuándo pusieron la vereda de ladrillos y los faroles y el alambrado. Estaba seguro de que habian hecho todo junto con el nuevo edificio de la Dirección: pero ahora le parecía ver al profesor de gimnasia mirando trabajar en la vereda. Y como el profesor había venido mucho después de inaugurado el nuevo edificio… Olió el tabaco y se paró, abrazado de espaldas a un árbol… Sí, allí estaban. Veía enrojecerse suavemente las caras junto a los cigarrillos. Silbó despacio, dos cortos y uno largo. Le contestaron y cruzó en línea recta hasta unirse con los otros que esperaban en el suelo.

– Hola, Negro.

– Salú.

– ¿Recién llegas?

Barreiro estaba sentado, agarradas las manos sobre las rodillas. El Flaco fumaba estirado en el pasto, cara al cielo, plantado el cigarrillo entre los labios. Los miró dis-traído y después hacia las ventanas del club. Vaya a saber a qué horas se cansarán de jugar. Ya en el suelo siguió pensando con agrado en el salón del club donde se elevaban las voces entre el flotante humo azulado, en los blancos sillones de cuero y el enorme retrato encima de la chimenea. Y la vereda de ladrillos y la fila de luces colgando sobre la calle no estaban cuando hicieron la casa del director. Seguro; pero, sin embargo, seguía viendo al profesor de gimnasia, con el sombrero de paño blanco y las manos en los bolsillos, diciendo alguna cosa a los hombres que construían la vereda. Encogió los hombros y echó la gorra sobre los ojos.

– Dame un cigarrillo.

Trabajosamente, el Flaco introdujo una mano en el bolsillo del pantalón, le alargó el paquete y volvió a quedarse como antes, el pucho en un lado de la boca, los ojos entrecerrados mirando para arriba. Barreiro le alcanzó fuego:

– ¿Y? ¿Esta noche, nomás?

Encendió y tragó con fuerza, calentándose a la humada áspera.

– Sí; en cuanto apaguen las luces del club salimos.

– ¿Y no sería mejor cruzar la granja derecho hasta la vía?

– No, vamos por el arroyo.

El otro cruzó nuevamente las manos sobre las piernas… Cuidadosamente, el Flaco tomó el cigarrillo y lo tiró lejos. Dobló la cabeza para mirar extinguirse la brasa. Después escupió, cruzó las manos bajo la nuca y rió suavemente…

– Mirá, Negro… Si al director se le ocurriera esta noche hacerte capataz de la usina. Y vos pasando hambre por ahí…

Volvió a reírse mientras cruzaba las piernas.

– No hay cuidado… Lo van a hacer capataz al adulón de Fernández. Se lo oí al ingeniero esta tarde.

Barreiro lo miró con una sonrisa de simpatía:

– Entonces… ¿te venís con nosotros?

– Y claro… Ya me engañaron bastante.

EL Flaco volvió a reírse y, sin saber por qué, el Negro tuvo ganas de pisarle la cara; pero no dijo nada y siguió fumando, observando entre la niebla del humo los cuadriláteros amarillos en la fachada del club. Sería lindo estar adentro, sentarse en un sillón con los pies sobre la mesa y pedir algo fuerte para tomar. Hacer carambolas y carambolas, sin fallar nunca, hasta cansarse. Jugar a los naipes, él y el director contra el médico y el ingeniero. Una partida de truco en que las manos se le llenarían de flores de treinta y ocho. Pero más lindo que todo eso sería empezar a golpes con los empleados, las luces y las botellas. Hijos de perra…

Entrando en su odio repentino, la risa previa del Flaco tenía algo de insulto personal. Esperó, apretando los dientes.

– ¿Sabes que Forchela está mal? Dio vuelta la cabeza rápido, mirando la cara pálida y maligna del otro.

– ¡Que reviente!

El flaco volvió a reírse, ahora largamente, temblándole el pecho en sacudidas. Murmuró:

– Qué modo tenes de tratar a tu…

El Negro se incorporó de un salto, fija la mirada en la cara que iba a aplastar bajo el botín.

– ¿A mi qué, dijiste?

No le importaba que lo dijeran; no le importaba decirlo él mismo. Pero sabía que el Flaco se burlaba a sus espaldas y lo sentía movido por un despecho amargo

– Vamos, vamos… No se van a pelear ahora -intervíno Barreiro, temeroso de que la disputa hiciera fracasar la fuga-. Yo estuve de tarde en el hospital. Forchela está en un delirio.

