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LA LARGA HISTORIA

Capurro estaba en mangas de camisa, apoyado en la baranda, mirando cómo el desteñido sol de la tarde hacía llegar la sombra de su cabeza hasta el borde del camino de arena entre plantas que unía la carretera y la playa con el hotel. La muchacha pedaleaba en el camino, se perdió atrás del chalet de techo suizo, un momento después volvió a aparecer, manteniendo el cadencioso ritmo del pedaleo, derecho ahora el cuerpo en la montura, moviendo con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia, las piernas envueltas en medias grises, gruesas, peludas, las piernas que mostraban sus rodillas. Frenó la bicicleta al lado de la sombra de la cabeza de Capurro y su pie derecho, separándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando el pasto mal crecido, ya amarillo, y en seguida se sacudió el pelo de la frente y miró al hombre inmóvil. Tenía una tricota oscura y una pollera rosada. Lo miró con calma y atención, como si la tostada mano que apartaba el pelo de las cejas bastara para velar su prolongado examen, ofreciendo el cuerpo contra el paisaje que se aplacaba en la tarde, los dientes en el cansancio, el pelo revuelto y aquella luz del sudor y la fatiga que recogía el reflejo del anochecer para cubrirse y destacar como una máscara fosforescente en la penumbra. Luego dejó la bicicleta sobre el pasto y volvió a mirarlo mientras sus manos tocaban el talle hundiendo los pulgares bajo la cintura de la falda, dejó de mirarlo y perfiló la cabeza, con las manos juntas en la espalda, sin senos, respirando aún con fatiga, los ojos, hacia el sitio de la tarde donde iba a caer el sol. De pronto se sentó en el pasto, se quitó los zapatos y los sacudió, teniendo uno a uno los pies desnudos en las manos, refregándolos y agitando los cortos dedos, dejando ver por encima de los hombros los pies enrojecidos, removiéndose en el aire apenas fresco. Volvió a calzarse y se levantó y estuvo todavía un rato haciendo girar el pedal con rápidas patadas hasta que repitió su movimiento duro y apresurado y se volvió hacia el hombre que la miraba, con una expresión desafiante, la cara retrocediendo en la escasa luz, con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, haciendo participar en él el brillo de niquel de la bicicleta, las formas y los tintes de los árboles, todo lo que la rodeaba como segregado por ella. Volvió a montar y pedaleó detrás de las hortensias, detrás de los bancos pintados de azul.

Dentro de la habitación Capurro estuvo lavándose largamente las manos, abandonando los dedos en el agua jabonosa mientras se espiaba en el espejo, casi a oscuras, inmóvil hasta que pudo distinguir la delgada cara blanca sin sonrisa y se detuvo a mirarse desinteresado mientras pasaban por el jardín arrastrando algo y cantando a media voz. Se secó las manos y fue a buscar la maleta abajo de la cama, la arrastró con el pie y buscó sin mirar, apartó ropas y dos pequeños libros y sacó, finalmente el diario doblado. En el sillón, cerca de las persianas abiertas miró el título: Se Suicida el Cajero Prófugo y las manchas negras y grises de la fotografía del hombre que miraba con cara azorada, comenzando a reír bajo el bigote de puntas caídas, sintiendo otra vez con la misma fuerza que en los días anteriores que estaba para siempre recluido en un mundo particular y estrecho, sin más amistad ni presencia ni posibilidad de diálogo que lo que pudiera dar aquel fantasma de bigotes lánguidos. Arturo silbó en el jardín, trepó la baranda y saltó en la luz del balcón vestido con el abrigo de baño, sacudiendo la cabeza mojada mientras cruzaba la habitación, viendo al paso el gesto de Capurro que escondía el diario doblado entre la pierna y el sillón y rezongó: "Siempre el fantasma". Cerró las persianas, encendió la luz y se desnudó de pie sobre la cama.

– Y la barriga crece -dijo, mientras se pasaba la toalla por los hombros-. No te creía capaz de eso, jugar al remordimiento como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme si en un mundo de veinte dimensiones vos sos el culpable de que se haya pegado un tiro.

Parado encima de la alfombra se oprimía el vientre con suavidad.

– Me voy esta noche, tengo que apurarme -siguió diciendo-. Pero nunca le dijiste que se pegara un tiro, nunca le dijiste que robara para comprar pesos chilenos y cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por coronas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por águilas y las águilas por enaguas de seda amarilla o triciclos. No se lo dijiste, no le aconsejaste que robara. ¿Y entonces?

Flexionaba las piernas mientras se metía la toalla hecha una pelota bajo los brazos.

– ¿Te vas esta noche? -preguntó Capurro.

– Claro, a las nueve. Ya tengo demasiada salud.

Se puso los pantalones y comenzó a abrochárselos frente al espejo.

– Y además -dijo-. No tiene sentido. Alguna ves me encerré con un fantasma. ¡Pero un fantasma con bigotes de alambre! Los fantasmas no salen de la nada, salen de sustancia fantasmagórica. Si vos queras llamar sustancia fantasmagórica a un cajero de cooperativa con bigote de general ruso…

Capurro recostó la cabeza en el sillón y miró el techo desnudo.

– Tengo una culpa, en todo eso. La culpa de haberle hablado de manera que él quedara seguro de que si usaba los diez mil pesos de la caja se haría rico.

