En la galería, con la maleta y el abrigo en el brazo. Arturo le golpeó el hombro.
– Una semana y nos vemos. Buenos paseos en bicicleta.
Saltó al jardín y caminó hacia el grupo de coches frente a la terraza del hotel. Cuando Arturo cruzó las luces. Capurro se apoyó en la baranda y olió el aire. Volvió al dormitorio y fumó echado en la cama escuchando la música que llegaba ininterrumpida desde el comedor del hotel donde debían estar bailando ya a aquella hora. Encerró en la mano el calor de la pipa y fue resbalando en un lento sueño, en un mundo engrasado y sin aire donde avanzaba con enorme esfuerzo, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la luz indiferente del día, inalcanzable, mientras el tiroteo regular bramaba en la sombra que le cubría las espaldas. Despertó sudando, y fue a sentarse nuevamente en el sillón respirando; él aire de tormenta, con olor a mar. lerdo y caliente. Casi sin moverse arrancó el diario de abajo de su cuerpo y miró el título y la desteñida foto. Tiró el diario sobre la mesa, terminó de fumar la pipa. se puso un traje viejo, el impermeable, apagó la luz del dormitorio y saltó desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín y el viento que hacía gruesas eses rodeándole la cintura. Luego eligio cruzar el césped hasta pisar el pedazo de tierra donde había estado la muchacha sentada por la tarde, los pies en las manos y las nalgas achatadas contra el suelo. El monte estaba a su izquierda, los mídanos a la derecha, todo negro y el viento golpeándole la cara. Ovó ruido y vio en seguida la luminosa sonrisa del mozo, la cara de mono junto a su brazo.
– Lástima -dijo el mozo-. La dejó perder.
Quería golpearlo pero sosegó en sesuida sus manos que arañaban dentro de los bolsillos del impermeable v jadeó hacia el mar. inmóvil, los ojos entornados, resuelto y con lástima por sí mismo.
– Debe hacer diez minutos que salió -continuó el mozo. Sin mirarlo. Capurro sabía que el otro había dejado de sonreír y torcía su cabeza hacia la izquierda-. Lo que puede hacer ahora es esperarla a la vuelta. Si le da un buen susto…
Capurro desabrochó lentamente su impermeable sin volverse, sacó un billete del bolsillo del pantalón v lo pasó al otro. Otra vez vio la sonrisa del mozo y adivinó alrededor de la sonrisa la cara ordinaria de mono. los pequeños ojos hacia las sienes, su distraído cinismo. Esperó hasta no sentir los pasos del otro que iban para el hotel, luego inclinó la cabeza, los pies afirmados en la tierra elástica y el pasto donde habia estado ella, envasado en aquel recuerdo: el cuerpo de la muchacha sus movimientos en la remota tarde, protegido de sí mismo y de su pasado por una ya imperecedera atmósfera de creencia y esperanza sin destino, respirando en el aire caliente donde todo estaba olvidado.
Cruzó el monte de eucaliptos lentamente palpando los árboles bajo el viento, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos de la arena en la cara. Todo estaba oscuro y no pudo encontrar la llama del farol de la bicicleta de la muchacha ni el punto de brasa de algún cigarrillo de algún hombre que fumara sentado en las hojas secas, apoyado en un tronco, con las piernas recogidas, cansado, húmedo, contento. Estaba ahora al final del monte, en la playa, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos y se detuvo para lamerse los dedos, mirando una luz que oscilaba dentro del agua. Caminó hacia el ruido del mar. pisó la arena endurecida de la orilla y dobló entonces a la derecha, buscando las dunas, el mar en el costado izquierdo de su cuerpo. Ninguna luz, ningún movimiento en la sombra, ninguna voz arrastrada por el viento. Abandonó la orilla y comenzó a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que entraba en sus zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, feliz y rabioso, excitado como si no pudiera detenerse nunca, riendo adentro de la noche ventosa, subiendo y bajando a la carrera las diminutas montañas, cayendo de rodillas y aflojando el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia el movimiento del agua. Estaba solo en todo lo que era posible saber del mundo, siguió andando, triste y fatigado como si todos los pensamientos de desánimo hubieran logrado alcanzarlo en la arena y resbalando, cayendo de rodillas, irguiéndose encorvado buscó sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel, pensando en su cara, más afectadamente triste en el espejo del lavatorio.
Volvió a dormirse medio vestido sobre su cama como en la arena, la boca abierta sintiendo que iba entrando en el sueño y la tormenta que estallaba, golpeado por los truenos, hundido y siempre sediento en el ruido rabioso de la lluvia.