Mordió el cigarrillo con rabia v clavó los ojos en las ventanas. Hasta las doce no se irían. Si el enfermero lo dejara entrar…

Barreiro estiró los brazos, bostezando. Luego se acostó.

– ¿Por qué no te das una vuelta por el hospital?

El otro subrayó roncamente:

– Claro. Hay que despedirse de los amigos.

El Negro caminó unos pasos, vacilando, tratando de adivinar el pensamiento de los otros. Dijo con fuerza:

– ¿Yo? Y a mi qué me importa… -Se puso el saco, agregando entre dientes-: Lo que si voy a dar una vuelta. Total, hasta las doce…

Todavía esperó algo; un movimiento, una frase de protesta y desconfianza que le sirviera para afirmarse en sí mismo. Comprender por qué estaba ahora débil e inquieto. Pero no lo ayudaron o tuvo que irse otra vez entre los árboles, mirando con el ceño apretado las quietas hojas que de trecho en trecho lustraba suavemente algún farol colado entre las ramas.

Hacia diez años. Todo estaba cambiado y el profesor de gimnasia gastaba plácidamente la mañana luminosa charlando con los albañiles. Detrás de los vidrios brillaban simpáticos, los ojos del director, mientras le golpea un hombro. "No te vas a escapar…".

Sacudió la cabeza para sumergirla en otros pensamientos. Dentro de dos horas andarían corriendo por la tierra húmeda, resbalando entre los tubos forrados de las cañas. Buenos Aires. Pensó en la ciudad y quedó desconcertado, rascando la superficie áspera de la tranquera.

Porque detrás del nombre estaban el bajo de Floret, los diarios vendidos en la plaza, la esquina del Banco Español, el primer cigarrillo y el primer hurto en el almacén. Estaba la infancia, ni triste ni alegre, pero con una fisonomía inconfundible de vida distinta, extraña, que no podía entenderse del todo ahora. Pero también estaba el Buenos Aires que habían hecho los relatos de los muchachos y los empleados, las fotografías de los pesados diarios de los domingos. Las canchas de fútbol, la música de los salones de tiro al blanco en Leandro Alem.

Pensativo, pedaleaba en el alambre y una vibración se corría rápida en las sombras. No podía juntar las imágenes, comprender que la ciudad contenía ambas cosas. A veces, Buenos Aires era la gente rodeando el toldo rojo que ponían los sábados de tarde en San José de Flores; otras, una calle flanqueada de carteles a todo color y luces movedizas por donde pasaba la gente riendo y charlando en voz alta. Y siempre había, junto a la puerta cordial de la casa de tiro al blanco, un marinero rubio y borracho, con una rosa prisionera entre los dientes.

Lo sacudió un ruido de pasos, y Barreiro, ya junto a él, no le dio tiempo para asustarse.

– Mirá, Negro.

Hablaba rápido, el cigarrillo en la boca, los puños clavados en la cintura, traduciendo oscuramente algo de resolución y desafío.

– Te aviso que si vos te quedas, nosotros nos vamos a ir, igual.

– Claro que nos vamos. Los tres. ¿A qué viene eso?

Barreiro balanceó la cabeza y dejó de mirarlo.

– No, por nada. Te decía, no más. Que igual nos vamos.

El Negro encogió los hombros. Se atragantó con un montón de palabras y un odio feroz- incomprensible. Mientras Barreiro se asomaba por encima de la tranquera para mirar al club, él respiró con ansia, entornando los ojos.

– Cuándo se irán esos…

Barreiro se ajustó el cinto y se alejó sin ruido metiéndose lento en la oscuridad.

El Negro miró hasta el fin la rava blanca del cuello que se iba deslizando bajo los árboles. Pasó las piernas por encima del alambre y siguió andando en la noche.

Se detuvo, indeciso, aspirando el vago olor a desinfectante. Como un esqueleto de museo, la pérgola del pabellón A. Pensó que tendría que cruzar la gran sala v que los muchachos aún no dormidos lo verían pasar. Vergüenza de que supieran que había venido a esas horas a preguntar por Forchela. Las miradas de burla y los chistes groseros iban a enlazarle las piernas. Se apoyó en las maderas donde se enredaban los rosales. Una flor, la última, escondía los pétalos amarillentos contra el blanco listón. Ya que iban a reírse, que fuera é1 el primero. Cruzaría la sala con una sonrisa cínica, alta!a rosa en la mano.

6
{"b":"87882","o":1}