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Apuró el paso y quiso borrar un sentimiento indefinido, con algo de debilidad y ternura, que sentía insinuarse.

Con una ametralladora en cada bocacalle se barría toda esta morralla.

Era la hora del anochecer en todo el mundo.

En la Puerta del Sol, en Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en Broadway, en Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de todas las ciudades, las multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y a las de mañana. ¡Mañana! Suaid sonrió, con aire de misterio.

Las ametralladoras se disimulaban en las terrazas, en los puestos de periódicos, en las canastas de flores, en las azoteas. Las había de todos los tamaños y todas estaban limpias, con una raya de luz fría y alegre en los cañones pulidos.

Owen fumaba echado en el sillón. La ventana hacía pasar por debajo del ángulo que formaban sus piernas los guiños de los primeros avisos luminosos, los ruidos amortiguados de la ciudad que se aquietaba y la lividez del cielo.

Suaid, junto al transmisor telegráfico, acechaba el paso de los segundos con una sonrisa maligna. Más que las detonaciones de las ametralladoras, esperaba que el momento decisivo agitaría los músculos de Owen, transparentándose emociones tras la córnea de los ojos claros.

El inglés siguió fumando, hasta que un chasquido del reloj anunció que el pequeño martillo se levantaba para dar el primer golpe de aquella serie de siete, que se iban a multiplicar, en forma inesperada y millonaria, bajo las campanas de todos los cielos de Occidente.

Owen se incorporó y tiró el cigarrillo.

– Ya.

Suaid caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en Florida lo extrañamente literaria que era su emoción. Las altas mujeres y el portero del Grand ignoraban igualmente la polifurcación que tomaba en su cerebro el Ya de Owen. Porque Ya podía ser español o alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde la incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas, muchas de ellas antagónicas.

Ante el tráfico de la avenida, quiso que las ametralladoras cantaran velozmente, entre pelotas de humo, su rosario de cuentas alargadas.

Pero no lo consiguió y volvióse a contemplar Florida. Se encontraba cansado y calmo, como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente, con una sonrisa agradecida para María Eugenia, se fue hacia los cristales y las luces policromas que techaban la calle con su pulsar rítmico.

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