– Estás loco -dijo Arturo y se puso el saco silbando, se miró desde lejos, peinándose, en el espejo; después encendió un cigarrillo y puso un pie en el asiento de una silla-. Todo eso es idiotez complicada. Bueno, la vida es idiotez complicada. Exceso de sutileza. Pero te voy a decir algo que podría curarte si fueras tan sutil como yo. ¿Él usó correctamente el dinero robado, lo usó exactamente como le habías explicado?

– ¿El? -Capurro se levantó riendo-. Vamos. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio compró bien, pero se asustó y estuvo haciendo disparates. Una bella combinación de divisas con caballos de carrera y ruleta.

– ¿Ves? Certificado de irresponsabilidad. Te espero abajo.

Revisó su billetera y salió silbando y mientras se alejaba, Capurro pensó en el hombre que había pasado un rato antes por el jardín, arrastrando algo, una larga manga de regar, tal vez, cualquier cosa pesada y flexible que hacía sonar el pedregullo y se frotaba en el césped, despacio, cuando él miraba su rostro viejo hundido en el espejo.

Recién al comer la fruta, sentado frente a Arturo en el comedor, descubrió a la muchacha junto a una ventana, inclinada hacia el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo movido por el viento sobre la frente y los ojos, con débiles zonas de pecas -ahora, bajo el tubo de insoportable luz del comedor- sobre las mejillas y la nariz, mientras sus ojos acuosos miraban distraídos la sombra del cielo, los brazos desnudos cruzados sobre su traje de noche, amarillo, un hombro protegido por cada mano.

Un hombre viejo estaba sentado junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, d«espalda blanca y carnosa vuelta hacia Capurro, con una rosa en el peinado sobre la oreja; y al moverse hablando, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil distraído de la muchacha y cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillaba la piel de su espalda, y la cara de la muchacha quedaba abandonada en la noche.

Capurro deseaba quedar en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida mientras la miraba fumando, hasta que hubo un momento en que ella levantó los ojos, sin separar sus brazos cruzados, moviendo apenas la cabeza desde el cielo hasta la cara del hombre. Volvió a mirarlo como antes en el jardín, con los mismos ojos calmos y desafiantes, con idéntica provocación desdeñosa. Cómo soportaba él los ojos de la muchacha y revolvía los suyos contra la cabeza juvenil, escapando de allí para escarbar en la tormenta de la noche, para adherir a su mirada la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que lo observaba inmóvil y sin expresión, dejando perder sin quererlo, sin saber, sin poder evitarlo, entregando a su cara seria y fatigada de hombre la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas pecosas y del cuello, desde el paisaje ennegrecido en el jardín, atrás de la ventana.

Arturo sonreía fumando el cigarrillo.

– ¿No la habías visto antes? -preguntó.

– Una vez. Esta tarde en el jardín. Antes de que volvieras del baño.

– Flechazo -dijo Arturo moviendo la cabeza-. Bueno. Y la juventud, la inexperiencia. Linda historia: pero hay uno que la cuenta mejor. Espera.

El mozo se acercó y recogió los platos y la frutera.

– ¿Café? -preguntó. Era pequeño, con la cara obscura, de mono.

– Bueno -dijo Arturo sonriendo-. Eso que llaman café. Pero el señor quiere saber sobre las excursiones en bicicleta de la señorita de la ventana.

Capurro se desabrochó el saco y miró hacia la muchacha, pero ya la cabeza había girado en dirección a la ventana y la manga negra del hombre de anteojos sentado junto a ella cortaba diagonalmente su traje amarillo y en seguida la cabeza con flor de la mujer de la hermosa espalda se inclinó cubriendo la cara pecosa, dejando solamente, como un rastro entre su propio pelo oscuro y la oreja del hombre de los anteojos, un grueso borde del pelo rojizo de la muchacha, pesado, grave en los bordes, llameante en la cresta que recibía la luz.

– Nada malo -seguía Arturo con el mozo-. El señor se interesa por el ciclismo y desea saber si la señorita… Decime. ¿Qué sucede de noche cuando papi y mami duermen o no quieren darse por vencidos?

El mozo se balanceaba sonriendo, la frutera vacía a la altura del hombro, removiendo los ojos oblicuos.

– Y, nada -dijo-. Ya sabe. A medianoche la señorita se escapa en bicicleta y se va a veces al monte, a veces a las dunas -había logrado ponerse serio, sin malicia en la cara y hablaba como si repitiera-: Qué le voy a decir. Ya sabe. Que vuelve despeinada y sin pintura, que una vez la encontré y me. dio dos pesos sin decirme nada, me los puso en la mano. Ahora, dicen los pasajeros y aquellos muchachos ingleses que están en el "Atlantic" y vienen los sábados a bailar. que siempre tiene quien la espere y que nunca es el mismo. Pero yo no digo nada por que no vi.

Arturo se rió golpeando el muslo de! mozo.

– Ahí tenés -dijo.

– Entonces.' ¿dos cafés? -dijo el mozo, volvió a sonreír y se fue.

– Bueno -dijo Arturo-. Un plan de vida más intesante que masturbarse con un fantasma bigotudo.

Al dejar la mesa la muchacha volvió a mirar a Capurro. desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta, fugazmente, mientras el aire de la ventana hacía moverse como un badajo de bronce el mechón de pelo sobre su frente.

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