Estaba nuevamente una mañana de verano en la galería. Terminó de afeitarse y salió para mirar el paisaje refrescado por la lluvia, mientras extendía en su cara, con ambas manos, los resto? perfumados del talco. Vio tres niños correr cerca de la camba de tenis y comprendió que su angustia podía mezclarse sin violencia con la mañana. Un ford a/ul roncaba subiendo la cuesta, detrás del chalet de techo rojo salió al camino y cruzó delante suyo siguiendo hasta la puerta del hotel. Vio bajar a un policía, a un hombre extraordinariamente alto con traje de anchas rayas y un joven vestido de gris, rubio, sin sombrero, al que veía sonreír a cada frase, sosteniendo el cigarrillo con dos dedos frente a la boca. El gerente del hotel bajó con lentitud la escalera y se acercó a ellos, mientras el mozo de la noche anterior salía de atrás de una columna de la escalinata, en mangas de camisa, haciendo brillar su cabeza retinta. Todos hablaban con pocos gestos, sin casi cambiar el lugar donde tenían apoyados los pies y el gerente sacaba un pañuelo del bolsillo interior del saco, se lo pasaba por los labios y volvía a guardarlo profundamente para a los pocos segundos extraerlo con un movimiento rápido y aplastarlo y moverlo sobre su boca. Los niños se habían sentado en la sombra, contra el tejido de la cancha. Capurro entró para buscar la pipa y al salir nuevamente a la galería, al darse cuenta de sus propios movimientos, la morosidad con que deseaba vivir y ejecutar cada gesto, como si buscara acariciar con las manos los gestos que éstas habían hecho, sintió que era feliz en la mañana, que podía haber otros días esperándolo en cualquier parte. Vio que el mozo miraba hacia el suelo y los otros cuatro hombres alzaban hacia él la cabeza.
El joven rubio tiró el cigarrillo lejos; entonces Capurro comenzó a separar los labios hasta sonreír y saludó, moviendo la cabeza, al gerente, y en seguida, antes de que pudiera contestarle, antes de que se inclinara, mirando siempre hacia la galería, golpeándose la boca con el pañuelo alzó una mano y repitió el saludo. Volvió al cuarto para terminar de vestirse, puso una flor blanca en el ojal de su saco de franela. Estuvo un momento en el comedor, mirando desayunar a los pasajeros y después decidió tomar una ginebra, nada más que una, junto al mostrador del bar, compró cigarrillos y bajó hasta el grupo que esperaba al pie de la escalera. El gerente volvió a saludarlo y Capurro notó que la mandíbula le temblaba, apenas, rápidamente. Dijo algunas palabras y oyó que hablaban y el joven rubio vino a su lado y le tocó un brazo; todos estaban en silencio y él y el joven rubio se miraron y sonrieron. Capurro le ofreció un cigarrillo y él lo encendió sin apartar los ojos do su cara; después dio tres pasos retrocediendo y volvió a mirarlo. Le dio la espalda, caminó hasta el primer árbol del camino y se apoyó allí con un hombro. Todo aquello tenía un sentido y, sin comprenderlo, Capurro sintió que estaba de acuerdo y movió la cabeza asintiendo. Entonces el hombre alto dijo:
– ¿Vamos hasta la playa en el Ford?
Capurro se adelantó y fue a sentarse junto ai asiento del chofer. El hombre alio y el rubio se sentaron atrás. Capurro pudo ver al gerente hablando con el mozo, sacudiendo la cabeza hacia los costados. Había guardado el pañuelo y a cada momento alzaba la mano hasta el cuello. El policía se sentó en el volante y puso en marcha el coche. En seguida se pusieron a rodar en la calmosa mañana; Capurro sentía el olor del cigarrillo que estaba fumando el muchacho, sentía el silencio y la quietud del otro hombre, la voluntad rellenando ese silencio y esa quietud. Cuando llegaron a la playa el coche atracó junto a un montón de piedras grises que separaban el camino de la arena. Bajaron, pasaron alzando las piernas por encima de las piedras v caminaron hacia el mar. Capurro andaba junto al muchacho rubio.
– Qué día -dijo el muchacho.
– Si no llovía nos hubiéramos muerto de calor -contestó Capurro unos pasos después.
Se detuvieron en la orilla. Estaban los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvieron a encender cigarrillos.
– No está seguro el tiempo -dijo Capurro.
– ¿Vamos? -contestó el joven rubio.
El hombre del traje a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa:
– Fíjese. Desde aquí a las dunas. Casi dos cuadras.
El otro asintió en silencio y después encogió los hombros como si aquéllo no tuviera importancia. Volvió a sonreír y miró a Capurro.
– Vamos -dijo Capurro y todos regresaron sin hablar hasta el automóvil. Cuando iban a subir, el hombre alto lo detuvo.
– No -dijo-. Ahí enfrente.
Enfrente había una casa y un galpón de ladrillos manchados de humedad. El galpón tenía techo de zinc y letras negras pintadas arriba de la puerta. Esperaron mientras el policía entraba en la casa de al lado y volvía con una llave. Capurro se dio vuelta para mirar el mediodía cercano sobre la playa, el policía separó el candado abierto y entraron todos en la sombra y el frío. Las vigas estaban untadas de alquitrán y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras caminaban Capurro sentía crecer el galpón, más grande a cada paso, alejándose la mesa larga formada con caballetes que estaban en el centro. Miró la forma estirada pensando "quién enseña a los muertos la actitud de la muerte". Había un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba drsde una esquina de la mesa. Un hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado se acercó carraspeando y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona. Capurro miró el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volvió a mirar al rubio sin sombrero e hizo una mueca triste.